El peronismo ¿es entendible?
por José Antonio Riesco.
(Instituto de Teoría del Estado).
por José Antonio Riesco.
(Instituto de Teoría del Estado).
Las declaraciones del escritor francés Alain Rouquié sobre que no se puede entender al peronismo son impactantes, aunque sin novedad. Lo mismo dijo, hace un tiempo, el politólogo argentino Mariano Grondona: “Hace 30 años que lo estudio y aún no logro entenderlo”. Y esto no debe llamar demasiado la atención, la percepción de un fenómeno político por los intelectuales siempre está condicionada por alguna hipótesis sobre la racionalidad de aquél, o su compromiso con determinada ideología. Cuando Tocqueville visitó Estados Unidos por primera vez, le produjo gran preocupación el ascendiente poder influjo de las mayorías en el destino de la democracia en esa nación.
Para Rouquie la pregunta del periodista fue: -¿Sigue sin entender al peronismo? Y su respuesta: “Creo que nadie entiende al peronismo, ni los propios peronistas. Una vez en París una persona dijo que los europeos no podían entender la carga emocional muy fuerte del peronismo; tal vez sea eso y que la Argentina es un país enigmático.” También: “Lo que es difícil de entender es por qué nada ha sustituido al peronismo”. (La Nación, 7.IX.2011)
Mucho más importante -dicho con respeto por los teóricos- fue, histórica históricamente, que no lo entendieran sus adversarios, puesto que de ese de déficit viene dependiendo la suerte política del país y del propio peronismo. Se trató de un movimiento que, aun con sus aciertos, actúa a la manera de un potro desboca desbocado, aunque siempre subordinado, en sus actitudes y comportamientos, a una jefatura que decide por él, sin él o contra él. Alguien supo decir que el peronismo “no está integrado por ciudadanos sino exclusivamente por peronistas” Le pasó antes y sobre todo después de la muerte de Perón. Con un acatamiento casi automático, salvo el aprovechamiento personal de los que logran cargos y canonjías en su nombre. Algo propio del desorden en que se lo ha mantenido, junto a los entusiasmos transitorios y el liderazgo oportunistas de los caciques de turno. Nada de esto, y otras cosas peores, fue controlado por la Justicia Electoral, salvo en los viejos tiempos en que sed sancionaba al que cantaba “la marcha” o por tener un retrato de Evita en el dormitorio.
A poco de producido el 4 de junio de 1943, cuando asomó la élite militar que se había formado durante la presidencia de Justo, pareció a muchos que nada importante vendría. Pero al tomar cuerpo la convocatoria de “el Coronel” y sobre todo con el estallido político-popular del 17 de octubre, o sea al asomar esa novedad que fue la democracia de masas (a pleno ya en Europa), un tremendo estupor invadió la subjetividad y la percepción de los acontecimientos por parte de la clase política tradicional, hasta entonces cómodamente acunada en las virtudes y los vicios de la República liberal.
Los antiperonistas violaron aquella regla de que “en estrategia conocer al enemigo es una regla fundamental” (SunTzú). Con una especie de asombro creciente y descontrolado (a más de uno toda vía le dura) los dirigentes de la vieja democracia buscaron una categoría mental que les permitiera disponer de un visor para leer y entender lo que pasaba. Se los proveyó Victorio Codovila, un luchador y a la vez miembro del aparato stalinista de Moscú. “¡El peronismo es fascismo!, gritó en las tribunas que le proveía la oposición concertada. Entonces, disponiendo graciosamente de semejante maná, a coro, ya calmada la tensión inicial, los vejetes de la partidocracia y los muchachos de la FUA, pudieron gritar: “¡Es fascismo!”, con lo cual se legitimaron las conspiraciones cívico-militares y la decisión de no reconocer legitimidad al “monstruo”. Fue una grave imputación, máxime que en esos días llegaban de Europa las fotos y las películas tomadas al ser allanados los impresionantes campos de concentración de los fascismos nazis.
