Antes de transformarse en un león herbívoro, Juan Domingo Perón creía que el movimiento que había puesto en marcha tendría que ser tan amplio que incluiría a todos salvo, claro está, a oligarcas y otros malevos reacios a subordinar sus propios intereses a los suyos. Como el radical Hipólito Yrigoyen, el general no quería ser el artífice de un mero partido que a su entender sólo serviría para mantener dividido al país, sino de algo mucho mayor.
Si bien parecería que, con algunas excepciones, los herederos de Perón se han reconciliado con la democracia, no han abandonado por completo el sueño de representar a casi todos, ubicándose así por encima de gente de aspiraciones menos grandiosas. Tanta Hubris les ha costado caro.
Por ser la sociedad argentina tan pluralista como las de otras naciones de dimensiones comparables, el movimiento no tardó en dividirse en una multitud de facciones pendencieras que harían del país un aquelarre.
Aunque dirigentes de diversas corrientes peronistas siguen fantaseando con la unidad por suponer que los ayudaría a combatir mejor al macrismo, los esfuerzos recientes por superar la fragmentación han sido contraproducentes. Ya lo sabrá Cristina.
Cree merecer el apoyo de todos los compañeros, pero al pedirles cerrar filas bajo su mando sólo logró indignar a sus rivales más taquilleros, Florencio Randazzo y Sergio Massa, que aprovecharon la oportunidad para reiterar su negativa a dejarse manipular por la expresidenta.
El asunto sería más sencillo si el peronismo poseyera una ideología más o menos coherente pero, como nos recuerdan quienes explican que es “un sentimiento”, lo único que lo aglutina es cierto aire de familia. Al incorporar a sus huestes una variedad abigarrada de personajes, entre ellos izquierdistas de mentalidad totalitaria y algunos neoliberales furibundos, el peronismo se privó de la posibilidad de mutarse en el equivalente local de uno de los dos partidos que suelen compartir el poder en Estados Unidos y otros países del mundo anglosajón.
Siempre y cuando no sea cuestión de exigir unanimidad, lo de la unidad nacional puede ser positivo ya que, sin ciertos acuerdos básicos, muchos países resultarían ingobernables, pero todos los intentos de consolidarla a costa del pluralismo propio de una sociedad libre han tenido consecuencias nefastas.
Además de brindar a sujetos autoritarios, tanto militares como civiles, pretextos para perseguir a quienes se atreven a oponérseles, la búsqueda obsesiva de la unidad genera conflictos, como los que hicieron que, en opinión de una larga serie de pensadores, le tocara a la Argentina protagonizar “el mayor fracaso del siglo XX”, el de un país presuntamente “condenado al éxito” que se las ingenió para depauperarse.
Aunque la existencia de dos o más partidos grandes no impide que haya conflictos, el que siempre estén en juego varias alternativas las hace menos peligrosas.
¿Pacto o contubernio?
En países acostumbrados al pluralismo “partidocrático” es rutinario pactar, mientras que en los demás los acuerdos resultantes de negociaciones en que todos ceden algo se ven calificados de lo que los radicales de antes llamaban “contubernios”.
Los suponen intrínsecamente perversos por ser incompatibles con la unidad soñada.
La incapacidad de quienes integran la clase política permanente para formar partidos que sean a un tiempo amplios y flexibles está en la raíz de muchas frustraciones dolorosas.
Puede que a esta altura escaseen los dispuestos a reivindicar en público las alternativas supuestamente superadoras que fueron propuestas hace muchas décadas por Yrigoyen y Perón, pero de un modo u otro la forma de pensar de los dos sigue incidiendo en la conducta de muchos dirigentes, comentaristas y votantes.
Será por tal razón que tantos temen a las “grietas” que, por cierto, aquí no son más anchas o profundas que en la mayoría de los países democráticos.
Con todo, es posible que la Argentina esté por dejar atrás el período larguísimo en que, para demasiados, la política era un asunto de todo o nada, no de triunfos siempre parciales y acuerdos por lo común provisorios.
A diferencia de la mayoría de sus antecesores, el presidente Mauricio Macri no parece tener interés en convertirse en un caudillo hegemónico, mientras que, como los demás líderes de Cambiemos, se enorgullece de la diversidad interna de la coalición que encabeza y para perplejidad de sus adversarios insiste en que es menos grave cometer errores de lo que sería negarse a reconocerlos, como hacen quienes pretenden encarnar la voluntad popular y a menudo hablan como si se creyeran infalibles.
