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viernes, abril 02, 2021
La historia de Sergio, el combatiente de Malvinas al que salvó el enemigo.
La historia de Sergio, el combatiente de Malvinas al que salvó el enemigo.
Argentina había perdido la Guerra y él, malherido y sin saber que se había firmado la rendición, intentó hacerse el muerto para no caer en manos inglesas. El dolor lo delato, pero al mismo tiempo le salvó la vida.
Por Luis Calvano.
“No, soldado, esto acá no”. A Sergio se le escaparon los
lagrimones cuando el oficial del buque argentino Bahía Paraíso le arrancó de un
tirón, sin preguntar, imperativamente, la sábana que tenía pegada a la pierna.
Así, como quien arranca una curita, pero infinitamente más doloroso. Sergio era
un herido de guerra y esa sábana estaba adherida a su cuerpo con sangre seca.
Le faltaba una última curación y un poco de cuidado para quitársela, pero su
superior no pudo tolerar que inscripta en la tela blanca manchada de rojo
granate se leyeran palabras en inglés, con la insignia del Buque Uganda, barco
hospital del Reino Unido. Sergio recién había sido trasladado desde ahí. Unos
días antes, gravemente herido en la batalla de Monte Longdon, el combate en el
que las fuerzas británicas prácticamente arrasaron a la última resistencia
argentina y aceleraron para ganar Puerto Argentino y así ganar la guerra, los
ingleses le salvaron la vida. Los mismos que horas antes habían tirado una
granada a la trinchera en la que él estaba con un compañero y que le dejó una
de sus piernas literalmente “feteada”, con consecuencias internas que todavía
desconocía.
Los mismos ingleses que, rato más tarde, cuando hacían el
relevamiento del territorio que ya habían recuperado, entre la niebla vieron
dos cuerpos tirados dentro de una posición destruida por el bombardeo. Uno
estaba muerto, el otro se hacía. El compañero de Sergio recibió un bayonetazo
de un soldado inglés que quiso comprobar qué no había riesgo para él debajo de
ese techo destrozado, con pajas y ramas quebradas caídas dentro de un pozo;
Sergio no fue clavado de milagro pero entendió que hacerse el muerto era, tal
vez, una buena opción. El pánico lo invadía y mucho más cuando otro inglés se
dio cuenta de que su cuerpo, que se estaba desangrando, todavía tenía vida. Le
tocó un párpado, por reflejo Sergio pestañó e inmediatamente sintió el frío
caño de una pistola apuntándole.
No necesitaba un traductor para comprender que a los gritos
el inglés le exigía que se levantara, que ya se había dado cuenta de que fingía
estar muerto. Y tampoco hizo falta un intérprete para hacerle entender el gesto
de súplica acompañado por el rudimentario manejo del idioma inglés de Sergio
aprendido en la escuela secundaria: “Please, my legs (por favor, mis piernas)”.
El británico puso cara de asco y Sergio cuenta, en el documental “No tan
nuestras”, que en sus ojos y su expresión pudo ver sus propias piernas y empezó
a tomar dimensión de la gravedad de sus heridas. Desde ese instante, su mundo
cambió, porque sus enemigos pasaron a ser los aliados que salvaron su vida.
Rosita y Dionisio estaban en su casa de Valentín Alsina,
zona sur bonaerense, no tan lejos del cruce al porteño barrio de Pompeya,
Riachuelo de por medio. Los dos estaban pendientes del teléfono. Aquel aparato
negro a disco ofrecía la posibilidad de descargar la angustia hablando con
amigos y así matizar la espera de ese llamado que les devolviera el alma, que
les trajera noticias de su hijo, pero que no llegaba. El 2 de abril de 1982 ya
era un punto lejano, entre el orgullo y la extrañeza de un país que se animaba
a declararle la guerra al Reino Unido invadiendo las Islas Malvinas, que eran
tan argentinas como indiferentes al inconsciente colectivo de entonces.
