El 14 de febrero resulta una fecha interesante con distintos
significados. Si estuviésemos en período lectivo, seguramente docentes y
alumnos la festejarían como el 14 de febrero de 1811, fecha del nacimiento de
Domingo Faustino Sarmiento, mientras la militancia del campo nacional la
remitiría al 14 de febrero de 1898, día en que llegó a este mundo Raúl
Scalabrini Ortiz (aunque en algunas biografías se ha cometido la errata de
darlo por nacido el 14 de abril).
Esta coincidencia parece
una picardía de la Historia porque en el aspecto ideológico el antagonismo
entre ambos es notable e incluso muestran divergencias en sus caracteres
picológicos, aunque también es cierto que los simplificadores de la historia
argentina han agravado las distancias entre ellos, acentuando divergencias y
ocultando algunas coincidencias.
Sarmiento irrumpió en
nuestra historia a gritos, a empujones, a trompazos, proclamando furiosamente
que era “Yo”, el “don Yo” que había destruido a “la barbarie federal” y el “don
Yo” que se anticipaba al futuro, en medio de un ámbito político mediocre. Y
estuvo en todas, con su vozarrón, insultando, bramando sus tremendos juicios
antipopulares en frases agraviantes y belicosas. Fue hombre del mitrismo en los
años cincuenta y después, al llegar a la presidencia, gobernó teniendo al
mitrismo como principal antagonista y lo reprimió con las armas en 1874 para
imponer su sucesor, Avellaneda. Fue también legislador y ministro y pretendía
una segunda presidencia. Promovió la inmigración pero luego la vituperó en La
condición del extranjero en América juzgándola inferior al nativo, libro que la
Historia Oficial ha escamoteado. Fue elitista, pero defendió con ardor la
igualitaria Ley 1420 de enseñanza laica. Octavio Amadeo lo dibujó en pocos
trazos: “Era ejecutivo y feroz frente a la anarquía... No participó en la
ejecución del Chacho pero lo hubiera hecho con placer... Era jactancioso y
provocativo, sacaba la lengua y se golpeaba la boca, Lanzaba su mala palabra y
se ponía su penacho de piel roja, con cascabeles y plumas, carnavalesco y
sublime... Contribuía a cimentar la fama de su desequilibrio su popular
vanidad” (“Por fin entre nosotros, le dijeron en el manicomio cuando lo visitó
como presidente"). “Tenía una vanidad proverbial y candorosa... Su aspecto
es plutónico, parece que hubiera brotado de alguna rajadura de la tierra... No
es difícil imaginarlo desprendiéndose de los árboles para cometer violencias en
la selva... Habla con desenfado, con los botones desprendidos, sin pedir
excusas... Su audacia es frenética; su esperanza, obcecada... Allí va el viejo
loco, de grandes orejas y labios gruesos, gesticulando”...
Fue indiscutiblemente un
gran prosista pero también un gran imaginativo, por no decir mentiroso, que llenó
su Facundo -según él mismo lo confesó en carta a Paz- “con mentiras puestas a
designio” y no tuvo sensatez en sus debates, donde combinó bastonazos y
puteadas. Quiso crear una Patria -ello explica, después de 1868, su
enfrentamiento con el mitrismo- como si su corazón albergara una pasión
nacional, pero su cerebro respondía a una concepción colonial. Por eso, por su
prédica de “civilización o barbarie”, ensalzando al opresor y denostando al
nativo, su retrato ocupó hasta los últimos rincones de todas las escuelas del
país convertido en semicolonia inglesa.
Scalabrini llegó después,
87 años más tarde. Y nunca pretendió ser “don Yo” sino “uno cualquiera que sabe
que es uno cualquiera”. Fue poeta, boxeador, agrimensor, periodista, hombre de
la noche porteña que indagaba en la filosofía de El hombre que está solo y
espera, hasta que la crisis económica del 30 le permitió descubrir el vasallaje
que sufría la Argentina. Él, que seguramente había recibido en los colegios la
leyenda mitrista sustentada en la opción que había predicado Sarmiento, rompió
lanzas con aquella enseñanza: “Todo lo que nos rodea es falso e irreal, falsa
la historia que nos enseñaron, falsas las creencias económicas con que nos
imbuyeron, falsas las perspectivas mundiales que nos presentan, falsas las
disyuntivas políticas que nos ofrecen, irreales las libertades que los textos
aseguran”. Y dijo más: “Hay que volver a la realidad y para ello exigirse una
virginidad mental a toda costa y una resolución inquebrantable de querer saber
exactamente cómo somos”. Así impugnó a la superestructura cultural montada por
la oligarquía a la cual el sanjuanino -más de una vez peleado con los
estancieros- había aportado su “civilización y barbarie”.
Pero ya en los años
treinta era imposible hacerse oír a gritos, como en la época de Sarmiento.
