“El Gordo” Osvaldo Soriano instituyó un estilo que caló hondo en su generación y en las siguientes, pese a que la crítica académica local le fue casi siempre esquiva por no ser un "escritor académico" Murió el 29 de enero de 1997, después de luchar contra un cáncer de pulmón. Tenía 54 años.
El reino de la imaginación por Pablo Montanaro (La Mañana del Neuquén)Escritor cuestionado pero al mismo tiempo celebrado, sin formación académica pero que supo retratar la realidad argentina como pocos, fanático del fútbol, curioso de los contrastes del peronismo, con costumbres noctámbulas y un apasionado por el cine y los gatos. Osvaldo Soriano murió el 29 de enero de 1997, a los 54 años, a raíz de una serie de complicaciones luego de una operación en que le extirparon un cáncer de pulmón.
Antes de su muerte, Soriano era el escritor argentino de ficción que más libros vendía en el país (dos años antes había firmado un contrato por 500.000 dólares con el Grupo Editorial Norma). Su obra compuesta de siete novelas y cuatro crónicas periodísticas fueron traducidas a más de veinte idiomas y tres de ellas llevadas al cine.
Nació en Mar del Plata un día de Reyes de 1943, en una modesta casa de madera sobre la calle Alvear. Hasta allí había llegado su padre, José Vicente Soriano, de origen catalán, para participar como empleado de Obras Sanitarias en la instalación de la red cloacal. Trece años después de ese caluroso día, una fría mañana, José despertó a su mujer, Eugenia y a su único hijo, Osvaldo, para anunciarles que se trasladarían a Neuquén. Entusiasmado, les dijo que quería probar suerte en los pozos de petróleo en el sur del país.
Llegaron a Neuquén y un tiempo después alquilaron un chalet en la esquina de Mengelle y Alem, en Cipolletti, ciudad que se presentaba ante los ojos de ese preadolescente como “un verdadero Far West”, con calles de tierra, sin librerías y ni siquiera un lugar donde escuchar música o ver teatro, y con tres únicos entretenimientos: cine, carreras de motos y fútbol. “Queríamos madurar pronto y triunfar en alguna cosa viril y estúpida como las carreras de motos o los partidos de fútbol”, escribió en el cuento “Primeros amores”, incluido en el libro “Cuentos de los años felices”.
Fanático de San Lorenzo de Almagro, Osvaldo soñaba con jugar al fútbol y tener la “9” en la espalda como su ídolo José Sanfilippo.
A su padre jamás le perdonaría haber tenido que dejar a los amigos de la barra de Cipolletti, a su novia de entonces, sus sueños de convertirse en delantero y un pedazo de felicidad que es esa etapa de la adolescencia. Fue cuando la familia volvió a mudarse, esta vez a Tandil. “El viejo era un luchador y nos llevaba de pueblo en pueblo porque creía que, a pesar de alguna caída, había un mañana mejor para la Argentina. Pero ¿por qué no me preguntó si yo quería vivir en todos los sitios adonde lo llevaba su trabajo?”, afirmó ya de grande, sin haber podido cicatrizar aquel dolor.
Fue en Tandil donde después de trabajar en una metalúrgica a los 21 años dio sus primeros pasos como periodista en el diario “El Eco de Tandil”. En esa ciudad dejó de pensar que sería jugador de fútbol y decidió ser escritor. “Las dos actividades tenían algo en común: eran perfectamente inútiles pero muy placenteras”, afirmó. Y se sumergió de manera caótica en la literatura: Dostoievski, William Faulkner, Raymond Chandler, Ernest Hemingway y Ray Bradbury, entre otros.
Su estilo fluido, simple y directo pero tan eficaz lo fue forjando desde el oficio periodístico en las redacciones de las revistas Primera Plana y Panorama y en el diario La Opinión. Cuando llegó “el mal absoluto” –así definió a la dictadura militar encabezada por Jorge Videla en marzo de 1976- se exilió, primero en Bruselas y después en París, en donde junto a Julio Cortázar fundó el periódico “Sin Censura”, en el que se denunciaban los crímenes de los militares.
Con el retorno de la democracia regresó a la Argentina. “Soriano fue protagonista de su tiempo histórico. Ni se refugió en la torre de marfil ni colaboró con dictadores ni tuvo doble mensaje con la ética. Pocos tuvieron su conducta en tierra argentina”, escribió Osvaldo Bayer.
