El Pehuén, árbol sagrado
de los mapuches
y pehuenches del libro
"Lo que cuenta el pehuén"
de Pepe Zapata.
de los mapuches
y pehuenches del libro
"Lo que cuenta el pehuén"
de Pepe Zapata.
El pehuén o araucaria es un árbol sumamente particular, pero quizás su característica más peculiar resida en que crece casi exclusivamente (con muy escasas excepciones) en una zona cordillerana que abarca desde la región de Copahue hasta el lago Huelchulafkeñ. Esta circunstancia ha hecho que una rama de los mapuches, habitantes de la zona mencionada, recibieran el nombre de pehuenches, precisamente por venerar a dicho árbol, y tener a sus semillas como fuente principal de alimento.
Debajo de su copa de sombra generosa, junto al grueso tronco que les proporcionaba abrigo de los duros vientos cordilleranos, los grupos se reunían para sus camarucos y brindaban a los dioses sus ofrendas de carne, sangre y humo, y colgaban de sus ramas sus muestras de agradecimiento y devoción.
Esta leyenda constituye una de las más difundidas del folklore aborigen patagónico, y ésta es la forma en que la recuerdan los actuales pehuenches en la localidad de Chos Malal.
Desde que se tenga memoria, Uenechén, el dios mapuche, había hecho crecer el pehuén en los grandes bosques de la tierra, pero al principio las tribus que la habitaban no comían sus semillas, que permanecían largo tiempo desperdigadas por el bosque, hasta que se transformaban en nuevos árboles o se pudrían por efectos de la humedad y el calor del verano. Los pehuenches consideraba al pehuén un árbol sagrado, pero no comían sus piñones, que les resultaban duros y consideraban venenosos. (1)
Y así fue que mucho antes de que el huinka, el invasor español, llegara con sus armas y sus ejércitos, hubo un invierno muy crudo, en que la tribu, ya sin alimentos ni reservas, estaba siendo diezmada por el frío y el hambre; los ríos se habían congelado, y habían desaparecido el huemül, el choike (ñandú) y el luan (guanaco), mientras los pájaros emigraban, ahuyentados por el tremendo frío. La tierra parecía encogerse aterida bajo la nieve y, si bien los hombres y las mujeres sanas aún resistían la hambruna, los viejos y los niños pequeños parecían condenados a una muerte terrible. Uenechén parecía negarse a escuchar las plegarias y rogativas; quizás El también estaba adormilado, arrebujado en sus pieles tibias de su lecho divino...
Pero abajo, en la tierra, la situación era crítica, y el cacique dela tribu decidió tomar una medida desesperada: enviar a los cuatro vientos, y por distinto caminos, a sus guerreros más hábiles y fuertes a que se fueran lejos, tanto como fuera necesario, pero que no regresaran sin alimentos: bulbos de amankay y de ñolkin, frutos de chakai y de ñire y carne de cualquier animal que lograran cazar, así fuera de mara o de kófür, pero que permitiera sobrevivir a los más débiles.
Y así salieron los guerreros, entusiastas y decididos, pero los días comenzaron a pasar uno tras otro, y los bravos regresaban uno tras otro, con las manos vacías y en peores condiciones de como habían salido. Hasta que faltaba tan sólo uno, en quien el cacique había depositado sus máximas esperanzas: Ñehueñ, cuyo nombre mismo simbolizaba su condición como el cazador más hábil que tenía la tribu.
Con el paso del tiempo, también aquella esperanza comenzó a desvanecerse. De la mano del hambre, la angustia y la impotencia se fueron transformando en
llanto de criaturas y desesperación de los mayores. Hasta que por fin lo divisaron a lo lejos, caminando dificultosamente por la ladera nevada, cargando a su espalda una bolsa improvisada con su poncho de piel de guanaco, llena de piñones de pehuén, que dejó caer a los pies del cacique.
-Dime Ñehueñ-preguntó una machi, una sabia curandera, intrigada-. ¿Por qué traes tu bolsa cargada de frutos del árbol sagrado, del pehuén, si sabes que con él no saciaremos nuestro hambre?
-Tus palabras son correctas, pero te equivocas en algo: lo que traigo
es, en efecto, el fruto del pehuén, pero él será lo que nos salvará a todos-respondió el muchacho, sin vacilar.
-¡No blasfemes, Ñehueñ! -intervino el cacique, irritado. ¡Uenechén te castigará por ello!
-Déjenme explicarles y luego decidirán. Después de andar y andar durante
muchos días, sin encontrar nada para aliviar las necesidades de ustedes,
regresaba por el camino de la cascada, cuando al remontar una lomada un desconocido surgió quién sabe de dónde y se puso a caminar junto a mí.
-¿Qué buscas por mis montañas, hijo?-me preguntó.
-He salido en procura de alimento para mi tribu, que muere de hambre -le
contesté-, pero no he encontrado nada. La nieve lo cubre todo, y muy pronto nos cubrirá a nosotros también.
-Sin embargo, con tantos piñones de pehuén que cubren el piso, no deberían
estar pasando hambre. ¿Por qué desprecian un alimento tan extraordinario?
-Es que son los frutos del árbol sagrado, anciano -le contesté, un poco
molesto-. Son muy duros, y las machí dicen que son venenosos.
-¿Y tú crees que un regalo de Uenechén puede ser dañino para sus hijos? No, muchacho, no; vé y habla con tu tribu y dules que el pehuén es un alimento maravilloso. Sólo tienen que hervirlos para ablandarlos, luego tostarlos, y
podrán disfrutar de un manjar delicioso. Cada piñón es suficiente para alimentar a un hombre durante varios días, y pueden conservarlos durante el invierno, enterrándolos en pozos en el suelo blando, y así contarán con
suficiente alimento, aunque escasee la caza.
"Y luego de decirme esto, el desconocido desapareció como había venido, y yo me puse a juntar los frutos del pehuén para traérselos. Inmediatamente se reunió el consejo de ancianos y debatieron la noticia traída por el joven, decidiendo que el anciano que había interceptado a Ñehuéñ no era otro que el mismísimo Uenechén en persona, y ordenaron a las mujeres que hirvieran y luego tostaran los piñones traídos por el guerrero.
Y a partir de ese momento, cuenta la leyenda que ya no hubo más hambre ni escasez de alimento, ya que los pehuenches aprendieron muchas formas de preparar los frutos del pehuén. Y así, el árbol sagrado se convirtió en la principal fuente de alimento de los pehuenches, quienes cada día, a la salida del sol, rezan con un pinón de pehuén o una pequeña rama en la mano, diciendo:
"A Tí, padre, que no permitiste que muriéramos de hambre;
a Tí, que nos concediste la dicha de compartir nuestro alimento;
a Tí, Uenechén, te pedimos que nunca dejes morir al pehuén,
cuyas ramas se tienden como brazos abiertos para protegernos." (*)
(*) Fuente: Cuentos, mitos y leyendas patagónicos, Selección y prólogo de Nahuel Montes, Ciudad de Buenos Aires, Ediciones Continente.
www.temakel.com/
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