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...." el pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda todo lo que parece muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria". Leopoldo Marechal.

LA ARGENTINA DEL BICENTENARIO DE LA PATRIA.

LA ARGENTINA DEL BICENTENARIO DE LA PATRIA.
“Amar a la Argentina de hoy, si se habla de amor verdadero, no puede rendir más que sacrificios, porque es amar a una enferma". Padre Leonardo Castellani.

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"La historia es la Patria. Nos han falsificado la historia porque quieren escamotearnos la Patria" - Hugo Wast (Gustavo Martínez Zuviría).

“Una única cosa es necesario tener presente: mantenerse en pie ante un mundo en ruinas”. Julius Evola, seudónimo de Giulio Cesare Andrea Evola. Italiano.

jueves, diciembre 05, 2013

La mentira de los desaparecidos por el Dr.Antonio Caponnetto.



La mentira de los desaparecidos por el Dr.Antonio Caponnetto.

Comen­tando los Man­da­mien­tos, Santo Tomás llega al octavo y nos explica que se puede men­tir de tres modos diver­sos: acu­sando fal­sa­mente, acu­diendo a tes­ti­gos men­ti­ro­sos y sen­ten­ciando injus­ta­mente mediante jue­ces inequi­ta­ti­vos. Mien­ten los detrac­to­res que arre­ba­tan el buen nom­bre, los que los escu­chan com­pla­cien­te­mente, los adu­la­do­res y mur­mu­ra­do­res que se hacen eco de los embus­tes pro­pa­gán­do­los por doquier, item susu­rra­to­res, agrega el Aqui­nate, que es decir tam­bién los chis­mo­sos, a quie­nes mal­dice la Escri­tura por­que “tur­ban a muchos que viven en paz” (Eccli 28,15).
Abun­dando en cien­cia y en pru­den­cia, el Santo Doc­tor con­si­dera cua­tro moti­vos por los cua­les ha de ser repro­bada toda patraña. Por­que nos ase­meja al demo­nio –men­ti­roso y padre de la mentira-, por­que trae la per­di­ción para el alma, por­que des­pres­ti­gia la fama y la honra, y por­que hace impo­si­ble la vida social, ya que si los hom­bres no se dicen la ver­dad recí­pro­ca­mente, la con­cor­dia entre ellos des­a­pa­rece, y con ella la causa for­mal del orden comunitario.

Valga el introito para inte­li­gir y eva­luar el tema cen­tral que aquí pre­sen­ta­mos. Por­que la lla­mada cues­tión de los des­a­pa­re­ci­dos no es sino una redonda y escan­da­losa impos­tura, a la que se le apli­can todas y cada una de las ati­na­das obser­va­cio­nes de Santo Tomás.

–I–

Men­tira Cuantitativa

Empieza por ser un fraude la cifra, puesto en evi­den­cia con arit­mé­tica pre­ci­sión, ya no en sesu­dos estu­dios crí­ti­cos ela­bo­ra­dos por quie­nes tie­nen legí­timo inte­rés en refu­tar la fábula, sino por los mis­mos auto­res de la misma. Los auto­ti­tu­la­dos orga­nis­mos defen­so­res de los dere­chos huma­nos, desde la ver­ná­cula Cona­dep hasta el euro­peo Far­hen­heit, pasando por la des­co­me­dida Amnesty, jamás han cal­cu­lado ese número sino otro que –en las más abul­ta­das de las con­je­tu­ras– no llega a su ter­cera parte. Y auto­res como Richard Gilles­pie, que no pue­den ser acu­sa­dos de par­cia­li­dad favo­ra­ble a las Fuer­zas Arma­das, edi­tan libre­mente sus con­clu­sio­nes al res­pecto, sin sobre­pa­sar el vein­ti­cinco por ciento del mítico guarismo.

No cal­culó 30 mil la actual Secre­ta­ría de Dere­chos Huma­nos, ni la Emba­jada de los Esta­dos Uni­dos, ni la Asam­blea Per­ma­nente por los Dere­chos Huma­nos, ni el Estado de Israel, cuando el 24 de sep­tiem­bre de 2003 reco­no­ció que los 2000 judíos des­a­pa­re­ci­dos con­for­man el 12% del total. Dato que reve­la­ría, por un lado, que el total es enton­ces de 16.700, y por otro, que tam­bién en nues­tro país fun­cionó el clá­sico mari­daje entre el judaísmo y el marxismo.