Antes de transformarse en un león herbívoro, Juan Domingo Perón creía que el movimiento que había puesto en marcha tendría que ser tan amplio que incluiría a todos salvo, claro está, a oligarcas y otros malevos reacios a subordinar sus propios intereses a los suyos. Como el radical Hipólito Yrigoyen, el general no quería ser el artífice de un mero partido que a su entender sólo serviría para mantener dividido al país, sino de algo mucho mayor.
Si bien parecería que, con algunas excepciones, los herederos de Perón se han reconciliado con la democracia, no han abandonado por completo el sueño de representar a casi todos, ubicándose así por encima de gente de aspiraciones menos grandiosas. Tanta Hubris les ha costado caro.
Por ser la sociedad argentina tan pluralista como las de otras naciones de dimensiones comparables, el movimiento no tardó en dividirse en una multitud de facciones pendencieras que harían del país un aquelarre.
Aunque dirigentes de diversas corrientes peronistas siguen fantaseando con la unidad por suponer que los ayudaría a combatir mejor al macrismo, los esfuerzos recientes por superar la fragmentación han sido contraproducentes. Ya lo sabrá Cristina.
Cree merecer el apoyo de todos los compañeros, pero al pedirles cerrar filas bajo su mando sólo logró indignar a sus rivales más taquilleros, Florencio Randazzo y Sergio Massa, que aprovecharon la oportunidad para reiterar su negativa a dejarse manipular por la expresidenta.
El asunto sería más sencillo si el peronismo poseyera una ideología más o menos coherente pero, como nos recuerdan quienes explican que es “un sentimiento”, lo único que lo aglutina es cierto aire de familia. Al incorporar a sus huestes una variedad abigarrada de personajes, entre ellos izquierdistas de mentalidad totalitaria y algunos neoliberales furibundos, el peronismo se privó de la posibilidad de mutarse en el equivalente local de uno de los dos partidos que suelen compartir el poder en Estados Unidos y otros países del mundo anglosajón.
Siempre y cuando no sea cuestión de exigir unanimidad, lo de la unidad nacional puede ser positivo ya que, sin ciertos acuerdos básicos, muchos países resultarían ingobernables, pero todos los intentos de consolidarla a costa del pluralismo propio de una sociedad libre han tenido consecuencias nefastas.
Además de brindar a sujetos autoritarios, tanto militares como civiles, pretextos para perseguir a quienes se atreven a oponérseles, la búsqueda obsesiva de la unidad genera conflictos, como los que hicieron que, en opinión de una larga serie de pensadores, le tocara a la Argentina protagonizar “el mayor fracaso del siglo XX”, el de un país presuntamente “condenado al éxito” que se las ingenió para depauperarse.
Aunque la existencia de dos o más partidos grandes no impide que haya conflictos, el que siempre estén en juego varias alternativas las hace menos peligrosas.
¿Pacto o contubernio?
En países acostumbrados al pluralismo “partidocrático” es rutinario pactar, mientras que en los demás los acuerdos resultantes de negociaciones en que todos ceden algo se ven calificados de lo que los radicales de antes llamaban “contubernios”.
Los suponen intrínsecamente perversos por ser incompatibles con la unidad soñada.
La incapacidad de quienes integran la clase política permanente para formar partidos que sean a un tiempo amplios y flexibles está en la raíz de muchas frustraciones dolorosas.
Puede que a esta altura escaseen los dispuestos a reivindicar en público las alternativas supuestamente superadoras que fueron propuestas hace muchas décadas por Yrigoyen y Perón, pero de un modo u otro la forma de pensar de los dos sigue incidiendo en la conducta de muchos dirigentes, comentaristas y votantes.
Será por tal razón que tantos temen a las “grietas” que, por cierto, aquí no son más anchas o profundas que en la mayoría de los países democráticos.
Con todo, es posible que la Argentina esté por dejar atrás el período larguísimo en que, para demasiados, la política era un asunto de todo o nada, no de triunfos siempre parciales y acuerdos por lo común provisorios.
A diferencia de la mayoría de sus antecesores, el presidente Mauricio Macri no parece tener interés en convertirse en un caudillo hegemónico, mientras que, como los demás líderes de Cambiemos, se enorgullece de la diversidad interna de la coalición que encabeza y para perplejidad de sus adversarios insiste en que es menos grave cometer errores de lo que sería negarse a reconocerlos, como hacen quienes pretenden encarnar la voluntad popular y a menudo hablan como si se creyeran infalibles.
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