La presidenta argentina, Cristina Fernández, no ha dudado en calificar como “golpe de Estado” a la destitución del presidente Lugo dispuesta por el senado paraguayo. Otros analistas han preferido considerarlo un “golpe institucional”, utilizando así un oxímoron, puesto que la idea de “golpe” es incompatible y no puede aparecer vinculada a un desplazamiento institucional. De este modo, se acude a la magia de las palabras, buscando la asociación interesada con los viejos golpes militares, para demonizar lo que no es más que el ejercicio regular de una facultad constitucionalmente reglada.
En la mayoría de las constituciones presidencialistas –por no decir la totalidad que siguen el modelo norteamericano- se contempla la posibilidad de someter a juicio político al titular del ejecutivo. En EE UU, primer país que adoptó una constitución presidencialista, el proceso se inicia en la Cámara de Representantes y el juicio se lleva a cabo en el Senado.
Es el sistema adoptado por nuestra Constitución Nacional, que en su artículo 53 señala que solo la Cámara de Diputados ejerce el derecho de acusar ante el Senado al presidente, vicepresidente, al jefe del Gabinete a los ministros y a los miembros de la Corte Suprema, en las causas que se intenten contra ellos por mal desempeño, por delito en el ejercicio de sus funciones o por crímenes comunes. La formación de causa procede solo después de haberlo declarado la Cámara de Diputados por una mayoría de dos terceras partes de sus miembros presentes.
El artículo 225 de la Constitución de Paraguay contempla un procedimiento de juicio político similar, señalando que tanto el presidente de la República como el vicepresidente, los ministro del PE y los ministros de la Corte Suprema de Justicia, además de otros funcionarios, pueden ser sometidos a juicio político “por mal desempeño de sus funciones, por delitos cometidos en el ejercicio de sus cargos o por delitos comunes”. La acusación debe ser formulada por la Cámara de Diputados por mayoría de dos tercios y corresponde a la Cámara de Senadores, por mayoría absoluta de dos tercios, juzgar a los acusados y declararlos culpables al sólo efecto de separarlos de sus cargos. En los casos de comisión delitos, se deben pasar los antecedentes a la justicia ordinaria.
Lo primero que se debe advertir es que si bien se utiliza la palabra “juicio” se añade a continuación el adjetivo “político”, es decir que estamos lejos de los procedimientos habituales que tienen lugar en la esfera del Poder Judicial. Para no dejarse engañar por la literalidad de ciertas palabras, lo mejor es asimilarlo a la “moción de censura” que tiene lugar en los sistemas parlamentarios. El ejecutivo pierde la confianza de la Cámara y es cesado en el ejercicio de sus funciones. De allí que los argumentos de que el proceso contra Lugo es “payasesco” porque no le habría dado tiempo a preparar su defensa–como ha afirmado un columnista de Página 12- es un argumento inconsistente, trasladando al terreno de un juicio político lo que es propio de un procedimiento judicial.
En segundo lugar, cabe señalar que si hasta ahora el juicio político al presidente ha sido usado en contadas ocasiones –la historia registra el impechement contra Nixon, y los casos de Fernando Collor en Brasil, Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Ernesto Samper en Colombia, Abdalá Bucaram en Ecuador y Raúl Cubas y Luis González Macchi en Paraguay- ha sido porque es muy difícil alcanzar la mayoría de dos tercios que requieren las constituciones presidencialistas. No obstante, un estudioso del tema, como Aníbal Pérez-Liñan (“Juicio político al presidente”, FCE) augura que los juicios políticos constituyen la punta del iceberg de una tendencia mucho más amplia que está apareciendo en la política latinoamericana. “El juicio político al presidente ha surgido como un instrumento poderoso para desplazar presidentes “indeseables” sin destruir el orden constitucional”, afirma en su ensayo.
Hasta ahora, la cultura institucional imperante en la región ha venido aceptando resignadamente la permanencia de nuestros presidentes, a pesar del enorme desgaste acumulado sobre alguna de sus espaldas. En nuestro país, el caso paradigmático se resume en el final atormentado que tuvo la presidencia de Isabel Perón, donde la resistencia numantina de los diputados peronistas a favorecer un cambio de “fusible”, dio como resultado la instauración de la más terrible dictadura militar de que se tenga memoria.
En las dinámicas democracias modernas, la “legitimidad de origen” que se obtiene en las elecciones populares cuando se designa al presidente, se demuestra insuficiente y debe ser acompañada por una segunda legitimidad que se obtiene en el ejercicio más o menos eficiente del cargo. Cuando un presidente fracasa estrepitosamente o se ha producido la ruptura de la coalición que permitió su ascenso –como ahora ha acontecido en Paraguay- es absurdo pretender que se mantenga en el puesto si ya carece de una base suficiente de sustentación.
Este es el problema que han sabido resolver las democracias parlamentarias, donde el primer ministro se mantiene en el cargo siempre que conserve una mayoría parlamentaria de apoyo. Cuando este apoyo se pierde, o el desgaste político del primer ministro lo convierte en una figura irrecuperable aún para su propio partido, mediante la moción de censura se procede a su sustitución sin que el sistema institucional se resienta en absoluto.
Los presidentes que actualmente integran UNASUR han salido en tromba a denunciar el “golpe de Estado” en Paraguay. Es comprensible que nuestros monarcas presidenciales se sientan inquietos cuando observan la tranquilidad con la que ha sido sustituido uno de los suyos. Sin embargo, desde la perspectiva institucional de América Latina, es una buena noticia que comiencen a estrenarse mecanismos institucionales que permitan la sustitución sin traumas de los presidentes soberbios e incompetentes. Se debe acabar con la errónea idea de que ganar la presidencia es obtener una suerte de cheque en blanco que permite a su titular poner a un país patas para arriba sin que esto le depare ninguna consecuencia.