Antes de 1943 la Argentina había vivido un fuerte proceso de concentración urbana, especialmente en el conurbano bonaerense, Gran Buenos Aires y otros lugares industrializados (Rosario, Córdoba, etc.). De ahí la movilización de millones de trabajadores y parte de la clase media ante el llamado de una nueva política que, desde la cúspide del Estado, ofrecía y daba ese producto llamado “justicia social” en una cantidad y calidad desconocida para las bases sociales. La pasividad de éstas, salvo excepciones, dio un vuelco hacia una participación atropellada aunque auténtica, promoviendo que en esos grandes grupos tomara forma un tipo de conciencia social, acaso aún fermentaria, que no había conocido la política en los que el ex socialista Federico Pinedo llamó “los tiempos de la República”.
El sistema político pegó un brinco, y el vacío de liderazgo popular que había dejado vacante Hipólito Yrigoyen encontró en Perón quien lo asumiera en un nuevo ciclo nacional. Casi ninguna de las expresiones de la sociedad activada desde el poder quedó al margen de la construcción de la que, sin eliminar las instituciones tradicionales, surgió el régimen que asumieron las masas como propio. Perón, conocedor de la historia, puso en el estilo de conducción su innegable formación militar. De ahí que su movimiento, al actuar y alcanzar objetivos, siempre se pareció más a un regimiento que a un partido clásico. La suya fue, pues, una democracia de masas y, a la vez, una “democracia autoritaria”, expresión que hacia 1932 había acuñado el socialdemócrata alemán Hermann Heller, eminente teórico del Estado y militante activo, preocupado por la debilidad de las instituciones frente a la inminente llegada de Hitler al poder.
La oposición fue cerril e intransigente. En ella, en la calle y en el congreso, formaron hombres de alta calidad intelectual y de una admirable virilidad personal y cívica. Se quejaron con razón de las restricciones a la libertad de prensa, de la clausura de locales partidarios, la persecución a dirigentes y militantes, aunque nunca dejaron de cuestionar las políticas públicas, algunas llenas de méritos del gobierno, como el impulso a las industrias, la ampliación de los centros educativos, la extensión de los planes de viviendas, hospitales, derechos jubilatorios, aguinaldo, etc. y esa ley histórica, la 13.010, concediendo a la mujer (¡la mitad del cuerpo electoral!) sus derechos políticos. Es justo decir que a esta ley revolucionaria la apoyó también la oposición.
Lo que “los democráticos” no soportaron fue la irrupción de las fuerzas sociales en el sistema de mando del Estado, sin advertir que ese proceso -que cuajó en 1949 con el Constitucionalismo social- se venía dando en Europa occidental luego de la segunda guerra mundial. Para la oposición la democracia de masas era, no más, un “aluvión zoológico”, frase dura y simbólica que se agregó a lo de “fascismo” y que fueron las dos categorías con que se pretendió construir el post-peronismo. El peronismo no había sido Francisco de Asís, pero el lobo se lo comió después del 16 de setiembre de 1955.
¿Qué había que entender? Ante todo que un gobierno que había abierto audaz mente los regímenes de participación social y política, nada tenía que ver con el fascismo que los había aherrojado. Y seguidamente hacerse cargo de que la propia evolución del país -y la de Europa- en la postguerra no admitía más un sistema político vitalizado por el fraude electoral y la concentración de las fuerzas partidarias en minorías oportunistas y privilegiadas. Un vicio estructural que ya se había mostrado al demoler el Plan Pinedo y su sentido social de la economía, y más adelante al destruir la imagen del empresario Patrón Costa con una jugada maquiavélica del conservadorismo de “la provincia” al que, finalmente, le salió el tiro por la culata. Consecuente con esas restricciones mentales, al emerger lo nuevo (¡No lo puro!) de 1943 en adelante, se mostró que a la dirigencia tradicional no le faltó nivel intelectual pero sí talento histórico. Por entonces les pasó lo que hoy a Alain Rouquié: No entendieron nada. Y ello se dio junto a que Perón, con su estilo cuartelero de gobernante, les ayudó mucho.
