El P. Carlos Mugica fue asesinado hace medio siglo, el 11 de mayo de 1974.
Por MARIO CAPONNETTO y MIGUEL DE LORENZO.
Este mes de mayo, el 11 para ser más precisos, se han cumplido cincuenta años del asesinato del Padre Carlos Mugica, el reconocido “cura villero” o “cura de los pobres” como suelen denominarlo sus panegiristas. El aniversario ha dado ocasión a una desmesurada exaltación de su figura: grandes homenajes eclesiásticos, derroche de elogios y ditirambos y hasta la instalación de una llamada “carpa misionera” frente a la Catedral Metropolitana de Buenos Aires con la obvia autorización del Arzobispo García Cuerva y la activa participación del Vicario General Monseñor Carrara.
La Jerarquía Católica que, salvo pocas y honrosas excepciones, viene promoviendo desde hace tiempo una suerte de “relato setentista” eclesiástico (véase al respecto la obra en tres tomos La verdad los hará libres, una historia burdamente sesgada de los años setenta llevada a cabo directamente por encargo de la Conferencia Episcopal Argentina) no parece dispuesta a reconciliarse con la verdad histórica ni a admitir las antiguas complicidades de algunos de sus miembros con el terrorismo subversivo. Por el contrario, no oculta su empeño en mantener una impostura a tono con la “historia oficial” impuesta a palos desde hace cuarenta años. Contra esta falsificación, alertaba George Bernanós: “Existe una conspiración contra el mal, no para destruirlo, sino para disimularlo”.
Esto explica la exaltación de Mugica. Efectivamente, Mugica es una figura emblemática de ese “setentismo” ominoso y sangriento, metamorfoseado en epopeya, convertido en una imaginaria “lucha de liberación” en pro de los pobres. Porque digamos de una vez por todas la verdad: en esa historia real de los setenta, no la ficticia, una nada despreciable cantidad de católicos (obispos, sacerdotes, religiosas y laicos) fueron activos protagonistas y, por ende, responsables, de ese gran baño de sangre que nos sumió en el dolor y la muerte. Mugica fue, en este sentido, uno de los personajes más reconocidos (aunque no se le pueden atribuir las máximas responsabilidades); por eso hoy se ha convertido en la bandera enarbolada por vastos sectores católicos y la misma Jerarquía de la Iglesia en la Argentina, en ese intento de “disimular el mal” del que no alertaba Bernanós.
Hemos oído hablar en estos días de Mugica como el mártir de los pobres; la palabra mártir es muy especial y adquiere un sentido muy hondo y sugestivo. Supone que alguien ha sido despojado de su vida por odio a la fe. Pero la realidad es muy otra y lo decimos sin la menor animosidad contra la figura del Padre Mugica: por el contrario, la vida y la muerte de este sacerdote nos mueven más bien a una profunda tristeza: Mugica es la parábola viviente de una tragedia que sacudió a la par a la Iglesia y a la Patria. Por eso, su muerte nada tuvo de la gloria del martirio cristiano: fue solo el horrible episodio de una sórdida lucha interna de facciones y epílogo, a la vez, de un camino lleno de errores y desaciertos, de idas y de retornos.
RELATO INSOSTENIBLE.
Pero si a esta altura de los hechos en Argentina, el relato “laico” de los años setenta ha sido ampliamente rebatido y sólo subsiste en los que de él viven (o en los obcecados pese a toda evidencia), no pasa lo mismo con el relato eclesiástico. Si bien mucho se ha escrito acerca del fenómeno, ya mencionado, del gravísimo compromiso de amplios sectores católicos con el marxismo revolucionario de los años setenta, todavía no se ha hecho una evaluación profunda de su significado; y nos referimos, fundamentalmente, de su significado a la luz de la Fe. Porque lo que ocurrió entonces en la Iglesia fue, por sobre todas las cosas, algo que afectó de manera esencial la Fe. Esta tarea está pendiente y lo seguirá estando mientras la Jerarquía Católica persista inexplicablemente en ignorar el problema o, lo que es peor, en exaltar sus consecuencias presentándolas como frutos evangélicos.
Pero la verdad insistimos, es bien distinta. Mugica fue uno de los tantos frutos de muerte de la herejía progresista, modernista y tercermundista que desgarró, y aún desgarra, a la Iglesia. En aquella época de imaginarias primaveras conciliares, se deslizaron por las venas de la Iglesia toda suerte de errores y de extravíos. La Teología de la Liberación, típico producto “teológico” europeo trasladado a nuestra América por los misioneros del nuevo credo, dio el clima ideológico en el que pulularon las más extrañas aventuras eclesiásticas, entre ellas, el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo del que Carlos Mugica fue mentor y líder entre nosotros.
