El Intocable.
El baúl de los recuerdos. El 12 de diciembre de 1968 Nicolino Locche dio una clase magistral de boxeo. Con un repertorio que lo hacía un púgil único, le quitó el título mundial welter junior a Paul Takeshi Fuji.
Por Carlos Viacava.
Tiene el rostro hinchado, apenas puede abrir los ojos. Le cuesta respirar. Está exhausto, dolorido, magullado… Debe decidir si vale la pena continuar o entregarse a la derrota. Paul Takeshi Fuji, hawaiano nacionalizado japonés, es campeón del mundo welter junior y está a punto de dejar de serlo. El 12 de diciembre de 1968 cedió su corona ante Nicolino Locche, quien le dio una paliza fenomenal. El argentino lo enloqueció durante nueve rounds esquivando sus furiosos golpes con gráciles y precisos movimientos de cabeza y de cintura y lo castigó con andanadas de uppercuts, cross y ganchos que le desfiguraron el rostro. Fuji no sale al décimo asalto. La leyenda de Locche, El Intocable, nace para marcar un antes y un después en la historia del boxeo.
Nicolino rompió los moldes del pugilismo. Inventó una forma maravillosa para hacer un arte del noble deporte de los puños. El mendocino, nacido el Tunuyán el 2 de septiembre de 1939 y fallecido en Las Heras el 7 del mismo mes de 2005, fue un maestro de la defensa. Un colosal estratega que jamás se hundía en rabiosos intercambios de golpes. Locche encontraba refugio en las cuerdas y allí se plantaba para esperar a su rival. Arrinconado, aparentemente arrinconado, bajaba los brazos y lanzaba su magnífico repertorio de esquives. Movía la cabeza de un lado a otro, desplazaba el torso de derecha a izquierda y nadie le pegaba. Sí, era Intocable.
El Luna Park deliraba cada vez que el pupilo del maestro Francisco Paco Bermúdez subía al ring. Sus delicados desplazamientos eran un espectáculo inédito que condenaban a sus adversarios a hacerles chichones al aire. Al mismo tiempo, los dejaba agotados, impotentes… ¿Cómo se hacía para pegarle a un hombre que bajaba la guardia y parecía entregado pero esquivaba cada ataque con un movimiento burlesco que condenaba al ridículo a quien intentara golpearlo?
Nicolino venció a Paul Fuji el 12 de diciembre de 1968.
No pegaba mucho Nicolino. Pegaba lo justo y necesario. Tampoco le gustaba mucho el gimnasio. Se entrenaba lo justo y necesario. Todo era cuestión de equilibrio, de saber en qué instante debía balancearse para dejar en ridículo a sus oponentes. Resolvía todo con sucesiones de réplicas que acababan demoliendo a sus adversarios. Tenía muy claro lo que debía hacer para ganar. A los antiguos puristas del boxeo les costaba entender ese estilo que se reía de los salvajes cruces que levantan de sus asientos a las multitudes sedientas de sangre. Nicolino hacía otra cosa. Hacía algo distinto. Algo estupendo.
En las páginas de El Gráfico, esa revista que tanto se extraña y que hizo que varias generaciones de lectores vibraran con las hazañas de los deportistas argentinos a lo largo y a lo ancho del planeta, Piri García había bautizado a Locche como El Intocable. Era la época en la que en los hogares de nuestro país nadie se perdía los capítulos de Los Intocables, una inolvidable serie policial que relataba la lucha contra el crimen organizado que libraba un cuerpo de agentes incorruptibles liderados por Eliot Ness, encarnado en la pantalla chica por Robert Stack.
LA GLORIA TARDA, PERO LLEGA.
Le tomó mucho tiempo al mendocino tener una oportunidad para combatir por el título mundial de los welter juniors. A pesar de que había derrotado a los estadounidenses Joe Brown y Eddie Perkins y al italiano Sandro Loppopolo y empatado con el panameño Ismael Laguna y el puertorriqueño Carlos Ortiz, nadie exponía su cetro de campeón contra él. Esos cinco adversarios se toparon con esa distintiva forma de pelear sin pelear cuando reinaban en la categoría. Ninguno de ellos aceptó poner en juego su corona contra ese mendocino que no bajaba los brazos en busca de un combate mundialista.
Campeón argentino y sudamericano, a los 29 años se encontró con la posibilidad que tanto esperaba cuando Fuji no tuvo más remedio que, por fin, medirse con el número uno del ranking. El dueño del título de la categoría era un hawaiano que decidió representar a Japón, la tierra de sus padres. Con tendencia a ganar peso muy fácilmente al punto de parecer algo obeso, le había arrebatado el título a Loppopolo el 30 de abril de 1967. Era un peleador feroz, de esos que jamás renunciaban a molerse a golpes con su ocasional adversario hasta que uno de los dos cayera.