Sin embargo, el gobierno de Leopoldo Fortunato Galtieri
entendió que manotearlas, ir por su recuperación, era una gesta que podía
oxigenar a un gobierno que se desinflaba y caía a pedazos. Fue un intento
burdo, en definitiva, que al principio resultó, porque el pueblo reaccionó con
clamor patriótico, llenó la Plaza, se excitó con el “si quieren venir que
vengan, que les presentaremos batalla” en boca del presidente de facto, aunque
un par de meses más tarde todo cambió y se vio de otro color: el color de la
derrota, del dolor por una guerra incomprensible. Como cualquier guerra, en
definitiva, aunque pocas tan desparejas como ésta.
Mientras Sergio se debatía entre la vida y la muerte en
Monte Longdon, sus padres veían por la televisión, como tantos, la visita de
Juan Pablo II. Justo el 11 de junio, días después de haber hecho una gira por
el Reino Unido, el Papa peregrino llegaba por primera vez a la Argentina a
pedir por la paz. Muchos salieron a la calle a saludar al Santo Padre que en su
“Papa-móvil” se dirigía a la Basílica de Luján. Ya había besado el suelo
argentino, ya había estrechado su mano con Galtieri y se preparaba para dar una
multitudinaria misa donde haría público su mensaje de no a la guerra.
Dionisio, compositor y arreglador de tangos, tocaba muy bien
el bandoneón, un buen refugio en esos momentos de desconsuelo. Mucho no había
podido hacer para que su hijo zafara del servicio militar el año anterior y el
número que le había tocado a Sergio en el sorteo lo puso en la órbita del
Ejército. Como tantos de la “clase 62”, tuvo una instrucción de infantería en
el Regimiento 7 de La Plata que fue durísima e interminable. Pero le costaba
entender por qué había pasado todo 1981 y la baja no llegaba, la colimba para
el pibe nunca terminaba. Con la invasión del 2 de abril y el arribo de Sergio a
las Islas apenas 11 días después, el círculo cerró. Y la angustia comenzó.
***********
El soldado inglés le quitó el cargador a su pistola y le
hizo a Sergio el gesto de que esperara. La paz acababa de ser declarada para
él, aunque pasaba a ser prisionero de guerra. A los pocos minutos, otros como
él, pero sin heridas, con un pedazo de lona de una carpa improvisaron una
camilla y lo cargaron rumbo al campamento médico que estaba al pie del Monte.
El hielo, el peso de Sergio y la debilidad de sus compañeros-camilleros, hacían
que la tela se les resbalara de las manos y el esfuerzo se duplicaba para
evitar que se cayera al suelo ese argentino que se moría si no lo curaban
urgentemente. Ya en manos inglesas, le dieron morfina, le hicieron las primeras
curaciones y lo operaron antes de trasladarlo al Buque Uganda. Años después,
reconoció sus piernas en las imágenes de un documental de la BBC sobre la
guerra: habían filmado su intervención quirúrgica y se sorprendió con ese
material en el marco de una noche porteña.
Junto a Sergio, en el Uganda había otros
argentinos heridos, aunque sólo uno de similar gravedad. Y muchos otros, claro,
británicos, todos con absoluto respeto hacia él, con un trato humanitario que
nunca dejó ni dejará de reconocer. Comió bien, no pasó frío, tuvo confort y
hasta diálogos.
Remendados, enmarcados en un idioma universal para un
muchacho que aún no había cumplido 20 años: el rock and roll. Led Zeppelin y
Deep Purple, por entonces prohibidos por la dictadura argentina como toda la
música en inglés, fueron parte de la temática de esas horas de relax. Él
mencionaba una canción y algún soldado inglés la cantaba y otro hacía ritmo con
las palmas.
Hasta que el 14 de junio un sacerdote que hablaba español,
esa vez no se le acercó para tranquilizarlo y despejar sus miedos y dudas, ni
para aclararle que le iban a dar una medicación para curarlo y no para
envenenarlo como a veces su paranoia le hacía creer: el cura simplemente le
dijo que las Islas “estaban bajo el mando del Reino Unido, el general Menéndez
firmó la rendición”.
