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...." el pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda todo lo que parece muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria". Leopoldo Marechal.

LA ARGENTINA DEL BICENTENARIO DE LA PATRIA.

LA ARGENTINA DEL BICENTENARIO DE LA PATRIA.
“Amar a la Argentina de hoy, si se habla de amor verdadero, no puede rendir más que sacrificios, porque es amar a una enferma". Padre Leonardo Castellani.

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"La historia es la Patria. Nos han falsificado la historia porque quieren escamotearnos la Patria" - Hugo Wast (Gustavo Martínez Zuviría).

“Una única cosa es necesario tener presente: mantenerse en pie ante un mundo en ruinas”. Julius Evola, seudónimo de Giulio Cesare Andrea Evola. Italiano.

sábado, agosto 29, 2015

Beato Ceferino Namuncurá.

LA CONGREGACIÓN PARA LA CAUSA DE LOS SANTOS, ha anunciado que Su Santidad, Benedicto XVI, ha firmado el correspondiente decreto por medio del cual queda confirmada la cualidad requerida por la Iglesia para la declaración de beatitud del santito de las Tolderías, Ceferino Namuncurá.
El joven candidato, muerto en Roma el 11 de mayo de 1905 mientras intentaba prepararse para ser sacerdote salesiano, pues quería misionar entre sus hermanos de sangre, había nacido en Chimpay, en una toldería de indios “pampas” —una generalización que evoca la unión de tribus de ranqueles y pampas provocada por su abuelo Calfucurá— asentada sobre el gran codo del Río Negro, unos 18 años antes —se acepta como fecha probable de su natalicio el día 26 de agosto de 1886— hijo del cacique—coronel Manuel Namuncurá y de una cautiva chilena, de nombre Rosario Burgos. Namuncurá padre era hijo, a su vez, del fiero cacique Calfucurá, un verdadero azote de las Pampas.
El coronel Manuel Namuncurá y
su hijo Ceferino
Pero la obra civilizadora de los argentinos, en especial del Ejército y de la Iglesia, unidos de una forma que jamás debió abandonarse, llevó a las tolderías la civilización, la fe y ¡cómo no! la posibilidad de la santidad.
El cacique quiere lo mejor para su hijo y lo envía a Buenos Aires, a unos talleres de la Armada, para que aprenda un oficio, bajo la protección paternal del general Luis María Campos. Pero Ceferino no desea la vida militar ni ese oficio que su padre le depara: él quiere ser sacerdote, aunque todavía no conoce bien ni la lengua castellana, ni el latín. Su padre, entonces, le encomienda el chico a Luis Sáenz Peña, presidente de la Nación, quien lo coloca a estudiar, como interno, en el Colegio que los salesianos han abierto hace poco en el barrio de Almagro. Sus amigos y compañeros —el futuro Carlos Gardel es uno de ellos— lo recuerdan alegre, animoso y decidido a obtener su propósito. De los pocos que vivirá, son éstos sus años más fecundos y alegres, aunque la tuberculosis, el mal de su raza, haya clavado ya sus garras mortíferas en los frágiles pulmones del aprendiz.
La ideología, la estudipez, la mentira interesada o un plebeyo interés mortecino, han intentado desdibujar la ruda vida de la indiada en los tiempos en que llegó hasta la toldería el clarín de Occidente, pretendiendo convertirla en una especie de edén pagano. El indio pampa o ranquel, especialmente el de aquellas tribus que, como las del abuelo de Ceferino, dedicábanse a traficar hacia Chile lo robado en la Argentina, o vivían muchísimos años, como don Manuel, el padre de nuestro biografiado, a quien se suponía más que centenario (aunque la partida correspondiente acuse ¡97 años!) a la fecha de su muerte sobrevenida tres años después de la de su hijo Ceferino, o perecían en la flor de la juventud, por causa de algún entrevero fiero con otra tribu o con el ejército, en Chile o la Argentina, o por que eran víctimas de alguna enfermedad fatal, como la viruela o la tuberculosis. La vida tribal era simplemente brutal, más animal que humana y los críticos que, hoy, desde la cómoda placidez de una regalona vida cristiana, blanca, huinca, pretenden mitificar la horrenda toldería como un dechado de virtudes paradisíacas liquidadas por el invasor llegado de un Occidente católico —del cual reniegan sin reconocer que de él viven, y que gracias a él pueden levantar su queja—, simplemente escupen al cielo. ¿Volverían a su vida “silvestre” y, desde ese testimonio, proclamar su fe? No lo han hecho, ciertamente.
