"Señores: La historia, la religión y el idioma nos sitúan en el mapa de la cultura occidental y latina, a través de su vertiente hispánica, en la que el heroísmo y la nobleza, el ascetismo y la espiritualidad, alcanzan sus más sublimes proporciones. El Día de la Raza, instituido por el Presidente Yrigoyen, perpetúa en magníficos términos el sentido de esta filiación. “La España descubridora y conquistadora –dice el decreto–, volcó sobre el continente enigmático y magnífico el valor de sus guerreros, el denuedo de sus exploradores, la fe de sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, las labores de sus menestrales y con la aleación de todos estos factores, obró el milagro de conquistar para la civilización la inmensa heredad en que hoy florecen las naciones a las cuales ha dado, con la levadura de su sangre y con la armonía de su lengua, una herencia inmortal que debemos de afirmar y de mantener con jubiloso reconocimiento” (Juan Domingo Perón, 1947).
El 12 de octubre de 1947, La Academia Argentina de Letras
efectuó una sesión solemne en homenaje a Miguel de Cervantes, con motivo de
cumplirse el cuarto Centenario de su nacimiento y para conmemorar a la vez el
Día de la Raza. Asistieron a dicho acto el Excmo. señor Presidente de la
Nación, General Juan Domingo Perón; su señora esposa, doña María Eva Duarte de
Perón; el señor Presidente de la Academia Argentina de Letras, doctor Carlos
lbarguren; el Embajador de España, doctor José María Areilza.
Abrió la sesión con un discurso del señor Presidente de la
Academia, don Carlos Ibarguren; luego
siguió en el uso de la palabra el señor Académico de Número don Arturo
Marasso y cerró el acto el Excmo. Señor Presidente de la República, general
Juan D. Perón, con una disertación sobre la hispanidad y el sentido del
homenaje tributado a Cervantes.
Para esta entrada se utiliza la información que brinda el
valioso trabajo del Centro Virtual Cervantes.
“Porque España aportó al Occidente la más valiosa de las
contribuciones: el descubrimiento y la colonización de un nuevo mundo ganado
para la causa de la cultura occidental.
Su obra civilizadora cumplida en tierras de América no tiene
parangón en la historia. Es única en el mundo. Constituye su más calificado
blasón y es la mejor ejecutoria de la raza, porque toda la obra civilizadora es
un rosario de heroísmos, de sacrificios y de ejemplares renunciamientos.
Su empresa tuvo el signo de una auténtica misión. Ella vio a
las Indias, ávida de ganancias y dispuesta a volver la espalda y marcharse una
vez exprimido y saboreado el fruto. Llegaba para que fuera cumplida y hermosa
realidad el mandato póstumo de la reina Isabel de «atraer a los pueblos de
Indias y convertirlos al servicio de Dios». Traía para ellos la buena nueva de
la verdad revelada, expresada en el idioma más hermoso de la tierra. Venía para
que esos pueblos se organizaran bajo el imperio del derecho y vivieran
pacíficamente. No aspiraba a destruir al indio sino a ganarlo para la fe y
dignificarlo como ser humano...
Era un puñado de héroes, de soñadores desbordantes de fe.
Venían a enfrentar a lo desconocido, a luchar en un mundo lleno de peligros,
donde la muerte aguardaba el paso del conquistador en el escenario de una
tierra inmensa, misteriosa, ignorada y hostil.
Nada los detuvo en su empresa, ni la sed, ni el hambre, ni
las epidemias que asolaban sus huestes; ni el desierto con su monótono
desamparo, ni la montaña que les cerraba el paso, ni la selva con sus mil
especies de oscuras y desconocidas muertes.
A todo se sobrepusieron. Y es ahí, precisamente, en los momentos más difíciles, en los que se los ve más grandes, serenamente dueños de sí mismos, más conscientes de su destino, porque en ellos parecía haberse hecho alma y figura la verdad irrefutable de que «es el fuerte el que crea los acontecimientos y el débil el que sufre la suerte que le impone el destino». Pero en los conquistadores pareciera que el destino era trazado por el impulso de su férrea voluntad.
A todo se sobrepusieron. Y es ahí, precisamente, en los momentos más difíciles, en los que se los ve más grandes, serenamente dueños de sí mismos, más conscientes de su destino, porque en ellos parecía haberse hecho alma y figura la verdad irrefutable de que «es el fuerte el que crea los acontecimientos y el débil el que sufre la suerte que le impone el destino». Pero en los conquistadores pareciera que el destino era trazado por el impulso de su férrea voluntad.
América: empresa de héroes.