En el seno de la oposición era anatema plantear cuestiones sociales o económicas mientras el peronismo durara en el poder, la “libertad” política era lo único permitido. Quien violara la consigna era considerado un “traidor” y un instrumento de régimen. Por motivos como esos fueron expulsados Dardo Cúneo y Enrique Dickmann del Partido Socialista. Tampoco en los partidos se habilitó una discusión seria y profunda para intentar una comprensión más positiva de la realidad, aun manteniendo la intransigencia opositora, y que orientara a las nuevas generaciones. Esas destinadas a cargar con la herencia de resentimiento y odio que dejaron el peronismo y sus enemigos.
Un caso excepcional al respecto se presentó en Córdoba (julio de 1952), en los debates que tuvo a la Federación Universitaria como escenario; allí se dio una revisión de muy buen nivel sobre lo que era y no era el peronismo, en especial si era o no un tipo de fascismo. Había jóvenes estudiantes de todos los partidos de la oposición, partícipes activos en las confrontaciones políticas de esos días (radicales, demócratas, anarquistas, socialistas y comunistas), con buena oratoria y algunos expositores bien dotados en conocimientos. La mayoría, casi todos, se mostraba rabiosamente anti-peronistas, rechazando cualquier concesión al estigma señalado, y solamente tres, no más, también activos militantes de la oposición, cuestionaron eso del “aluvión zoológico”, afirmaron la realidad de la “democracia de masas” y rechazaron la calificación de “fascismo” para dicho movimiento. La votación final, por supuesto, dio amplia mayoría a los de posición opositora e intransigente; pero fue, con todo, una demostración de que en la juventud había una reserva de preocupaciones más positiva que en los partidos.
Lo que ocurrió luego de 1955 dejó a la luz que los dirigentes de la democracia tradicional no habían entendido para nada lo ocurrido en el país en la década anterior. Imitaron a Bismarck en eso de proscribir por una ley de facto a la fuerza mayoritaria, ilusionados que con el derrocamiento y la fuga de Perón estaba cerrado definitivamente el ciclo iniciado en 1944. Para los díscolos y recalcitrantes sirvieron los fusilamientos, la cárcel y la prohibición de cantar “la marcha”. A la reconstitución de los partidos antiperonistas siguieron alegre mente sus divisiones y fragmentaciones, se dividieron los radicales, los socia socialistas, casi desaparecieron los conservadores. Todos empero coincidieron en que era cosa buena que un bando militar derogara la Constitución de 1949, casi tan grosero como, años más tarde, fue el Pacto de Olivos, confiscatorio del poder pre-constituyente.
En esos días, apasionados y ciegos por el revanchismo, los vencedores de 1955 no advirtieron que el enorme electorado peronista estaba listos para encuadrarse en las pautas de la Constitución de 1853 y leyes consiguientes. Luego de la guerra, se dio algo parecido en Italia y Alemania con los millones de ciudadanos que, hasta pocos años antes, aclamaban al Duce y al Führer. Claro allí hubo estadistas de la talla de Alcides De Gásperi y de Konrad Adenauer. La cuestión es que la proscripción de la fuerza mayoritaria apareció como un expediente fácil para que desapareciera; el único logro fue, al contrario, que se mantuviera en bloque y se consolidara, desde el exterior, el liderazgo de Perón largamente dedicado a castigar a quienes lo derrocaron.
Este, como buen militar, usó la tropa para golpear a sus enemigos; y lo hizo, primero con el voto en blanco, 1957, y seguidamente haciendo presidente a Frondizi, en 1958, que era por entonces, con un “pacto electoral” en el bolsillo y su tesis de la “integración y desarrollo” el más decidido contrincante de sus ex amigos leales de la Revolución Libertadora. Luego siguió la batalla permanente, salvo pequeños intervalos, contra todos los gobiernos de turno en especial promoviendo “la resistencia” (caños a granel) y lanzando contra ellos la topadora de los sindicatos.
Los partidos autollamados “democráticos” a partir de 1955 tuvieron el aparato estatal bajo su control, pese a las rencillas y divisiones, emperrados en la política represiva. Un dañino engrama mental que les venía de la década peronista; más que un criterio político tuvieron uno de corte policial, aunque de ello fueron partícipes las fuerzas armadas. Es lo único que se les ocurrió como precio por no haber entendido la realidad. Como consecuencia, a la hora de la victoria cívico-militar no atinaron a nada mejor; con lo cual violaron aquella norma sustantiva de la estrategia: “cuando se hace la guerra hay que preparar la paz”. Así llegamos al presente. Para consuelo de monsieur Rouquié, el peronismo se mantiene y así seguirá, acorde a esa ley de inercia de las multitudes cuando se aferran a una causa (G. Le Bon), al menos mientras no las atraiga una estrella con mejor brillo.