Aquel movimiento implicaba, en esencia, una grave adulteración del Evangelio de Cristo, de la naturaleza y de la misión del sacerdocio católico al tiempo que consumaba una radical ruptura con el Magisterio de la Iglesia. Para aquellos clérigos tercermundistas (y cuantos con ellos avanzaron por el mismo camino) la misión del sacerdote católico dejó de estar enraizada en el misterio salvador de Jesucristo para fundarse en una praxis social liberadora. La pastoral no tenía ya como objetivo que los hombres vivieran la vida de la gracia y de la unión plena con Dios sino llevar a los pobres a la toma de conciencia de clase explotada y a poner en marcha, desde sí mismos y para sí mismos, el proceso revolucionario que los liberaría de las estructuras capitalistas y burguesas concebidas como estructuras de pecado. Este proceso revolucionario hacía del socialismo marxista -entonces considerado ineluctable- su herramienta principal: el socialismo vino a ser así la encarnación del Evangelio, su expresión histórica y, por ende, el compromiso ineludible de una Iglesia que debía para ello, necesariamente, romper con todo cuanto había dicho, predicado y enseñado. El Concilio Vaticano II, recientemente concluido, era apreciado como la voz de orden de ese cambio y los sacerdotes, y católicos en general, que así pensaban se sintieron la vanguardia profética de esa Iglesia nueva, para un mundo nuevo y por un hombre nuevo.
Hubo más. Puesto que la praxis revolucionaria era, ahora, inseparable de la pastoral, antes bien, se identificaba con ella, se planteaba el problema del método de dicha praxis. ¿Era la lucha armada, asumida por aquel entonces en Argentina e Hispanoamérica por el castrocomunismo y sus variantes, un camino lícito para los cristianos? No todos respondieron afirmativamente a esta pregunta, pero un número nada despreciable de sacerdotes dio inequívocamente su absoluta conformidad. De este modo, no sólo algunos sacerdotes tomaron las armas sino, lo que fue más grave, arrastraron a centenares de jóvenes católicos a la aventura de la guerrilla. En ella, no pocos, mataron y murieron; pero no por Cristo y su Evangelio sino por la falsa utopía revolucionaria bajo la inspiración de Marx, de Castro y de Ernesto Guevara. Esta es la verdad, la que los hombres de nuestra generación hemos visto y vivido de modo directo. No hay otra.
ALGUNOS TESTIMONIOS.
¿Qué papel jugó exactamente Carlos Mugica en todo esto que acabamos de reseñar? Una lectura objetiva de sus actos y de sus textos nos permite advertir que, gracias a Dios, nunca perdió totalmente de vista el sentido sobrenatural del sacerdocio. También hay que destacar, en honor a la verdad completa, que hacia el final de su vida asumió su cuota de responsabilidad por la ola de violencia desatada en Argentina, así como su total ruptura con Montoneros a los que había animado y acompañado en sus momentos iniciales. También nos consta, por dichos de testigos directos, que esa conciencia de culpabilidad lo torturaba y angustiaba, sobre todo en los meses inmediatamente previos a su muerte.
Sabía, y lo decía con verdad, que la misión del sacerdote es llevar al hombre al pleno desarrollo de lo que hay en él de divino. Pero enseguida caía en un funesto error que lo hacía retroceder. “Para Cristo -escribía en Peronismo y Cristianismo- cada hombre es imagen y semejanza de Dios, por lo tanto, ofender a un hombre es ofender a Dios. Y el rol del que es ministro de Cristo es asumir la defensa del hombre, y sobre todo del pobre, del oprimido. Hay gente que dice: Ah, ustedes los sacerdotes, tanto hablar ahora de los pobres, ¿por qué no se ocupan de los ricos? Creo que sí, el sacerdote tiene el deber de ocuparse de los ricos. Su misión frente a los ricos es interpelarlos. Lo que pasa es que los ricos no quieren que uno se ocupe de ellos. Porque mi misión como sacerdote es denunciarlos. Yo tendría un problema de conciencia si no le hiciera ver al rico que, si no cambia de vida, debe poner sus bienes al servicio de la comunidad” (Peronismo y Cristianismo, Buenos Aires, 1973. Fuente: http://www.elortiba.org/pdf/Carlos_Mugica-PeronismoyCristianismo.pdf).