Hay otro cálculo, a cuya cruda vera­ci­dad asi­mismo se le huye. Y es aquel, según el cual, cada indem­ni­za­ción esta­tal por des­a­pa­re­cido pudo alcan­zar la cifra de 244.000 dóla­res, repar­ti­dos entre deu­dos, abo­ga­dos y agru­pa­cio­nes dere­cho huma­nis­tas. Como suce­dió en el caso del Sr. Hage­lin, en tiem­pos de De la Rua, siendo bene­fi­ciado aquél con la suma de 702 mil dóla­res, gra­cio­sa­mente repar­ti­dos con el abo­gado Aníbal Iba­rra. Es el nego­cio del holo­causto, como lo lla­mara para análogo caso el israe­lita Nor­man Fin­kels­tein en su libro homónimo.

Ima­gi­na­mos la obje­ción supues­ta­mente huma­ni­ta­ria y nos apres­ta­mos a res­pon­derla. Por­que lo que aquí queda demos­trado al cer­ti­fi­carse la men­da­ci­dad de los dígi­tos, no es que treinta mil vidas val­gan más que una, o que nueve mil homi­ci­dios sean menos gra­ves que sus suce­si­vos múl­ti­plos, sino que el mar­xismo miente a sabien­das, miente deli­be­rada, per­ti­naz e impu­ne­mente, no sólo por­que conoce el papel que juega el engaño en la gue­rra cul­tu­ral, sino por­que se tiene bien apren­dida la estra­te­gia de la impo­si­ción ideo­ló­gica. Manio­bra envol­vente esta última, que nece­sita –para com­ple­tar su enredo dia­léc­tico y reduc­cio­nista– aque­lla mal­sana magia de la cifra de la que habla Sauvy, en vir­tud de la cual una vez sacra­li­zada una algo­rit­mia, la vene­ran sin hesi­tar los devo­tos del culto a la nume­ro­lo­gía, en clá­sica expre­sión de Soro­kin. Tan útil resulta a las izquier­das este cuan­ti­ta­tivo embuste, que el actual pre­si­dente Kir­ch­ner lo ins­ti­tu­cio­na­lizó for­mal y públi­ca­mente, diri­giendo la pala­bra ante la mis­mí­sima ONU ape­nas asu­mido su man­dato. Lo había hecho con ante­rio­ri­dad ya varias veces, pero la enti­dad del recinto que escu­chaba su ceceoso ale­gato, le con­fiere a la indigna trufa del pri­mer man­da­ta­rio el carác­ter de una nueva his­to­ria ofi­cial, huera de toda vera­ci­dad, como su ante­ce­sora libe­ral del siglo diecinueve.

No se ha medido aun sufi­cien­te­mente la gra­ve­dad de aque­llas decla­ra­cio­nes del juez Alfredo Hum­berto Meade –hechas públi­cas el 15 de noviem­bre de 2002– según las cua­les, y sor­pren­dido vivo cuando el libelo Nunca Más lo apun­taba como des­a­pa­re­cido, reco­no­ció pim­pante el opro­bioso fraude, pues era su modo de home­na­jear a los caí­dos, según dijo. Des­en­mas­ca­rado que­daba el repug­nante truco del mar­xismo, por enésima vez. A la vista de todos se ense­ño­reaba la fala­cia, sabién­dose posi­ti­va­mente que el caso del usía felón era uno entre cen­te­na­res, o qui­zás entre miles. Fue vana la evi­den­cia para una socie­dad envi­le­cida que se nutre de sofis­mas, y mucho más para los mul­ti­me­diá­ti­cos artí­fi­ces de la tra­moya. La cifra quedó intacta y ganó fuerza. Podrá negarse la tri­ni­dad de Dios, el tri­ple seis de la Bes­tia, la obvia decena del Decá­logo u otros sagra­dos núme­ros. Quien nie­gue el invento de los treinta mil des­a­pa­re­ci­dos, sea anatema.