Había que investigar, descubrir “la tela de araña metálica (los ferrocarriles)
que aprisionaba a la república” y decirlo modesta, pero enérgicamente, en un
sótano de Lavalle 1725 donde funcionaba FORJA. No era posible transgredir la
ideología oficial desde los grandes diarios donde el mismo Scalabrini había
ejercido como periodista, sino sólo hacerlo en un semanario de escaso tiraje:
Señales, en cuadernos y volantes entregados en mano y de vez en cuando, desde
la tribuna esquinera, montada sobre cajoncitos de cerveza.
Con la nueva concepción
nacional no era posible llegar a legislador, ministro o presidente, como el
sanjuanino, ni meterse en el barullo de la política llevándose todo por
delante. Había que trabajar pacientemente, pero rechazando los cantos de sirena
del sistema, comprometerse con la verdad recién revelada aún sabiendo que ello
significaba suicidarse para las condecoraciones municipales, los premios de
cultura, los sillones de las Academias, las redacciones de los grandes diarios
“Y me suicidé... Para vivir, era indispensable matar todo lo que constituye
para los hombres normales una manifestación de vida: la lucha de posiciones, el
éxito, la pequeña vanidad, la pequeña codicia, el pequeño engreimiento... Matar
todo eso es como suicidarse... y quedé convertido en puro espíritu (en
“maldito” para el sistema semicolonial)... Las demoníacas potencias del
imperialismo británico serían ya inermes para mí... Pero no hay derrota que
pueda desalentarme”. Así aceptó el ostracismo, el silenciamiento, las urgencias
económicas, para poder dar su verdad en la conferencia barrial, en el diario de
escasa circulación, en la conversación de la mesa de café.
Como alguien enseñó alguna
vez, quizá Scalabrini Ortiz estaba seguro de la “inevitable irradiación de las
ideas necesarias” y por eso sintió como propio del 17 de octubre de 1945: “Era
el subsuelo de la Patria sublevado... Lo que yo había soñado e intuido durante
muchos años estaba allí presente, tenso, multifacetado, pero único en el
espíritu conjunto. Eran los hombres que están solos y esperan, que iniciaban
sus tareas de reivindicación”.
Pero no le interesaba
personajear, ni trepar a los cargos, ni obtener aplausos ni prebendas, ni
inflar su yo. Por eso no aceptó cargos al triunfar el peronismo. Prefirió
aportar desde el llano, desde donde pudiera, como un místico de la política,
como un argentino auténtico. Por eso, también mantuvo su espíritu crítico.
Entendió que el peronismo
erraba algunas veces pero lo expresó en el círculo íntimo. La crítica pública
favorecería a la derecha que quería volver al viejo país. Él no se dejó
envolver en abstracciones como Sarmiento, sino que entendió que a veces no se
puede avanzar tanto como se desea porque enfrente está el enemigo que quiere
volver: “Hay muchos actos y no de los menos trascendentales por cierto, de la
política interna y externa del General Perón, que no serían aprobados por el
tribunal de las ideas matrices que animaron a mi generación. Pero de allí no
tenemos derecho a deducir que la intención fuese menos pura y generosa. En el
dinamómetro de la política, estas transigencias miden los grados de coacción de
todo orden con que actúan las fuerzas extranjeras en el amparo de sus intereses
y de sus conveniencias”. Y reforzó la argumentación sosteniendo: “No debemos
olvidar en ningún momento –cualesquiera sean las diferencias de apreciación-
que las opciones que ofrece la vida política argentina son limitadas. No se
trata de optar entre el general Perón y el Arcángel San Miguel. Se trata de
optar entre el general Perón y Federico Pinedo. Todo lo que socava a Perón
fortifica a Pinedo, en cuanto él simboliza un régimen político y económico de
oprobio y un modo de pensar ajeno y opuesto al pensamiento del país”.
Los dos murieron pobres.
No hubo sucesión en el caso de Scalabrini y la casa que alquilaba para él y su
familia, después declarada monumento histórico, está hoy en manos de la
usurpación legitimada por la dictadura genocida. Tampoco puede decirse que
Sarmiento se hizo estanciero o tuvo un diario de larga vida, como en el caso de
Mitre, pero sí que la clase dominante usó su pensamiento colonial para, como
dice Jauretche, “azonzarnos” y fue justamente Scalabrini, aquel “que pertenecía
“a los de nadie y sin nada”, que había nacido también un 14 de febrero, quien
luchó indoblegablemente para destruir esa superestructura ideológica, es decir,
la maquinaria de azonzamiento, lucha que continuamos hoy porque todavía hay
sarmientudos que son, por supuesto, los continuadores de lo peor de Sarmiento y
negadores de sus aciertos.
Publicado en el Diario “Tiempo Argentino”, 14-2-2013.
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