Claro está que esta oposición dialéctica entre ricos y pobres de pecunia es radicalmente falaz pues presupone que el pobre es inmaculadamente bueno y el rico perdidamente malo: el corazón del hombre es mucho más profundo y el drama del pecado mucho más abisal que estas superficialidades sociológicas. Vale recordar a Sciacca: “El progreso modifica la superficie, pero los estúpidos se contentan con eso porque niegan la grandeza y la profundidad que no saben ver”.
Más adelante, en el mismo libro, su opción por el socialismo quedaba netamente expresada: “Por eso, como movimiento, los Sacerdotes del Tercer Mundo propugnamos el socialismo en la Argentina como único sistema en el cual se pueden dar relaciones de fraternidad entre los hombres. Que cesen las relaciones de dominación para que haya relaciones de fraternidad. Un socialismo que responda a nuestras auténticas tradiciones argentinas, que sea cristiano, un socialismo con rostro humano, que respete la libertad del hombre” (ibídem).
Su confusión, empero, llegaba a la cima cuando, sin más, asimilaba el Evangelio a las ideologías materialistas y ateas del marxismo: “Yo me opongo violentamente a todos los que pretenden reducir a Cristo al papel de un guerrillero, de un reformador social. Jesucristo es mucho más ambicioso. No pretende crear una sociedad nueva, pretende crear un hombre nuevo y la categoría de hombre nuevo que asume el Che, sobre todo en su trabajo El Socialismo y el Hombre, es una categoría netamente cristiana que San Pablo usa mucho” (ibídem). Y volvemos a Sciacca: “Creer que el mal puede ser vencido únicamente por obra del hombre; creer en la felicidad en la tierra, en sustitución de una vida vivida a la luz de la verdad es, por cierto, la última victoria del mal, la más peligrosa tentación de Satanás”.
Su ubicación frente a la lucha armada fue ambigua: “Ahora lo que sucede es esto: en concreto encontramos en América Latina -incluso en nuestro país- una situación de violencia institucionalizada. Es la violencia del hambre. Como dice Helder Cámara «El General hambre mata cada día más hombres que cualquier guerra». Es decir que existe la violencia del sistema, el desorden establecido. Frente a este desorden establecido yo, cristiano, tomo conciencia de que algo hay que hacer y me encuentro entre dos alternativas igualmente válidas: la de la no violencia en la línea de Luther King o la de la violencia en la línea del Che Guevara; hablando en cristiano la violencia en la línea de Camilo Torres. Y pienso que las dos opciones son legítimas” (“Entrevista al Padre Mugica”. Fuente: Revista 7 Días, junio de 1972).
Es evidente, pues, que Carlos Mugica sucumbió a todos los errores de una herejía de cuño modernista y progresista que, en el fondo, no fue ni es otra cosa que una grave adulteración del Evangelio y de la Fe. ¿Cómo es posible poner en la misma línea del hombre nuevo paulino, el hombre cristiano redimido por Cristo, la utopía marxista, signada ab instrinseco por el ateísmo más radical? ¿Qué falló aquí? Pues no otra cosa que la entera teología. Sus errores respecto del orden político social, su concreta opción por el socialismo, constituyeron antes que una equivocada opción política una contradicción expresa de la Fe de los Apóstoles y del Magisterio auténtico de la Iglesia.
Sí, es cierto: el Vaticano II no condenó al comunismo; pero tampoco levantó las condenas que pesaban sobre él. Pese a todo, cuando Mugica optaba por el socialismo, seguía vigente, por ejemplo, el Decreto de la Suprema Congregación del Santo Oficio, del 1 de junio de 1949, confirmado después por el Dubium del 4 de abril de 1959 que prohibía expresamente a todos los católicos la colaboración en cualquier terreno con el comunismo y consideraba a quienes violaban esta prohibición “apóstatas de la fe” incursos en “excomunión reservada de modo especial a la Sede Apostólica”. También regía plenamente la condena sin matices del Papa Pío XI en Divini Redemptoris, documento donde no sólo, ni principalmente, se declara al comunismo “intrínsecamente malo” (su afirmación más difundida) sino en el que se pone de manifiesto su carácter radical de falsa promesa redentora opuesta a la verdadera Promesa de Cristo, es decir, la promesa del hombre que se endiosa levantada en guerra inconciliable contra la Promesa de Dios hecho hombre. ¿Dónde está la proclamada fidelidad de Mugica al Magisterio de la Iglesia?
ADVERTENCIA DESOIDA.