Lo cierto es que las pestes, la constante guerra interna, la ausencia de todo sentido de pertenencia a una raza o a un pueblo, o del respeto a la propiedad tal como la conocemos los romanos de hoy, así como el escaso valor que, en su paganismo, asignaban a la vida propia o ajena, o a los vínculos familiares, hicieron de estas pobres criaturas víctimas propicias de Satán. Por lo cual, ni los “fusiles de repetición” (arma aún no inventada durante las primeras campañas al Desierto) ni los cañones “krupps” (los primeros de los cualles llegarían al país en tiempos en que Ceferino estuadiaba felizmente instalado en Buenos Aires) serían, como preferiría macanear la zurda, los que vencieron a esta indómita raza, sino su propia vida salvaje y su natural debilidad.
Se cuenta que no gustaban de vacunarse contra la viruela, enfermedad devastadora para su raza, por lo cual Juan Manuel de Rosas, en alguna de sus excursiones por la Pampa hacia los años ‘30 del siglo XIX, hubo de hacerse aplicar la vacuna antivariólica en solemne acto público, presenciado por más de 200 caciques y capitanejos entre los cuales, probablemente estaría el padre de Ceferino, para desafiar a su hombría y doblegar el temor a lo desconocido de estos hijos de la estepa americana.
Don Manuel, el padre de Ceferino, le entregó su hijo a los misioneros salesianos para su educación con entusiasmo tal, que hasta aceptó de estos sacerdotes un fortísimo consejo que, ni hoy, pensamos que lo darían con la misma valentía y confianza en la Providencia Divina: Le pidieron al cacique que se casara y el cacique aceptó, tomando por esposa, ante Dios, allá por el año 1900, a una de sus concubinas más jóvenes y contando él, por entonces, unos 90 años de edad.
Esta ambientación es preciso hacerla, por que la santidad no floreció en cualquier parte civilizada, o en alguna aldehuela española, italiana o francesa irrigada por casi dos mil años de catolicismo que, sino práctico, ofrecía al menos menos una cultura católica, sino en la Pampa brutal, uno de los últimos reductos de la barbarie más acabada que el hombre pudo conocer directamente en el mundo moderno. Aceptar que los aduares eran paraísos destruídos por el huinca, no solamente es una falsedad: es rebajar el inmenso mérito de Ceferino y mojar la pólvora que hacía verdaderamente explosivo el celo misionero de aquellos padrecitos únicos, maravillosos, que envió Dios a la Patagonia.
Ceferino niño aún
con monseñor Cagliero
El hijito de la cautiva chilena Rosario Burgos y del autócrata pampeano, parte para Roma a principios del siglo nuevo ¡qué ilusión! Pero el viaje no es lo más extraordinario que le sucede y tiene una finalidad principalmente terapéutica, pues ha sido llevado para intentar una cura desesperada a la tisis casi terminal que aqueja al pupilo: Un día, su protector y guía, monseñor Cagliero, que lo quiere hacer estudiar el Seminario, lo presenta a San Pío X, uno de los Papas —y de los hombres— más extraordinarios que han existido. El encuentro entre los dos príncipes ha de haber emocionado profundamente a ambos: al hijo del señor de las Pampas y al Vicario de Cristo. Y a los presentes, a no dudar; a tal punto, que es ocasión aprovechada por los más dispares testigos para llenar páginas emocionantes de discutible gusto literario. Pero ambos estarán pensando, seguramente, en su ya próximo encuentro en el Cielo, ajenos al suceso mundanal que ofrece la circunstancia.
Y pocas semanas después, sobreviene la muerte. Y la Gloria del niño pampa.
La vida de Ceferino ha demostrado que la conversión y la santidad son posibles en cualquier situación, no obstante las máximas diversidades culturales concebibles y hasta las adversidades morales más intransigentes, pero a condición de mediar —eso sí— un apostolado eficiente, verdadero y corajudo y sin vueltas ni piruetas psicologistas ni subjetivistas. Heroico, digamos, al estilo incomparable de Don Bosco. Por que aunque la civilización grecorromana haya sido —y siga siendo— la materia apta de mayor excelencia que el critianismo haya podido encontrar en su camino, por Divina disposición, para su máxima fertilidad, el Evangelio y la Salvación son de hecho para todo el mundo, aunque no todo el mundo la aproveche o la acepte.
Esto es, pues, y si se quiere entender bien, la mayor prueba deecumenismo católico que hemos encontrado en los últimos tiempos. ¡Bendito sea Dios, que lo hizo en estas tierras!
En la Semana de Ceferino Namuncurá en Chimpay, Valle Medio, provincia de Río Negro rescatamos este artículo del 2007 publicado en el blog El último Alcázar.

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