*** Fuente de información e imagen: El informador público.
Para Rouquie la pregunta del periodista fue: -¿Sigue sin entender al peronismo? Y su respuesta: “Creo que nadie entiende al peronismo, ni los propios peronistas. Una vez en París una persona dijo que los europeos no podían entender la carga emocional muy fuerte del peronismo; tal vez sea eso y que la Argentina es un país enigmático.” También: “Lo que es difícil de entender es por qué nada ha sustituido al peronismo”. (La Nación, 7.IX.2011)
Mucho más importante -dicho con respeto por los teóricos- fue, histórica históricamente, que no lo entendieran sus adversarios, puesto que de ese de déficit viene dependiendo la suerte política del país y del propio peronismo. Se trató de un movimiento que, aun con sus aciertos, actúa a la manera de un potro desboca desbocado, aunque siempre subordinado, en sus actitudes y comportamientos, a una jefatura que decide por él, sin él o contra él. Alguien supo decir que el peronismo “no está integrado por ciudadanos sino exclusivamente por peronistas” Le pasó antes y sobre todo después de la muerte de Perón. Con un acatamiento casi automático, salvo el aprovechamiento personal de los que logran cargos y canonjías en su nombre. Algo propio del desorden en que se lo ha mantenido, junto a los entusiasmos transitorios y el liderazgo oportunistas de los caciques de turno. Nada de esto, y otras cosas peores, fue controlado por la Justicia Electoral, salvo en los viejos tiempos en que sed sancionaba al que cantaba “la marcha” o por tener un retrato de Evita en el dormitorio.
A poco de producido el 4 de junio de 1943, cuando asomó la élite militar que se había formado durante la presidencia de Justo, pareció a muchos que nada importante vendría. Pero al tomar cuerpo la convocatoria de “el Coronel” y sobre todo con el estallido político-popular del 17 de octubre, o sea al asomar esa novedad que fue la democracia de masas (a pleno ya en Europa), un tremendo estupor invadió la subjetividad y la percepción de los acontecimientos por parte de la clase política tradicional, hasta entonces cómodamente acunada en las virtudes y los vicios de la República liberal.
Los antiperonistas violaron aquella regla de que “en estrategia conocer al enemigo es una regla fundamental” (SunTzú). Con una especie de asombro creciente y descontrolado (a más de uno toda vía le dura) los dirigentes de la vieja democracia buscaron una categoría mental que les permitiera disponer de un visor para leer y entender lo que pasaba. Se los proveyó Victorio Codovila, un luchador y a la vez miembro del aparato stalinista de Moscú. “¡El peronismo es fascismo!, gritó en las tribunas que le proveía la oposición concertada. Entonces, disponiendo graciosamente de semejante maná, a coro, ya calmada la tensión inicial, los vejetes de la partidocracia y los muchachos de la FUA, pudieron gritar: “¡Es fascismo!”, con lo cual se legitimaron las conspiraciones cívico-militares y la decisión de no reconocer legitimidad al “monstruo”. Fue una grave imputación, máxime que en esos días llegaban de Europa las fotos y las películas tomadas al ser allanados los impresionantes campos de concentración de los fascismos nazis.
Antes de 1943 la Argentina había vivido un fuerte proceso de concentración urbana, especialmente en el conurbano bonaerense, Gran Buenos Aires y otros lugares industrializados (Rosario, Córdoba, etc.). De ahí la movilización de millones de trabajadores y parte de la clase media ante el llamado de una nueva política que, desde la cúspide del Estado, ofrecía y daba ese producto llamado “justicia social” en una cantidad y calidad desconocida para las bases sociales. La pasividad de éstas, salvo excepciones, dio un vuelco hacia una participación atropellada aunque auténtica, promoviendo que en esos grandes grupos tomara forma un tipo de conciencia social, acaso aún fermentaria, que no había conocido la política en los que el ex socialista Federico Pinedo llamó “los tiempos de la República”.