–II–

Men­tira cualitativa

Fuera de su faz cuan­ti­ta­tiva, la cues­tión con­tiene otra estafa, ya no sobre el volu­men de los des­a­pa­re­ci­dos sino sobre la natu­ra­leza de los mismos.

No se dirá de ellos nada que defina su con­di­ción de vic­ti­ma­rios; nada que señale su mili­tan­cia terro­rista, su inser­ción en la ofen­siva gue­rri­llera, sus acti­vi­da­des sub­ver­si­vas, sus enro­la­mien­tos cra­pu­lo­sos en un apa­rato comu­nista inter­na­cio­nal. Antes bien, los eufe­mis­mos están a la orden del día y se mul­ti­pli­can con la ima­gi­na­ción de los pro­pa­gan­dis­tas de la izquierda. Sea la sen­ti­men­tal y ple­beya deno­mi­na­ción de chi­cos, la cien­tí­fica cali­fi­ca­ción de uto­pis­tas o la téc­nica seña­li­za­ción de disi­den­tes, van y vie­nen las elip­sis idio­má­ti­cas, al solo objeto de esca­mo­tear lo que debe­ría ser el punto ver­te­bral de dilu­ci­da­ción: si los que resul­ta­ron des­a­pa­re­ci­dos eran cul­pa­bles o no de inte­grar un ejér­cito irre­gu­lar de par­ti­sa­nos alza­dos con­tra la Nación. Si come­tían o no sus actos depre­da­do­res con el apoyo logís­tico e ideo­ló­gico de por los menos dos Esta­dos Terro­ris­tas, el Cubano y el Soviético.

Tam­bién aquí hemos de anti­ci­par­nos a una obje­ción pre­vi­si­ble, y alza­mos la voz fir­me­mente para recor­dar que lo que dire­mos lo diji­mos mien­tras ocu­rrían los hechos. Reos o inocen­tes no hay crea­tu­ras que merez­can el des­tino de des­a­pa­re­ci­dos; si lo último por razo­nes mani­fies­tas, si lo pri­mero por­que es legí­timo el recurso a la pena de muerte, públi­ca­mente eje­cu­tada y res­pon­sa­ble­mente deci­dida. Pero los sub­ter­fu­gios con que se adul­tera la iden­ti­dad de los des­a­pa­re­ci­dos, no son para defen­der a los inocen­tes sino para reivin­di­car a los cul­pa­bles. No para llo­rar a los ino­cuos sino para excul­par a los criminales.

Como en seme­jante mate­ria –como en todo– es lógico que el sen­tido común reclama un lugar aun­que se lo expulse inten­cio­na­da­mente, no han fal­tado reco­no­ci­dos terro­ris­tas que se han negado a los dis­fra­ces semán­ti­cos. Desde Página 12, el 17 de marzo de 1991, nada menos que Fier­me­nich reco­no­ció sen­ten­cioso: “habrá alguno que otro des­a­pa­re­cido que no tenía nada que ver, pero la inmensa mayo­ría eran mili­tan­tes, [eran] hom­bres capa­ces de ele­gir su vida”, y de hacer lo que hicie­ron “con con­cien­cia, con pasión”. “No hay dere­cho” –redon­dea el sica­rio– “a trans­for­mar en una estu­pi­dez todo eso”. La estu­pi­dez, tra­duz­cá­moslo, es que­rer hacer­nos creer que murie­ron por error, dam­ni­fi­ca­dos por la intrín­seca cruel­dad cas­trense. La estu­pi­dez, insis­ta­mos, es obli­gar­nos a dedu­cir que de la inmo­ra­li­dad del pro­ce­di­miento por el que alguien es for­zado a des­a­pa­re­cer, se sigue la incul­pa­bi­li­dad del mismo o lo que es peor, su nece­sa­ria glorificación.

Ni fue­ron treinta mil, ni fue­ron nece­sa­ria­mente inocen­tes. Dos ver­da­des que es nece­sa­rio repe­tir hasta escan­da­li­zar; dos men­ti­ras –las que nie­guen estos aser­tos– que es nece­sa­rio desenmascarar.

–III–

Men­tira moral

Queda una ter­cer ámbito de aná­li­sis de esta deli­cada cues­tión, ya no cuán­tico ni con­cep­tual sino moral.

