A 34 años de la presentación de Oktubre, el día que nació el pogo más grande del mundo.
El 18 de octubre de 1986 "Ji ji ji" sonó en vivo por primera vez ya siendo parte de un álbum épico. Fue en Paladium, ante 1200 ricoteros. Nacía un mito.
En 1985, el grupo había sacado a la venta “Gulp!”, un disco de rock sencillo, casi inocente desde lo musical y con algunos temas que el paso del tiempo convirtió en clásicos, aunque el verdadero quiebre llegó un año después con "Oktubre". Un álbum contundente, expresivo, hipnótico, denso y políticamente incorrecto, por su nombre y por su arte (de tapa e interior, hecho por Rocambole) que refiere a una manifestación trabajadora con banderas rojas y a manos venosas que rompen cadenas. Ya casi nadie hablaba de la Revolución Rusa en aquellos años sino de la Perestroika que había promovido Mijail Gorbachov, quien timoneó la caída del bloque socialista soviético ocurrida un lustro después.
Además, el final justamente de "Ji ji ji" dejaba escuchar repetidamente la palabra “Chernobyl”, entre una alarma y sirenas que sonaban de fondo, dando un impacto tan grande como las imágenes y comentarios que llegaban desde la Unión Soviética y referían al desastre nuclear que destrozó para siempre a esa ciudad y sus alrededores, y a sus habitantes al norte de Ucrania, en abril de ese mismo año. La dupla compositora, Solari-Beilinson, jugaban sobre la mesa cartas que reivindicaban una parte de la historia y las mezclaban con la actualidad. Y aunque la breve letra de “Fuegos de octubre”, la canción que apuntala el nombre del álbum, se deshace de las banderas, no así de sus luchas: “Sin un estandarte, te prefiero igual”.
Los Redondos ya eran un grupo de culto, orgullosos de su estilo “under”, esquivo de la prensa, de las discográficas, de los productores… De cualquier situación externa que pudiese significarles dependencia. Seguidos mayoritariamente por gente “grande”, entiéndase por esto a poco público adolescente, la tracción de esos primeros dos discos comenzó a pegar de lleno en el entusiasmo juvenil, que ya crecía en democracia y marcaba una diferencia importante con el público original de la banda, desarrollado en los años de plomo.
Aquellas banderas de la tapa de Oktubre habían llegado para quedarse en la pintura ricotera, porque la gente las hizo suyas y, al mismo tiempo, se hizo masa. La masa incondicional que sigue a su líder hacia donde él indique, porque lo que diga estará bien. En eso está la explicación a las llamadas “misas” del Indio, superpobladas y desbordadas de fanáticos, que juntarán monedas, se apiñarán en un micro, se trasladarán decenas o centenas de kilómetros de ser necesario, pero la religión ricotera invita al acto presencial. Sería realmente inimaginable, en tiempos de pandemia como los actuales, pensar en un show por streaming.
En el documental “Tsunami: un océano de gente”, sobre el show que el Indio Solari dio con su banda en Tandil, en 2017, el cantante asegura que ahora ya no podría tocar en un lugar chico porque “el sold out (entradas agotadas) para mi público no existe: va igual y corta la avenida, se arma quilombo”. Cuando en esa entrevista con Mario Pergolini el Indio refiere a lugares chicos, está hablando del club Obras Sanitarias y la “avenida” es Del Libertador, en Núñez, Capital Federal. Y lo compara con el Hipódromo de Tandil, donde fueron más de 150 mil personas.
Sin embargo, en aquella noche del 18 de octubre de 1986 en Paladium, y con una segunda presentación confirmada para la semana siguiente, hubo 1200 personas y mucha gente que se quedó afuera, queriendo entrar, empujando en la calle Reconquista al 900, donde hoy, lejos de aquel boliche que recibía a los feligreses ricoteros con habitualidad, funciona un hotel cinco estrellas, propiedad de una cadena internacional. Toda una paradoja con aquella oda a la austeridad soviética de Oktubre.