El sistema político pegó un brinco, y el vacío de liderazgo popular que había dejado vacante Hipólito Yrigoyen encontró en Perón quien lo asumiera en un nuevo ciclo nacional. Casi ninguna de las expresiones de la sociedad activada desde el poder quedó al margen de la construcción de la que, sin eliminar las instituciones tradicionales, surgió el régimen que asumieron las masas como propio. Perón, conocedor de la historia, puso en el estilo de conducción su innegable formación militar. De ahí que su movimiento, al actuar y alcanzar objetivos, siempre se pareció más a un regimiento que a un partido clásico. La suya fue, pues, una democracia de masas y, a la vez, una “democracia autoritaria”, expresión que hacia 1932 había acuñado el socialdemócrata alemán Hermann Heller, eminente teórico del Estado y militante activo, preocupado por la debilidad de las instituciones frente a la inminente llegada de Hitler al poder.
La oposición fue cerril e intransigente. En ella, en la calle y en el congreso, formaron hombres de alta calidad intelectual y de una admirable virilidad personal y cívica. Se quejaron con razón de las restricciones a la libertad de prensa, de la clausura de locales partidarios, la persecución a dirigentes y militantes, aunque nunca dejaron de cuestionar las políticas públicas, algunas llenas de méritos del gobierno, como el impulso a las industrias, la ampliación de los centros educativos, la extensión de los planes de viviendas, hospitales, derechos jubilatorios, aguinaldo, etc. y esa ley histórica, la 13.010, concediendo a la mujer (¡la mitad del cuerpo electoral!) sus derechos políticos. Es justo decir que a esta ley revolucionaria la apoyó también la oposición.
Lo que “los democráticos” no soportaron fue la irrupción de las fuerzas sociales en el sistema de mando del Estado, sin advertir que ese proceso -que cuajó en 1949 con el Constitucionalismo social- se venía dando en Europa occidental luego de la segunda guerra mundial. Para la oposición la democracia de masas era, no más, un “aluvión zoológico”, frase dura y simbólica que se agregó a lo de “fascismo” y que fueron las dos categorías con que se pretendió construir el post-peronismo. El peronismo no había sido Francisco de Asís, pero el lobo se lo comió después del 16 de setiembre de 1955.
¿Qué había que entender? Ante todo que un gobierno que había abierto audaz mente los regímenes de participación social y política, nada tenía que ver con el fascismo que los había aherrojado. Y seguidamente hacerse cargo de que la propia evolución del país -y la de Europa- en la postguerra no admitía más un sistema político vitalizado por el fraude electoral y la concentración de las fuerzas partidarias en minorías oportunistas y privilegiadas. Un vicio estructural que ya se había mostrado al demoler el Plan Pinedo y su sentido social de la economía, y más adelante al destruir la imagen del empresario Patrón Costa con una jugada maquiavélica del conservadorismo de “la provincia” al que, finalmente, le salió el tiro por la culata. Consecuente con esas restricciones mentales, al emerger lo nuevo (¡No lo puro!) de 1943 en adelante, se mostró que a la dirigencia tradicional no le faltó nivel intelectual pero sí talento histórico. Por entonces les pasó lo que hoy a Alain Rouquié: No entendieron nada. Y ello se dio junto a que Perón, con su estilo cuartelero de gobernante, les ayudó mucho.
En el seno de la oposición era anatema plantear cuestiones sociales o económicas mientras el peronismo durara en el poder, la “libertad” política era lo único permitido. Quien violara la consigna era considerado un “traidor” y un instrumento de régimen. Por motivos como esos fueron expulsados Dardo Cúneo y Enrique Dickmann del Partido Socialista. Tampoco en los partidos se habilitó una discusión seria y profunda para intentar una comprensión más positiva de la realidad, aun manteniendo la intransigencia opositora, y que orientara a las nuevas generaciones. Esas destinadas a cargar con la herencia de resentimiento y odio que dejaron el peronismo y sus enemigos.