Cre­ye­ron muchos al prin­ci­pio, que quie­nes recla­ma­ban los cuer­pos de sus parien­tes, lo hacían asis­ti­dos del com­pren­si­ble dolor, con­tri­tos ante el drama, con­tes­tes en que la gue­rra –por feroz que resulte– no puede ava­sa­llar el dere­cho natu­ral de ente­rrar a los muer­tos. La com­pa­ra­ción con la helé­nica Antí­gona se impo­nía casi espon­tá­nea­mente, y allí estaba la obra de Mare­chal –Antí­gona Vélez– para recor­dar­nos que la tra­ge­dia de Sófo­cles, apli­cada a la patria argen­tina, recla­maba una cruz para los caí­dos de un lado y del otro, con­forme a nues­tras mejo­res tradiciones.

Pronto se supo –y quien no quiera saberlo hoy es un cóm­plice del mito rojo– que no era el res­cate de cuer­pos entra­ña­bles ni la erec­ción de sepul­cros con cru­ces, los móvi­les de aque­llas fero­ces recla­man­tes. No era la voz de la heroína sofo­cleana que, en pleno paga­nismo, le impe­traba evan­gé­li­ca­mente al tirano Creonte, “no nací para com­par­tir el odio sino el amor”. Era exac­ta­mente lo con­tra­rio. Era el grito soez de un odio des­tem­plado y ren­co­roso, la mani­pu­la­ción del luto, inter­na­cio­nal­mente finan­ciado, el impia­doso uso de cadá­ve­res que se arro­ja­ban al ros­tro del enemigo como si fue­ran balas, la expre­sión inequí­voca y explí­cita de que aque­llas furias sólo que­rían con­ti­nuar desatando la insu­rrec­ción mar­xista. De cien mane­ras diver­sas, a cuál más cha­ba­cana y gruesa, lo ha dicho la señora Bona­fini en los últi­mos cinco lus­tros; y ha ido tan lejos en su mons­truosa ver­bo­rra­gia vin­di­ca­tiva, que no pocos de sus admi­ra­do­res cre­ye­ron opor­tuno tomar alguna dis­tan­cia pública. Excepto quien funge hoy de pre­si­dente, que se ha decla­rado su hijo.

Madres, Abue­las, Hijos, y un sin­fín de gru­pos soli­da­ris­tas afi­nes, res­pon­den a una estra­te­gia per­fec­ta­mente dise­ñada de ins­tru­men­ta­ción de la sen­si­bi­li­dad colec­tiva, cuyos sub­si­dios sucu­len­tos han sido y son pro­por­cio­na­dos por fun­da­cio­nes capi­ta­lis­tas, amén del apoyo reci­bido por el mis­mí­simo Depar­ta­mento de Estado de los Esta­dos Uni­dos, tal como lo reco­no­ció –entre otros– Julio San­tu­cho, en su libro Los últi­mos gue­va­ris­tas. La cues­tión de los des­a­pa­re­ci­dos enton­ces –así como la esgri­men quie­nes se arro­gan su entera repre­sen­ta­ti­vi­dad– está en las antí­po­das de encar­nar el pre­va­le­ci­miento del dere­cho natu­ral. Con­tra­rio sensu, reivin­dica para sí una juris­pru­den­cia cuyo norte no es la jus­ti­cia sino la ven­ganza, no la ecua­ni­mi­dad sino el encono, el revan­chismo y el des­quite inmi­se­ri­cor­dioso. Es la suya la ley de la peor clase de ira­cun­dos: la de quie­nes no se apla­can ni per­do­nan ni olvi­dan, y viven som­bría­mente mas­ti­cando su rabia, sus mal­di­cio­nes y sus agra­vios, gozando con la des­truc­ción de sus opo­nen­tes. Con razón San Pablo les decía a los Efe­sios “si se enojan no pequen”, por­que no es lo mismo la santa ira que la cólera movida por los demonios.

–IV–

La impos­ter­ga­ble verdad

Men­tira cuan­ti­ta­tiva, con­cep­tual y moral ésta de los desaparecidos.