Como no podía ocurrir de otra manera, su empresa fue
desprestigiada por sus enemigos, y su epopeya objeto de escarnio, pasto de la
intriga y blanco de la calumnia, juzgándose con criterio de mercaderes lo que
había sido una empresa de héroes. Todas las armas fueron probadas, se recurrió
a la mentira, se tergiversó cuanto se había hecho, se tejió en torno suyo una
leyenda plagada de infundios y se la propaló a los cuatro vientos.
Y todo, con un propósito avieso. Porque la difusión de la
leyenda negra, que ha pulverizado la crítica histórica seria y desapasionada,
interesaba doblemente a los aprovechados detractores. Por una parte, les servía
para echar un baldón a la cultura heredada por la comunidad de los pueblos
hermanos que constituimos Hispanoamérica. Por la otra procuraba fomentar así,
en nosotros, una inferioridad espiritual propicia a sus fines imperialistas,
cuyos asalariados y encumbradísimos voceros repetían, por encargo, el ominoso
estribillo cuya remunerada difusión corría por cuenta de los llamados órganos
de información nacional. Este estribillo ha sido el de nuestra incapacidad para
manejar nuestra economía e intereses, y la conveniencia de que nos dirigieran
administradores de otra cultura y de otra raza. Doble agravio se nos infería;
aparte de ser una mentira, una indignidad y una ofensa a nuestro decoro de
pueblos soberanos y libres.
España, nuevo Prometeo fue, así, amarrada durante siglos a
la roca de la historia. Pero lo que no se pudo hacer fue silenciar su obra, ni
disminuir la magnitud de su empresa que ha quedado como magnífico aporte a la
cultura occidental.
Allí están como prueba fehaciente la cúpula de las iglesias
asomando en las ciudades fundadas por ella; allí sus leyes de Indias, modelo de
ecuanimidad, sabiduría y justicia; sus universidades; su preocupación por la
cultura, porque convine —según se lee en la Nueva Recopilación— que nuestros
vasallos, súbditos y naturales, tengan en los reinos de Indias universidades y
estudios generales donde sean instruidos y graduados en todas ciencias y
facultades, y por el mucho amor y voluntad que tenemos de honrar y favorecer a
los de nuestras Indias y desterrar de ellas las tinieblas de la ignorancia y
del error, se crean universidades gozando los que fueren graduados en ellas de
las libertades y franquezas de que gozan en estos reinos los que se gradúan en
Salamanca.
Su celo por difundir la verdad revelada porque —como también
dice la Nueva Recopilación teniéndonos por más obligados que ningún otro
príncipe del mundo a procurar el servicio de Dios y la gloria de su santo
nombre y emplear todas las fuerzas y el poder que nos ha dado, en trabajar para
que sea conocido y adorado en todo el mundo por verdadero Dios como lo es,
felizmente hemos conseguido traer el gremio de la Santa Iglesia Católica las
innumerables gentes y naciones que habitan las Indias occidentales, isla y
tierra firme del mar océano.
España levantó templos, edificó universidades, difundió la
cultura, formó hombres, e hizo mucho más; fundió y confundió su sangre con
América y signó a sus hijas con sello que las hace, si bien, distintas a la
madre en su forma y apariencias, iguales a ella en su esencia y naturaleza.
Incorporó a la suya la expresión de aporte fuerte y desbordante de vida que
remozaba a la cultura occidental con el ímpetu de una energía nueva. Y si bien
hubo yerros, no olvidemos que esa empresa cuyo cometido la Antigüedad clásica
hubiera discernido a los dioses, fue aquí cumplida por hombres, por un puñado
de hombres que no eran dioses aunque los impulsara, es cierto, el soplo divino
de una fe que los hacía creados a imagen y semejanza de Dios.
España rediviva en el criollo Quijote.
Son hombres y mujeres de esa raza los que en heroica
comunión rechazan, en 1806, al extranjero invasor, y el hidalgo jefe que ha
obtenido la victoria amenaza con «pena de la vida al que los insulte». Es gajo
de ese tronco el pueblo que en mayo de 1810 asume la revolución recién nacida;
es sangre de esa sangre la que vence gloriosamente en Tucumán y Salta y cae con
honor en Vilcapugio y Ayohuma; es la que anima el corazón de los montoneros; es
la que bulle en el espíritu levantisco e indómito de los caudillos; es la que
enciende a los hombres que en 1816 proclaman a la faz del mundo nuestra
independencia política; es la que agitada corre por las venas de esa raza de
titanes que cruzan las ásperas y desoladas montañas de los Andes, conducidas
por un héroe en una marcha que tiene la majestad de un friso griego; es la que
ordena a los hombres que forjaron la unidad nacional, y la que alienta a los
que organizaron la República; es la que se derramó generosamente cuantas veces
fue necesario para defender la soberanía y la dignidad del país; es la misma
que moviera al pueblo a reaccionar sin jactancia pero con irreducible firmeza
cuando cualquiera osó inmiscuirse en asuntos que no le incumbían y que
correspondía solamente a la nación resolverlos; de esa raza es el pueblo que
lanzó su anatema a quienes no fueron celosos custodios de su soberanía, y con
razón, porque sabe, y la verdad lo asiste, que cuando un Estado no es dueño de
sus actos, de sus decisiones, de su futuro y de su destino, la vida no vale la
pena de ser allí vivida; de esa raza es ese pueblo, este pueblo nuestro, sangre
de nuestra sangre y carne de nuestra carne, heroico y abnegado pueblo, virtuoso
y digno, altivo sin alardes y lleno de intuitiva sabiduría, que pacífico y
laborioso en su diaria jornada se juega sin alardes la vida con naturalidad de
soldado, cuando una causa noble así lo requiere, y lo hace con generosidad de
Quijote, ya desde el anónimo y oscuro foso de una trinchera o asumiendo en
defensa de sus ideales el papel de primer protagonista en el escenario
turbulento de las calles de una ciudad.