Un caso excepcional al respecto se presentó en Córdoba (julio de 1952), en los debates que tuvo a la Federación Universitaria como escenario; allí se dio una revisión de muy buen nivel sobre lo que era y no era el peronismo, en especial si era o no un tipo de fascismo. Había jóvenes estudiantes de todos los partidos de la oposición, partícipes activos en las confrontaciones políticas de esos días (radicales, demócratas, anarquistas, socialistas y comunistas), con buena oratoria y algunos expositores bien dotados en conocimientos. La mayoría, casi todos, se mostraba rabiosamente anti-peronistas, rechazando cualquier concesión al estigma señalado, y solamente tres, no más, también activos militantes de la oposición, cuestionaron eso del “aluvión zoológico”, afirmaron la realidad de la “democracia de masas” y rechazaron la calificación de “fascismo” para dicho movimiento. La votación final, por supuesto, dio amplia mayoría a los de posición opositora e intransigente; pero fue, con todo, una demostración de que en la juventud había una reserva de preocupaciones más positiva que en los partidos.
Lo que ocurrió luego de 1955 dejó a la luz que los dirigentes de la democracia tradicional no habían entendido para nada lo ocurrido en el país en la década anterior. Imitaron a Bismarck en eso de proscribir por una ley de facto a la fuerza mayoritaria, ilusionados que con el derrocamiento y la fuga de Perón estaba cerrado definitivamente el ciclo iniciado en 1944. Para los díscolos y recalcitrantes sirvieron los fusilamientos, la cárcel y la prohibición de cantar “la marcha”. A la reconstitución de los partidos antiperonistas siguieron alegre mente sus divisiones y fragmentaciones, se dividieron los radicales, los socia socialistas, casi desaparecieron los conservadores. Todos empero coincidieron en que era cosa buena que un bando militar derogara la Constitución de 1949, casi tan grosero como, años más tarde, fue el Pacto de Olivos, confiscatorio del poder pre-constituyente.
En esos días, apasionados y ciegos por el revanchismo, los vencedores de 1955 no advirtieron que el enorme electorado peronista estaba listos para encuadrarse en las pautas de la Constitución de 1853 y leyes consiguientes. Luego de la guerra, se dio algo parecido en Italia y Alemania con los millones de ciudadanos que, hasta pocos años antes, aclamaban al Duce y al Führer. Claro allí hubo estadistas de la talla de Alcides De Gásperi y de Konrad Adenauer. La cuestión es que la proscripción de la fuerza mayoritaria apareció como un expediente fácil para que desapareciera; el único logro fue, al contrario, que se mantuviera en bloque y se consolidara, desde el exterior, el liderazgo de Perón largamente dedicado a castigar a quienes lo derrocaron.
Este, como buen militar, usó la tropa para golpear a sus enemigos; y lo hizo, primero con el voto en blanco, 1957, y seguidamente haciendo presidente a Frondizi, en 1958, que era por entonces, con un “pacto electoral” en el bolsillo y su tesis de la “integración y desarrollo” el más decidido contrincante de sus ex amigos leales de la Revolución Libertadora. Luego siguió la batalla permanente, salvo pequeños intervalos, contra todos los gobiernos de turno en especial promoviendo “la resistencia” (caños a granel) y lanzando contra ellos la topadora de los sindicatos.
Los partidos autollamados “democráticos” a partir de 1955 tuvieron el aparato estatal bajo su control, pese a las rencillas y divisiones, emperrados en la política represiva. Un dañino engrama mental que les venía de la década peronista; más que un criterio político tuvieron uno de corte policial, aunque de ello fueron partícipes las fuerzas armadas. Es lo único que se les ocurrió como precio por no haber entendido la realidad. Como consecuencia, a la hora de la victoria cívico-militar no atinaron a nada mejor; con lo cual violaron aquella norma sustantiva de la estrategia: “cuando se hace la guerra hay que preparar la paz”. Así llegamos al presente. Para consuelo de monsieur Rouquié, el peronismo se mantiene y así seguirá, acorde a esa ley de inercia de las multitudes cuando se aferran a una causa (G. Le Bon), al menos mientras no las atraiga una estrella con mejor brillo.
*** Fuente de información e imagen: El informador público.
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