Una confianza desbordante anidaba en el argentino. Sabía que su particular arte constituía la respuesta ideal para el estilo franco y directo de Fuji. Pensó y diseñó el plan de acción en largas charlas con Bermúdez. Lo más recomendable era dejar correr los rounds con esas indescifrables filigranas de esquives para minar la resistencia física del japonés.
UNA OBRA DE ARTE EN TOKIO.
El púgil asiático llegó a la pelea en el estadio Kuramae Sumo con un récord de 32 victorias, 26 de ellas por nocaut y dos derrotas. Locche había tenido que recorrer un camino muy largo para combatir por el título. Más de cien presentaciones como amateur y otras tantas como profesional. En el campo rentado acumulaba 89 triunfos -12 por la vía rápida-, dos caídas -ambas por puntos- y dos empates. Sus números reflejaban con nitidez que la fuerza de sus puños no asomaba como su principal arma. Pegaba lo justo y necesario. Esquivaba todo.
El Intocable estaba seguro de que iba a ganar. Horas antes de la pelea se encontró con Osvaldo Caffarelli, histórico relator de boxeo de Radio Rivadavia, y Jorge Cacho Fontana, el locutor de la transmisión. Se enteró de que Cacho tenía preparados dos cierres comerciales: uno por si Locche vencía y otro por si perdía. Nicolino le pidió el papel con las sentidas palabras preparadas en caso de un resultado adverso y lo rompió en mil pedazos. No contemplaba la posibilidad de una derrota.
Estaba tan tranquilo que, apenas llegaron al escenario del combate, se entregó a una larga siesta. Por supuesto en algún momento fumó un cigarrillo a escondidas de Bermúdez. Tal como hacía siempre. Paco, Juan Carlos Tito Lectoure -dueño del Luna Park y el promotor que manejó la carrera de los grandes boxeadores argentinos- y el sparring Juan Aguilar lo despertaron cuando faltaba media hora para el campanazo inicial.
En los primeros asaltos, Locche dejó venir a Fuji. Los ataques del nipón pasaban de largo como lo hacen los de los toros burlados por los rápidos desplazamientos del torero. Y cada embestida fallida era seguida por una izquierda filtrada y una derecha pesada que hacía blanco en la cara del campeón. Un majestuoso plan de lenta y segura demolición se estaba llevando a cabo en Tokio. El público, azorado, no podía entender lo que pasaba. Estaba desconcertado por los arabescos de ese hombre de pantalón azul que exponía con crudeza los burdos ataques de Fuji.
Bermúdez le reclamaba un poco más de acción al mendocino. Le hizo notar que, si pegaba un poco más, podría ganar por nocaut. A Locche lo sorprendió el consejo de su maestro. Aceptó la surgencia. El Intocable empezó a abrir la guardia de su rival con un zurdazo, a meter la derecha, pegando alternativamente abajo -para acelerar la deuda de oxígeno que aparecía por tantos golpes errados- y arriba -para empezar a lastimar ese rostro al que se llegaba con llamativa facilidad-. El balanceo de Nicolino que precedía a cada esquive iba seguido de un golpe certero a ese blanco cada vez más generoso en el que se había convertido Fuji. Le estaba dando una paliza. Lenta y constante, pero paliza al fin. Era la pelea perfecta. No, era una obra de arte.
Al final de cada round Fuji llegaba cada vez más desorientado a su rincón. Le dolía el cuerpo, la cara… También le dolía el orgullo. Él, un bravo peleador, no acertaba un solo impacto. El cansancio se apoderaba de él en idéntica proporción que lo hacía la impotencia. La secuencia era siempre la misma. El argentino se acercaba a una esquina, bajaba la guardia y se le ofrecía, pero los lanzamientos nunca llegaban a destino. En cambio, al campeón le pegaban mucho.
Los ojos de Fuji se hacían cada vez más pequeños. La verdad es que su rostro se iba cubriendo de una acelerada hinchazón por la precisión quirúrgica de los contraataques de Locche. Exhausto, con el ánimo hecho añicos, la cara dolorida y ensangrentada, el japonés comprendió que ya no tenía sentido seguir exponiéndose al magistral castigo al que lo estaban sometiendo. No salió al décimo asalto. Nicolino fue el primero en advertir que el triunfo era inminente. Hasta se permitió interrumpir a Bermúdez, quien le pedía que salga de una vez por todas a noquear al japonés. El árbitro estadounidense Nick Pope decretó el nocaut técnico y le levantó la mano al nuevo campeón. Era Nicolino Locche, El Intocable, un boxeador de leyenda.
Publicado en Diario LA PRENSA.
20/04/2023
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