En los años 80, la otra banda que le pateaba los talones al rock tal como era conocido hasta entonces, digamos desde Los Gatos a esa parte, era Sumo y especialmente su líder, Luca Prodan, cuya principal irreverencia era cantar en inglés en la tierra que había castellanizado al rock. La calva no era el único punto que identificaba al Indio con Luca, sino también algunas maneras de entender la confección de la fama y el vínculo con los medios. Sin embargo, había diferencias estéticas enormes y tenían que ver con el semblante de cada uno: mientras Luca podía salir a escena con un jogging tan roto como el tipo que está sobre la mesa de un bar esperando la enésima medida de ginebra, el Indio lucía bien vestido y, en aquellos tiempos, hasta con un bigote prolijamente recortado: era el catedrático progre que se prestaba a compartir una cerveza con sus alumnos mientras debatían filosofía en el bar de la universidad.
Entre aquel octubre de 1986 y el de 1987, Los Redondos sacaron otro disco épico, “Un baión para el ojo idiota”, con un perfil mucho más rockero que terminó de cautivar a los adolescentes generando, incluso, cierta mirada desconfiada de los veteranos seguidores que veían cómo su vieja juventud se sacudía ante un nuevo pueblo púber. Sin embargo, el empujón definitivo a la masividad se lo terminó dando una desgracia provocada por la orfandad en la que quedó parte de ese target que todavía se dejaba seducir por la informalidad de lo underground, cuando el 22 de diciembre de 1987 se conoció que Luca Prodan había muerto. Sin él, Sumo quedaba dividido y disuelto, y Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota pasaba a ser el único representante de aquel género.
Mientras, su música empezó a multiplicarse desde las ferias, donde se vendían “casetes” con sus shows en vivo cargados de temas que aún no estaban editados: “El regreso de Mao”, “Un tal Brigitte Bardot”, “Rock and roll del País”, entre otros, que provocaban una particular atracción porque fomentaban el deseo de ir a verlos en vivo. La piratería, en cierto modo, terminó siendo aliada de la banda en una involuntaria estrategia de marketing que dio muy buenos resultados. Y aunque el audio no fuese limpio, lo que se escuchaba era potente y generaba adrenalina. El pogo más grande del mundo se estaba gestando y se consolidó a partir de ese punteo de guitarra limpia, sin distorsión, que sonaba en el "Ji ji ji" de estudio, una versión fría comparada con la polenta que el saxo de Sergio Dawi ofreció en vivo en los años siguientes en ese mismo fraseo musical.
Pero Los Redondos eran austeros, lo eran sus puestas en escena, y lo era su música más que su lírica, compleja y con mensajes cifrados. “No los entiendo”, dijo alguna vez, casi acongojada, Mercedes Sosa, cuando le preguntaron si les gustaban Los Redonditos de Ricota y si alguna vez cantaría un tema de ellos. Una canción tiene ritmo, armonía y melodía, y entre medio, poesía. La fórmula del Indio y Skay funcionó de tal modo que, como la parábola del huevo y la gallina, ningún fan podría asegurar qué lo atrajo primero de la banda, si la música o la letra.
Aunque podría arriesgarse que fue la personalidad del grupo su principal atracción. Ese "Oktubre" que ya tiene una vida adulta de 34 años es un símbolo en muchos sentidos. Si alguna vez los artistas tienden a copiarse a sí mismos, ese álbum no tuvo autoplagio. Y aunque inviertan su tiempo en ponerle un orden a las canciones, "Oktubre" se puede escuchar en random sin ninguna necesidad de saltar temas. Salvo el del “pogo más grande del mundo”, en ese se salta, se respira, se siente y se vibra como ricotero. “Cuando un tipo como yo –reflexiona al cabo el Indio- acepta que obligadamente debe terminar el show con eso, es porque te pasó por encima”.
Publicado en el Diario "La Mañana de Neuquén, domingo 18 de octubre del 2020.
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