El año anterior, se había erigido una construcción que le daría personalidad propia, no solo a la avenida, sino también a toda la Ciudad: El Obelisco.
En diciembre de 1880 se había declarado a la Ciudad de Buenos Aires, capital de la República Argentina. Y un acontecimiento, que en alguna medida sirvió para otorgar esta Ciudad, una definida personalidad, fue la inauguración del Obelisco.
Son los momentos en que todos comprendemos que "no es el tiempo el que pasa, somos nosotros los que pasamos por el tiempo".
Y en lo que hoy es la Plaza de la República, se abría un amplio claro en lo que había sido una densa concentración de casas bajas, de viejos teatros, de famosos cafés. De cafés donde se practicaba la bohemia, esa bohemia que nació aún antes de comenzar el siglo XX.
El primer magistrado, presidió la ceremonia. La Banda Municipal ejecutó el Himno Nacional.
Miles de voces -incluídas las de los chicos de las escuelas- formaban un coro fervoroso. Y las voces de esos chicos tenían una significativa resonancia. Parecían anunciar y saludar a la vez a la gran urbe del futuro.
A las 15.30 en punto se cortaron simbólicamente las cintas y se declararon inaugurados simultáneamente el nuevo tramo del ensanche de la Calle Corrientes y el gran Obelisco.
Pero por encima de este aspecto humorístico -que es lo anecdótico- había algo más profundo. Estaba naciendo para la ciudad de Buenos Aires una nueva etapa, portentosa e infinita. Y dentro de ella ese Obelisco, que con las líneas clásicas con que había sido erigido, sería con el devenir del tiempo, el documento más auténtico de una ciudad con personalidad, grande, fuerte y pujante.
Y -curiosamente- ese día 23 de Mayo de 1936, también se celebraba el cuarto centenario de la Primera Fundación de Buenos Aires, que ratificaba, que aquel lejano día de 1536, con la fundación del Puerto de Santa María del Buen Ayre, comenzaba en las orillas del Plata, un hito civilizador.
Y desde entonces, Buenos Aires con su grandeza, tiende sus brazos a todos los pueblos del mundo. Y lo hace con sentimientos nobles, generosos y fraternales.
Terminada la ceremonia, se apagaron las voces.
El río de seres humanos se alejó despaciosamente como una ola gigantesca que se fue diluyendo hacia los cien barrios porteños. Sus habitantes comprendieron que desde ese día la Gran Aldea, comenzaría su definitivo destino de Gran Ciudad. Muchos quedaron pensando, sin duda, que ya no se apagaría el incesante progreso que fue haciendo de Buenos Aires una de las ciudades más importantes del mundo y verdadero orgullo de todos los argentinos. Porque..."hay llamas que encendidas, no podrán apagarse".
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