Pero hubo algo más inmediato y próximo. La creciente actividad del llamado Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo provocó una intervención directa del Episcopado Argentino de aquella época. En su Declaración del 12 de agosto de 1970, afirmaban los Obispos: “«Adherir a un proceso revolucionario … haciendo opción por un socialismo latinoamericano que implique necesariamente la socialización de los medios de producción del poder económico y político y de la cultura» (Declaración del Tercer Encuentro del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Santa Fe, 2 de mayo de 1970), no corresponde ni es lícito a ningún grupo de sacerdotes ni por su carácter sacerdotal, ni por la doctrina social de la Iglesia a la cual se opone, ni por el carácter de revolución social que implica la aceptación de la violencia como medio para lograr cuanto antes la liberación de los oprimidos”.
Unos párrafos más arriba, los Obispos exhortaban: “Lo que buscamos y queremos ahora es la reflexión seria y obligada de conocer bien y respetar la verdad de la Iglesia, en puntos básicos claramente enseñada por ella, para rectificar rumbos, deponer actitudes y, si es necesario, para hacer penitencia, que significa cambiar de mentalidad, a fin de pensar como piensa la Iglesia, con ella y en ella, cooperando así a su obra de salvación”.
Los tercermundistas respondieron a este llamado episcopal con un extenso Documento en el que consideraban el texto de los obispos “insuficiente, intemporal y parcial”, lo ponían en contradicción con otros textos (la famosa Declaración de Medellín, especialmente), por lo que se veían obligados no sólo a “integrar” sino a tomar “opciones pastorales” (en detrimento de la obediencia, desde luego, a sus obispos ordinarios), para terminar con unas abstrusas elucubraciones pseudo eclesiológicas a la luz de un difuso “espíritu del Concilio” (cf. Reflexiones en torno a la declaración de la Comisión Permanente del Episcopado del 12 de Agosto de 1970, Córdoba, 3 y 4 de octubre de 1970).
No tenemos noticias de que, tras la advertencia de los Obispos, el Padre Mugica (más allá de su ya mencionada ruptura con Montoneros) haya abandonado sus posiciones tercermundistas. Por el contrario, resulta claro que las mantuvo. Otra vez la pregunta: ¿dónde está la fidelidad al Magisterio legítimo de la Iglesia?
COLOFON.
No escribimos con la intención de acusar a nadie. No nos mueve siquiera el deseo, legítimo por lo demás, de reivindicar personas y hechos que, en esa misma época, marcaron una genuina reacción católica contra el desvarío progresista; hechos y personas injustamente olvidados. De eso habrá tiempo cuando lo disponga Dios. Tampoco nos mueven “memorias históricas” ni el anhelo de una justicia demasiado humana, apenas un miserable remedo de la Justicia de Dios a la que nos encomendamos. No. Sólo nos mueve la Fe. Esa Fe peligra si hoy a las nuevas generaciones de católicos (y pensamos sobre todo en los sacerdotes) se les propone un relato eclesial sesgado y se le presentan como modelos de vida personajes que, cuanto menos, obligan a un respetuoso silencio.
Insistimos: lo más grave de Mugica no fueron ni sus opciones políticas, ni sus compromisos temporales, ni su identificación con este o aquel sector político, ni siquiera su ambigua posición frente a la lucha armada, a la que finalmente se opuso sin ambages tras la llegada de Perón al gobierno en 1973, oposición que tal vez fue la causa de su muerte.
Lo grave, lo decisivamente grave, es que contribuyó como pocos, en una Iglesia convulsa y confundida, a adulterar la Fe que recibió en su bautismo y que se comprometió a predicar el día de su ordenación. Puso al servicio de esta Fe adulterada los indiscutibles talentos que poseía, los rasgos de una personalidad fascinante que arrastraba y cautivaba auditorios y una pasión desbordante que, finalmente, lo llevó a morir. No cuestionamos su santidad personal. ¿Con qué derecho lo haríamos? Cuestionamos el significado y también la resignificación de su figura en el fondo trágica porque es, reiteramos, la parábola de una gran tragedia que los hombres de nuestra generación hemos vivido y que sigue gravando nuestras vidas.
Tal vez, después de todo, Mugica, sacerdos in aeternum, fue más víctima que victimario: la víctima de un tiempo confuso y oscuro que hoy, abrumados por la ideología del odio, algunos se empeñan en seguir llamando primavera.
Elevamos a Dios, con toda el alma, nuestra súplica por el Padre Mugica.
Publicado en LA PRENSA.
https://www.laprensa.com.ar/Mugica-historia-de-una-impostura-545016.note.aspx
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