Men­tira –y vuél­vase a las pala­bras de Santo Tomás con que empe­za­mos– que cuenta para su afian­za­miento con fal­sos acu­sa­do­res y jue­ces fac­cio­sos, con arre­ba­ta­do­res pro­fe­sio­na­les del buen nom­bre y chis­mo­sos de todo jaez, con pro­fe­sio­na­les del ardid ines­cru­pu­loso sol­ven­ta­dos por Fun­da­cio­nes nor­te­ame­ri­ca­nas y otras cola­te­ra­les de la Revo­lu­ción Per­ma­nente. Tal vez se entienda ahora –desde esta pers­pec­tiva teo­ló­gica que nos ofrece el Doc­tor Angé­lico– por­qué la socie­dad argen­tina vive en ten­sión y en dis­cor­dia. Difí­cil­mente se pueda vivir de otro modo cuando se le niega su lugar pre­emi­nente a la vir­tud de la veracidad.

Ante tal estado de cosas es nece­sa­rio salir al ruedo para lla­mar a los hechos y a las per­so­nas por sus nom­bres. De un modo nada com­pla­ciente, tanto para fus­ti­gar a los res­pon­sa­bles de las desa­pa­ri­cio­nes como para los enca­na­lle­ci­dos embus­te­ros que han hecho de ellas un dogma de fe. Defen­diendo lo defen­di­ble –la gue­rra justa librada por las Fuer­zas Arma­das con­tra el mar­xismo– y con­de­nando lo que la con­cien­cia cris­tiana no puede sino repro­bar. Abun­dando en deta­lles his­tó­ri­cos que la amne­sia inten­cio­nal pro­vo­cada por las izquier­das, hace hoy impo­si­bles de recordar.

Deta­lles, por ejem­plo, como los que emer­gen de la juris­pru­den­cia uti­li­zada habi­tual­mente para cali­fi­car a los mili­ta­res de auto­res de crí­me­nes de lesa huma­ni­dad. Tanto de los plie­gos res­pec­ti­vos de la Amnesty como los de la Corte Penal Inter­na­cio­nal, surge la pro­banza de que la tipi­fi­ca­ción de un cri­men de lesa huma­ni­dad, requiere la jun­tura de requi­si­tos per­fec­ta­mente apli­ca­bles a las accio­nes de la gue­rri­lla, inclu­yendo el que sos­tiene que tales homi­ci­dios, para ser rotu­la­dos como tales, “tie­nen que haberse come­tido de con­for­mi­dad con la polí­tica de un Estado o de una orga­ni­za­ción”. Más de un Estado Comu­nista apoyó y diri­gió las ope­ra­cio­nes mar­xis­tas. Más de una orga­ni­za­ción nativa, ame­ri­cana e inter­na­cio­nal res­paldó sus ope­ra­cio­nes béli­cas y políticas.

–V–

Por siem­pre

Pero mien­tras gobier­nan los Mon­to­ne­ros, y los remo­za­dos e impu­nes sub­ver­si­vos ocu­pan las calles, los foros, las pla­zas, los estra­tos ofi­cia­les y los ofi­cio­sos; mien­tras los mass­me­dia se rego­dean con su módico Nürem­berg local y casero, hay otros que ya no pue­den hacerse pre­sen­tes y cuyo recuerdo qui­sie­ran borrar por decreto de la memo­ria patria. Son los ilus­tres caí­dos en la gue­rra justa con­tra el Mar­xismo Inter­na­cio­nal. Los gue­rre­ros caba­les que se batie­ron en el monte y en la selva o en los labe­rin­tos urba­nos donde se escon­dían y ace­cha­ban los ase­si­nos terro­ris­tas. Los com­ba­tien­tes reales, los que tuvie­ron la suerte de enfren­tarse con uni­forme y ban­dera des­ple­gada, o aque­llos otros que hubie­ron de hacerlo –como en toda gue­rra no con­ven­cio­nal– yendo y viniendo cual un ejér­cito de som­bras. Por­que sólo el cóm­plice o el necio puede creer que al terro­rista aga­za­pado, camu­flado y mime­ti­zado con la pobla­ción nor­mal, se lo debe atra­par con la chapa iden­ti­fi­ca­to­ria a la vista y pre­vio aviso de allanamiento.

