Los riñones de don Hipólito.
Por Omar López Mato.
Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen fue uno de los fenómenos políticos más curiosos de la política nacional. No solo por haber sido el primer presidente elegido democráticamente y el primero en ser derrocado por un golpe militar sino por haber sido un hombre de pocas palabras y gesto adusto. No era un gran orador y hasta diría de poco carisma, pero sí era un intenso luchador, perseverante y comprometido con sus ideas.
Varios médicos lo trataron a lo largo de su vida como Roque Izzo, Pedro Escudero, Armando Meabe y el profesor Güemes, pero el único que dejó consignadas sus impresiones sobre la salud y la personalidad del caudillo radical fue el doctor José Landa, quien lo trató por muchos años, especialmente durante los 17 meses que duró su último mandato y en los años que vivió desde su destitución hasta su muerte. Lanza destacó su carácter cerrado, poco propenso a la comunicación verbal y lo describe como “la fiel expresión de una personalidad esquizoparanoide”.
Este aspecto fue captado por la intuición popular, de allí su apodo: “El Peludo”, un personaje encerrado en sí mismo, desconfiado y duro en el trato. Su primer nombramiento oficial fue como comisario de Balvanera y ejerció la docencia en el Normal 1 de la Capital donde conoció a Alicia Moreau de Justo.
Don Hipólito decía que no podía casarse porque debía su vida al partido y a su actividad como funcionario, pero esto no fue obstáculo para tener diez hijos (que reconocía como propios) con distintas parejas. Entre ellas se destacaba Dominga Campos con quién tuvo cinco hijos, varios de ellos murieron en la infancia. Dominga murió de tuberculosis antes de cumplir 30 años e Hipólito la acompañó en sus últimos momentos. Se comenta que entonces visitaron a la Madre María, una célebre manosanta que pasó a la mitología popular.
Yrigoyen siguió los pasos de su tío Leandro N. Alem, de hecho vivió en su casa algunos años, pero con el tiempo mantuvo algunas diferencias en la conducción del partido. Al suicidio de Alem, Yrigoyen surgió como conductor indiscutible del radicalismo.
En 1897, se batió a duelo con Lisandro de la Torre, quien era un eximio esgrimista. Don Hipólito, que desconocía el manejo del sable y del florete, no se amedrentó y al comenzar el duelo, le propinó un sablazo en el rostro a De la Torre. Como el duelo era a primera sangre, el lance de honor fue interrumpido, los contrincantes dejaron sus diferencias de lado y De la Torre se vio obligado a usar barba de por vida para ocultar la cicatriz.
Su primer gobierno estuvo signado por la neutralidad durante la Primera Guerra y los desmanes de la Semana Trágica con el único pogromo en América Latina y la insurgencia de los peones rurales en el sur del país, conocida como la Patagonia Rebelde. Estos eventos fueron reprimidos ocasionando la pérdida de cientos de vidas.
Después del gobierno de su correligionarios, Marcelo T. De Alvear, el caudillo que ya rondaba los ochenta años, volvió a ganar la presidencia pero con la oposición de varios miembros del radicalismo que no adherían a la posición personalista de Yrigoyen.
Los últimos meses de su gobierno fueron testigos de desmanes y arbitrariedades orquestada por una oposición que pintaba a don Hipólito como víctima de la senilidad, que se refleja en la historia con la metáfora de “el diario de Yrigoyen”.
La idea era señalar a funcionarios “del riñón” del presidente que lo mantenían separado de la marcha del país y el mundo, dibujando una realidad distinta para mantener a Yrigoyen bajo su influencia. A tal fin le hacían imprimir un periódico con noticias falsas para describir otra Argentina lejana a la crisis.
Esto era un mito que quería pintar a un hombre incapaz de conducir el difícil destino de la Argentina, acosada por la crisis mundial del crack del 29 y una persistente sequía (vemos que aun la dependencia del clima en nuestra economía agrícola pastoril sigue teniendo estrechas consecuencias políticas). Para colmo, el mundo estaba recorrido por un resurgimiento de militarismo que Leopoldo Lugones expresó en su escrito : “La hora de la espada”.
Los medios se hicieron eco de estas historias y hostigaron al viejo líder. Nada le perdonaban. Cuando se supo que tenía trastornos para orinar y el médico tratante se llamaba Meabe se sucedieron las chanzas y juegos de palabras... todo era bueno para denostar al viejo mandatario, abandonado por antiguos correligionarios que hoy le daban la espalda y los medios que se sumaban al descontento económico.
El golpe fue conducido por el general Uriburu quien marchó a la Casa Rosada al frente cadetes quinceañeros para destituir al presidente constitucional. Durante su detención en la isla Martín García, Yrigoyen sufrió serias dificultades respiratorias que anticipaban su futura y final enfermedad, un aneurisma de aorta.
Cuando este diagnóstico se hizo evidente, fueron convocados otros facultativos para cuidar la salud del expresidente, entre ellos el célebre Dr. Luis Güemes, quien pasaría a la historia como “el médico de los presidentes”.
En su momento, se propuso que viajara al Paraguay en busca de un clima más benigno, como lo había hecho oportunamente Sarmiento, pero le desaconsejaron el traslado para evitar complicaciones.
En enero de 1933, después de una breve estadía en Uruguay, Yrigoyen volvió a Buenos Aires para hacerse estudios pues su salud se deterioraba a ojos vista. Sus problemas bronquiales, renales y digestivos se hicieron más evidentes, y una dificultad para tragar hizo sospechar un cáncer de laringe.
Varios especialistas fueron convocados para estudiar esta posibilidad y hasta se barajó hacer una traqueotomía, pero Yrigoyen tenía 80 años y no era aconsejable una medida que a la larga podía traer funestas consecuencias. El cuadro de dificultad para tragar mejoró no así su disfonía.
En febrero y marzo, Yrigoyen realizó algunos paseos en auto, pero su bronquitis empeoró y de allí en más hasta su muerte el 3 de julio de 1933 permaneció en su casa de la calle Sarmiento bajo el cuidado de su hija mayor, Elena fruto de una efímera relación con Antonia Pavón, una criada que trabajaba en casa de los Alem.
Al final, la disfagia empeoró y al tomar agua o ingerir alimentos estos entraban a la vía aérea superior, causando espasmos de tos y empeorando la bronconeumonía. Finalmente, se optó por alimentarlo con una sonda nasogástrica (que entonces no eran tan flexibles como las que hoy disponemos). La neumonía y la fiebre postraron al caudillo. El cuadro evolucionó a un absceso de pulmón. El Dr. Landa desechó la posibilidad del cáncer de laringe y explicaba los problemas de deglución y disfonía por la destrucción del nervio recurrente y el laríngeo inferior por la evolución de un aneurisma del cayado de la aorta.
Durante los últimos días del caudillo, el Dr. Landa nos cuenta que ningún facultativo vio al ex presidente moribundo porque su hija Elena convocó a un fraile capuchino “que había sido llevado para ahuyentar al espíritu maligno”.
De hecho, don Hipólito Yrigoyen fue enterrado con un sayo franciscano siguiendo las costumbres de sus mayores que creían que este rito le concedía más capacidad redentora.
El primer presidente argentino expulsado por un golpe militar fue llevado al Cementerio de la Recoleta por una enorme multitud hasta el panteón de su familia a pesar de la prohibición de las autoridades castrenses. Se calcula que la concurrencia fue más de 60.000 seguidores.
Con el tiempo fue trasladado al Panteón de los caídos en la revolución de 1890, gesta que da inicio al partido radical y donde se alojan miembros distinguidos de ese partido.
Publicado en Diario LA PRENSA.
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