Señores: la historia, la religión y el idioma nos sitúan en
el mapa de la cultura occidental y latina, a través de su vertiente hispánica,
en la que el heroísmo y la nobleza, el ascetismo y la espiritualidad, alcanzan
sus más sublimes proporciones. El Día de la Raza, instituido por el presidente
Irigoyen, perpetúa en magníficos términos el sentido de esta filiación La
España descubridora y conquistadora —dice el decreto— volcó sobre el continente
enigmático y magnífico el valor de sus guerreros, el denuedo de sus
exploradores, la fe de sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, las
labores de sus menestrales; y con la aleación de todos estos factores, obró el
milagro de conquistar para la civilización la inmensa heredad en que hoy
florecen las naciones a las cuales ha dado, con la levadura de su sangre y con
la armonía de su lengua, una herencia inmortal que debemos de afirmar y de
mantener con jubiloso reconocimiento.
Porvenir enraizado en el pasado.
Si la América española olvidara la tradición que enriquece
su alma, rompiera sus vínculos con la latinidad, se evadiera del cuadro
humanista que le demarca el catolicismo y negara a España, quedaría
instantáneamente baldía de coherencia y sus ideas carecerían de validez. Ya lo
dijo Menéndez y Pelayo: «Donde no se conserva piadosamente la herencia de lo
pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento
original, ni una idea dominadora». Y situado en los antípodas de su pensamiento,
Renán afirmó que «el verdadero hombre de progreso es el que tiene los pies
enraizados en el pasado».
El sentido misional de la cultura hispánica, que catequistas
y guerreros introdujeron en la geografía espiritual del Nuevo Mundo, es valor
incorporado y absorbido por nuestra cultura, lo que ha suscitado una comunidad
de ideas e ideales, valores y creencias, a la que debemos preservar de cuantos
elementos exóticos pretendan mancillarla. Comprender esta imposición del
destino es el primordial deber de aquellos a quienes la voluntad pública o el
prestigio de sus labores intelectuales les habilita para influir en el proceso
mental de las muchedumbres. Por mi parte, me he esforzado en resguardar las
formas típicas de la cultura a que pertenecemos, trazándome un plan de acción
del que pude decir —el 24 de noviembre de 1944— que «tiende, ante todo, a
cambiar la concepción materialista de la vida por una exaltación de los valores
espirituales».
Precisamente esa oposición, esa contraposición entre
materialismo y espiritualidad constituye la ciencia del Quijote. O más
propiamente representa la exaltación del idealismo, refrenado por la realidad
del sentido común.
De ahí la universalidad de Cervantes, a quien, sin embargo,
es preciso identificar como genio auténticamente español, que no puede
concebirse como no sea en España.
Esta solemne sesión, que la Academia Argentina de Letras ha
querido poner bajo la advocación del genio máximo del idioma en el IV
Centenario de su nacimiento, traduce —a mi modo de ver— la decidida voluntad
argentina de reencontrar las rutas tradicionales en las que la concepción del
mundo y de la persona humana, se origina en la honda espiritualidad grecolatina
y en la ascética grandeza ibérica y cristiana.
Para participar en este acto, he preferido traer, antes que
una exposición académica sobre la inmortal figura de Cervantes, su palpitación
humana, su honda vivencia espiritual y su suprema gracia hispánica. En su vida
y en su obra personifica la más alta expresión de las virtudes que nos incumbe
resguardar".
Fragmento del discurso en la Academia Argentina de Letras,
Buenos Aires, 1947 del Presidente de la Nación, General Juan Domingo Perón.
Para mayor información:
http://cvc.cervantes.es/literatura/quijote_america/argentina/ibarguren.htm
Fotos: internet.
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