Amante de la novela negra, de Raymond Chandler, Georges Simenon, Graham Greene, devoto de las obras de Roberto Artl, Adolfo Bioy Casares; el fútbol, la actualidad política y la figura de su padre fueron motivos centrales de los relatos que escribió en las contratapas del diario “Página 12” hasta su muerte.
Pasiones.
Soriano construyó ese universo de personajes perdedores sentimentales con la base de sus desarraigos de chico y adolescente. Admitió que acaso cometía “el error de vestir a los perdedores con el ropaje de los sueños”.
En su primera novela, “Triste, solitario y final” (1973), Soriano recrea la historia de Laurel y Hardy, los célebres “Gordo y Flaco”, en la que también aparece Marlowe, un detective en decadencia.
Devoto del cine y los gatos, estaba fascinado por las sombras y las luchas internas del peronismo, que logró reflejar en las novelas “No habrá más penas ni olvido” (1978) –llevada al cine por Héctor Oliveira-, en la que aparecen las partes de ese movimiento peronista ya fracturado y enfrentado sangrientamente; y “Cuarteles de invierno” (1980), un fresco de esa contienda en donde aparece una excelente definición: “Yo nunca hice política, siempre fui peronista”, y donde Soriano no denuncia directamente el horror de la dictadura sino que, con una alegoría entre los personajes, metaforiza la historia argentina centrada en el boxeador que representa al pueblo y pierde la pelea contra un teniente primero del Ejército Argentino.
Para Ricardo Piglia se trata del mejor libro escrito en el exilio sobre la dictadura argentina. “No es un libro de denuncia directa. Es una metáfora concentrada en el enfrentamiento entre ese boxeador que se ve obligado a luchar, en una pelea decisiva, con el hombre que había elegido el Ejército”, describió.
Las desopilantes aventuras de un cónsul argentino en un remoto país africano se pueden disfrutar en “A sus plantas rendido un león” (1986), que el cómico Alberto Olmedo intentó llevar al cine y que refleja esa perfecta conjugación de melancolía y diversión.
Un hombre que vuelve del exilio encuentra en la ruta a otros compatriotas que quieren irse del país en “Una sombra ya pronto serás” (1990), una clásica novela de carretera. Soriano observa la Argentina como un turista sorprendido; recorre caminos, se pierde en los pueblos abandonados y da vueltas en círculo sobre la piel del fracaso.
Humor negro, absurdo y realismo feroz se desenvuelven en “El ojo de la patria” (1992), en que Soriano cuenta la historia del cadáver de un prócer argentino enterrado en París y de quien debe traerlo. Novela policial, de espionaje, donde el detective Carré vive en París entre el mundo de la ley, la Policía y el delito poniendo su vida en riesgo por la “gran patria argentina”.
Encuentros.
Después de este libro, Soriano sintió que era el momento de escribir una novela en la que el padre fuera uno de los protagonistas. “La hora sin sombra” (1995), está protagonizada por un escritor que trata de saldar las deudas pendientes con su padre, con las experiencias del pasado, con la vida y con la muerte.
Sus artículos periodísticos fueron reunidos en “Artistas, locos y criminales” (1983), artículos aparecidos en el diario “La Opinión” entre 1972 y 1974, “Cuentos de los años felices” (1993), relación con su padre, San Lorenzo y los hombres que hicieron la Revolución de Mayo como temas centrales, y “Piratas, fantasmas y dinosaurios” (1996), en donde conjuga el fútbol con personajes de la literatura y simples mortales.
Sobre la figura del escritor, Soriano confesó que “está siempre igual de solo que un corredor de maratón”. Y agregó “De esa soledad debe sacarlo todo: música celeste y ruido de tripas. Y también la peregrina ilusión de que un día, alguien decida abrir su libro para ver si vale la pena robarle horas al sueño con algo tan absurdo y pretencioso como una página llena de palabras”.
Sus fieles lectores siguen abriendo esas páginas llenas de palabras para no sentirse ni tristes ni solitarios, recorren las rutas por las que deambulan sus personajes, siguen reconociendo a los hombres de la historia argentina, siguen admirando esa prosa ágil y atrevida, cotidiana y cercana.
Alguien dijo que leer la obra de Soriano es repasar la gran comedia humana argentina y que cada uno de los personajes de sus novelas y relatos tiene un mundo aparte, una historia a punto de estallar.
Bien nuestro.