En la mayoría de las constituciones presidencialistas –por no decir la totalidad que siguen el modelo norteamericano- se contempla la posibilidad de someter a juicio político al titular del ejecutivo. En EE UU, primer país que adoptó una constitución presidencialista, el proceso se inicia en la Cámara de Representantes y el juicio se lleva a cabo en el Senado.
Es el sistema adoptado por nuestra Constitución Nacional, que en su artículo 53 señala que solo la Cámara de Diputados ejerce el derecho de acusar ante el Senado al presidente, vicepresidente, al jefe del Gabinete a los ministros y a los miembros de la Corte Suprema, en las causas que se intenten contra ellos por mal desempeño, por delito en el ejercicio de sus funciones o por crímenes comunes. La formación de causa procede solo después de haberlo declarado la Cámara de Diputados por una mayoría de dos terceras partes de sus miembros presentes.
El artículo 225 de la Constitución de Paraguay contempla un procedimiento de juicio político similar, señalando que tanto el presidente de la República como el vicepresidente, los ministro del PE y los ministros de la Corte Suprema de Justicia, además de otros funcionarios, pueden ser sometidos a juicio político “por mal desempeño de sus funciones, por delitos cometidos en el ejercicio de sus cargos o por delitos comunes”. La acusación debe ser formulada por la Cámara de Diputados por mayoría de dos tercios y corresponde a la Cámara de Senadores, por mayoría absoluta de dos tercios, juzgar a los acusados y declararlos culpables al sólo efecto de separarlos de sus cargos. En los casos de comisión delitos, se deben pasar los antecedentes a la justicia ordinaria.
Lo primero que se debe advertir es que si bien se utiliza la palabra “juicio” se añade a continuación el adjetivo “político”, es decir que estamos lejos de los procedimientos habituales que tienen lugar en la esfera del Poder Judicial. Para no dejarse engañar por la literalidad de ciertas palabras, lo mejor es asimilarlo a la “moción de censura” que tiene lugar en los sistemas parlamentarios. El ejecutivo pierde la confianza de la Cámara y es cesado en el ejercicio de sus funciones. De allí que los argumentos de que el proceso contra Lugo es “payasesco” porque no le habría dado tiempo a preparar su defensa–como ha afirmado un columnista de Página 12- es un argumento inconsistente, trasladando al terreno de un juicio político lo que es propio de un procedimiento judicial.
En segundo lugar, cabe señalar que si hasta ahora el juicio político al presidente ha sido usado en contadas ocasiones –la historia registra el impechement contra Nixon, y los casos de Fernando Collor en Brasil, Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Ernesto Samper en Colombia, Abdalá Bucaram en Ecuador y Raúl Cubas y Luis González Macchi en Paraguay- ha sido porque es muy difícil alcanzar la mayoría de dos tercios que requieren las constituciones presidencialistas. No obstante, un estudioso del tema, como Aníbal Pérez-Liñan (“Juicio político al presidente”, FCE) augura que los juicios políticos constituyen la punta del iceberg de una tendencia mucho más amplia que está apareciendo en la política latinoamericana. “El juicio político al presidente ha surgido como un instrumento poderoso para desplazar presidentes “indeseables” sin destruir el orden constitucional”, afirma en su ensayo.
Hasta ahora, la cultura institucional imperante en la región ha venido aceptando resignadamente la permanencia de nuestros presidentes, a pesar del enorme desgaste acumulado sobre alguna de sus espaldas. En nuestro país, el caso paradigmático se resume en el final atormentado que tuvo la presidencia de Isabel Perón, donde la resistencia numantina de los diputados peronistas a favorecer un cambio de “fusible”, dio como resultado la instauración de la más terrible dictadura militar de que se tenga memoria.
En las dinámicas democracias modernas, la “legitimidad de origen” que se obtiene en las elecciones populares cuando se designa al presidente, se demuestra insuficiente y debe ser acompañada por una segunda legitimidad que se obtiene en el ejercicio más o menos eficiente del cargo. Cuando un presidente fracasa estrepitosamente o se ha producido la ruptura de la coalición que permitió su ascenso –como ahora ha acontecido en Paraguay- es absurdo pretender que se mantenga en el puesto si ya carece de una base suficiente de sustentación.
Este es el problema que han sabido resolver las democracias parlamentarias, donde el primer ministro se mantiene en el cargo siempre que conserve una mayoría parlamentaria de apoyo. Cuando este apoyo se pierde, o el desgaste político del primer ministro lo convierte en una figura irrecuperable aún para su propio partido, mediante la moción de censura se procede a su sustitución sin que el sistema institucional se resienta en absoluto.
Los presidentes que actualmente integran UNASUR han salido en tromba a denunciar el “golpe de Estado” en Paraguay. Es comprensible que nuestros monarcas presidenciales se sientan inquietos cuando observan la tranquilidad con la que ha sido sustituido uno de los suyos. Sin embargo, desde la perspectiva institucional de América Latina, es una buena noticia que comiencen a estrenarse mecanismos institucionales que permitan la sustitución sin traumas de los presidentes soberbios e incompetentes. Se debe acabar con la errónea idea de que ganar la presidencia es obtener una suerte de cheque en blanco que permite a su titular poner a un país patas para arriba sin que esto le depare ninguna consecuencia.
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