Si le hubiese dicho “War is over” (la guerra terminó)
posiblemente también lo hubiese entendido, recordando una vieja canción
pacifista de John Lennon. Pero en castellano fue terminante. No había margen de
duda y lo vivió como uno de los días más triste de su vida, el día en que se
consumó la derrota. Sintió que todo había sido en vano: el sacrificio, los
dolores emocionales y físicos, los compañeros muertos en combate, las heridas
de guerra, el hambre, el frío, el maltrato de propios más que de ajenos, el
arma que le dieron cuando llegó a Malvinas (una PAM 1) que nunca funcionó, la
soledad, el miedo…
Le faltaba una última curación pero había llegado el momento
de volver a manos argentinas. Del Uganda al Bahía Paraíso, un traslado en pleno
altamar. Cuando los enfermeros ingleses quisieron levantarlo de la cama, la
sangre seca lo había pegado a la sábana del buque hospital británico. Un
oficial inglés ordenó que lo trasladasen así, que no lo lastimaran al
despegarle la tela. Los argentinos se encargarían de curarlo y quitársela con
cuidado.
*******
A las pocas horas de la rendición, mientras mucha gente iba
a la Plaza de Mayo ya no para aplaudir a Galtieri sino para repudiarlo y pedir
su renuncia, y esa gente era víctima de una violenta represión, en Valentín
Alsina Dionisio y Rosita seguían aguardando el llamado. No perdían la fe,
ignoraban si su hijo estaba muerto o vivo, y en este caso, en qué estado. Hasta
que el teléfono finalmente sonó.
Unos días después, luego de que un avión
Hércules dejara a Sergio en el bonaerense aeropuerto militar de El Palomar y
desde ahí lo trasladaran al Hospital Militar de Campo de Mayo, estos padres
desesperados se reencontraron con su hijo. Era un final feliz. O parcialmente
feliz, porque entonces comenzó la otra guerra, la post guerra, la de las
secuelas internas, esas que no se ven como una mutilación o una renguera, pero
posiblemente se sufren peor. Y sus daños colaterales. Problemas para
reinsertarse, la sensación de que la derrota causaba vergüenza y parecía mejor
hacer invisibles a los ex combatientes, el sufrimiento por deambular por la
vida con un rumbo difuso, los traumas, los suicidios de otros ex combatientes
que taladraron las cabezas de tantos.
Sergio Delgado estuvo nueve meses internado antes de volver
a su casa. Usó muletas, usó bastón, hasta que logró caminar normalmente, a
pesar de que una esquirla de aquella granada en Monte Longdon le cortó una
parte del nervio ciático y le dejó el pie colgando, sin tensión: se lo tenía
que atar para que le quedase a 90° de la pierna y no le molestara. Pero lo pudo
recuperar gracias a su perseverancia de cinco años de tratamiento y al
capricho, en el mejor de los sentidos de la palabra, de un médico que probó y
comprobó con él su teoría de que esa gravísima y casi irrecuperable lesión,
tenía solución.
Nunca dejó ni deja de pensar en Malvinas y gran parte de su
tiempo está destinado a homenajear a los combatientes caídos. Volvió a las
Islas en 2012, a visitar las tumbas en Darwin, a cerrar su círculo en el lugar
que le cambió la vida para siempre, el Monte Longdon. Volvió como Sergio, ex
combatiente. Pero no volvería como soldado. “La guerra se hace desde otro lugar
-reflexiona-. Hoy brindo por un mundo sin guerra, que ninguno repita lo que
vivió nuestra generación, y eso se hace con democracia y apostando al estudio.
Teniendo estudio las cosas se manejan distintas. El mensaje que doy es que una
guerra se puede hacer desde un colegio: estudiando y capacitándose. Pero en
paz”.
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