Alguna vez, su amigo Osvaldo Bayer definió a Soriano como “Un Cortázar de los arrabales y de la mersada, que también, y cómo, es literatura. De la buena, profunda”, y destacó que cuando lo leía se sentía “en mis ciudades o en mis pampas”.
Además subrayó que el autor de “La hora sin sombra” escribía como hablaba y como era, por eso “era un escritor bien nuestro”.
Para Bayer, Soriano dejó un legado, una nueva escuela “sin alejarse de la calle y el baldío; pero también de la carretera y las pampas, esa melancolía y tristeza repentinas pero con ironía. La ironía de saber que el autor y sus personajes son nada más que juguetes en manos de lo indescubrible”.
Felicidades: el fútbol y la literatura.
Soriano comparaba la sensación de hacer un gol con la de escribir una línea genial. Consideraba que las emociones más fuertes en su vida fueron: un instante en una cancha jugando con amigos y un instante a solas, escribiendo una línea. “Son emociones muy violentas”, afirmaba. “Cuando la pelota supera al arquero y entra en el arco se siente algo muy fuerte. Pero el fútbol y la literatura son cosas opuestas, y le ha hecho muy mal a la cultura que no hayan podido ser acercadas”.
Respecto a esa tendencia que en los últimos años se pudo observar en la relación fútbol-cultura, el autor de “No habrá más penas ni olvidos” reflexionó citando el ejemplo de Jorge Valdano, “que le pasó al revés que a mí. Él estaba en la cancha y soñaba con escribir, su frustración era inversa, y ahora escribe y lo hace bastante bien”.
Soriano por Soriano.
“Soy alguien que tiene que ver con los momentos de interrogantes sociales y eso es, quizá, también lo que me limita a los ojos de los demás. Soy alguien que no sacralizó nunca la literatura como no sacralizó nunca nada. Cuando me di cuenta de que iba a ser escritor pensé que una buena cantidad de novelas para una vida eran cuatro. No sé si llevo una de más… o me equivoqué en el cálculo. Yo soy alguien que nunca va a ganar premios, que no los busca y que cree que no hay que merecerlos. Si tuviera que haber unas líneas sobre mí en algún manual o en alguna guía turística de la Boca serían: ‘Es un tipo que hizo pasar un buen rato a sus lectores y que no se tomaba nada demasiado en serio”. (Fragmento de un texto escrito por Osvaldo Soriano en 1991).
Un cuento "AQUEL PERONISMO DE JUGUETE" de OSVALDO SORIANO.Cuando yo era chico Perón era nuestro Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir al correo para que nos dieran un oso de felpa, una pelota o una muñeca para las chicas. Para mi padre eso era una vergüenza: hacer la cola delante de una ventanilla que decía “Perón cumple, Evita dignifica”, era confesarse pobre y peronista. Y mi padre, que era empleado público y no tenía la tozudez de Bartleby el escribiente, odiaba a Perón y a su régimen como se aborrecen las peras en compota o ciertos pecados tardíos.
Estar en la fila agitaba el corazón: ¿quedaría todavía una pelota de fútbol cuando llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que contentarnos con un camión de lata, acaso con la miniatura del coche de Fangio? Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una caja de los soldaditos de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había otra cosa, o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de tiento, que tenían cualquier forma menos redonda.
En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas perdidas y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad que entonces tenían para mí las personas grandes.
Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas emboscados en el Amazonas pero mi lancha peronista era como esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar.
El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años.
Mi padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y ventanas para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el trabajó. Sospecho que mi padre, como casi todos los funcionarios, se había rebajado a aceptar un carné del Partido para hacer carrera en Obras Sanitarias. Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la Patagonia, donde exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de agua corriente.
Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel “sobrestante” que era mi padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del General, la perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso.
Después del almuerzo pelaba una manzana, mientras oía las protestas de mi madre porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: “¡No me voy a morir sin verlo caer!”. Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre de 1955, pero Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que se murió en 1974, con el general de nuevo en el gobierno.
En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: “Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo”. Y firmaba Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.
El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo sentíamos poderoso y amigo. “En la Argentina de Evita y de Perón los únicos privilegiados son los niños”, decían los carteles que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso era puro populismo demagógico?
Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios llamaban “tirano prófugo” al General. En los barrios pobres las viejas levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso.
Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en caravana hasta la plaza y muchos gritaban “Viva Perón, carajo”. Entonces cargaron los cosacos y recibí mi prime¬ra paliza política. Yo ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora.
No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el patio de mi casa.
Osvaldo Soriano por Rep.
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