“Un día, cuando saltaban las piedras en España al paso de los franceses, Napoleón clavó los ojos en un oficial, seco y tostado, que vestía uniforme blanco y azul; se fue sobre él, y le leyó en el botón de la casaca el nombre del cuerpo: “¡Murcia!” Era el niño pobre de la aldea jesuita de Yapeyú, criado al aire entre indios y mestizos, que después de veintidós años de guerra española empuñó en Buenos Aires la insurrección desmigajada, trabó por juramento a los criollos arremetedores, aventó en San Lorenzo la escuadrilla real, montó en Cuyo el ejército libertador, pasó los Andes para amanecer en Chacabuco; de Chile, libre a su espada, fue a Maipú a redimir el Perú; se alzó protector en Lima, con uniformes de palmas de oro; salió, vencido por sí mismo, al paso de Bolívar avasallador; retrocedió; abdicó; cedió a Simón Bolívar toda su gloria; pasó solo por Buenos Aires; se fue a Europa, triste; murió en Francia, con su hija Mercedes de la mano, en una casita llena de flores y de luz. Escribió su testamento en una cuartilla de papel, como si fuera el parte de una batalla; le habían regalado el estandarte que el conquistadorPizarro trajera a América hace cuatro siglos, y él le regaló el estandarte, en su testamento, al Perú.” Así se referiría José Martí acerca de José San Martín. LOS ARGENTINOS NO SON EMPANADAS… San Martín en una carta que escribiera desde Grand Bourg (Francia) el 10 de mayo de 1846 le decía a su amigo Tomás Guido:
“los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que el de abrir la boca: a un tal proceder, no nos queda otro partido que el de no mirar el porvenir y cumplir con el deber de hombres libres, sea cual fuere la suerte que nos depare el destino” (Fragmento)
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