Los que caye­ron a campo abierto, o pateando esas gua­ri­das inmun­das desde las que se pla­neaba y eje­cu­taba a dia­rio el asalto con­tra la Nación. Los que tuvie­ron que luchar no única­mente con­tra los gue­rri­lle­ros, sino con­tra la sole­dad del mando cuando los más altos res­pon­sa­bles no estam­pa­ban sus fir­mas al pie de sus órde­nes o sen­ten­cias, ni pro­ce­dían como era ética­mente exi­gi­ble. Los que se enfren­ta­ron, junto con las balas enemi­gas, con la peque­ñez de los ami­gos, las defec­cio­nes de las cúpu­las cas­tren­ses, las deser­cio­nes de los flo­jos, las inmo­ra­li­da­des de los «pro­pia tropa», las angus­tias de los subal­ter­nos, las demen­cias de los opor­tu­nis­tas, y pese a todo, salie­ron lim­pios y rec­tos sin renun­ciar ala Fe en la causa por la que se com­ba­tía. Los sol­da­dos sor­pren­di­dos en la vigi­lia o en el sueño, en la puerta aba­tida a empe­llo­nes de una «cár­cel del pue­blo» o en la con­duc­ción de una patru­lla en Tucu­mán, «arma al brazo y en lo alto las estre­llas». Los que cada noche se des­pe­dían de sus hoga­res sin saber si regre­sa­rían al alba, mien­tras dor­mían ampa­ra­dos por la segu­ri­dad que les daba tales ope­ra­ti­vos, muchos, muchí­si­mos de los mise­ra­bles que ahora levan­tan el dedo acu­sa­dor. Los que sobre­vi­vie­ron –heri­dos, muti­la­dos, pre­sos, nunca como antes– y que han sido ensu­cia­dos por la pas­qui­ne­ría ama­ri­lla, sin dere­cho a réplica, y deben expli­carle ahora a sus hijos y nie­tos quié­nes han sido real­mente los ver­du­gos de la argentinidad.

Todos ellos y tanto más, han muerto y han peleado por la autén­tica gran­deza argen­tina. No die­ron sus vidas, como dicen algu­nos que así creen home­na­jear­los o poder lla­marse “ami­gos y fami­lia­res”, para que ahora «dis­fru­te­mos de esta paz, de esta liber­tad, de esta demo­cra­cia». Ofende sus recuer­dos el sólo pro­nun­ciar tama­ños dis­pa­ra­tes. Caye­ron y pelea­ron por lo Eterno y lo Per­ma­nente. Caye­ron y pelea­ron por la Cruz y la Ban­dera Azul y Blanca. Caye­ron y pelea­ron por Dios y por la Patria. Por eso– y que tomen nota los cri­mi­na­les de gue­rra que hoy gobier­nan– su lucha no ha con­cluido. Alguna vez vol­verá la ver­dad por sus fue­ros con­cul­ca­dos. Alguna vez, el Dios de los Ejér­ci­tos, hará caer sobre esta tie­rra cau­tiva y man­ci­llada, la ben­di­ción de su santa y jus­ti­ciera ira. Enton­ces, será la vic­to­ria pen­diente. Una vic­to­ria exacta, lím­pida, rotunda y clara. Por siempre.

Fuente: La historia paralela
http://www.lahistoriaparalela.com.ar/2012/01/25/la-mentira-de-los-desaparecidos/#more-62010

Imágenes: internet.
Antonio Caponnetto nació en Buenos Aires el 29 de septiembre de 1951. Es egresado de la escuela de profesores "Mariano Acosta". Profesor de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires. También incursionó en estudios del Magisterio Eclesiástico.
Ingresó al Conicet como becario y es investigador científico de aquel organismo. Ha enseñado en todos los niveles de la docencia, en establecimientos oficiales y privados, religiosos y militares, teniendo a su cargo cátedras de historia de la cultura, política, sociología, antropología filosófica y doctrina social de la Iglesia. Fue secretario de Redacción de la Revista Cabildo y posteriormente director. Fue director de la Revista Memoria, desde 1994. Es miembro fundador de la Corporación de Científicos Católicos y del Consejo Consultivo de la fundación Gladius.
Ha organizado actividades formativas para docentes, padres de familia, catequistas y otros organismos en diferentes áreas humanísticas.

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