EL TIGRE NOCHERO (cuento).
"Tu hermano se está poniendo mal, Anacleto" -decía en voz alta y angustiada, una joven de bellas facciones y larga cabellera negra y haciendo una pausa, mientras miraba al enfermo, agregó en tono de orden y no de pedido: "Creo que debrías ir hasta el pueblo y traerlo al doutor médico, para que lo vea y lo componga.
El referido Anacleto, un gaucho vigoroso y cetrino, de bota fuerte, amplia bombacha con panal de abeja y en mangas de camisa, dudaba de realizar ese viaje, ante la requisitoria de su hermana mayor, por cuanto la noche estaba oscura como boca de lobo y faltaba aún un cuarto de hora para las doce.
Por fin, disipó sus dudas, diciendo:
-Ta' bien, Ulogia, veré como está Chiviquín y según eso, iré al pueblo pa' trair al doutor.
Pasó a la pieza donde estaba su hermano y le arrimó el bombillo de querosén a la cara, para contemplarlo. El pobre Chiviquín estaba con mucha fiebre y en el letargo de la alta temperatura. Se apoyó un rato en el respaldo de la cama de madera, mientras Eulogia lo miraba en silencio, como apurando su salida.
-Voy a dir -comentó Anacleto, y dejando la pequeña lámpara sobre una mesa, buscó su corralera, se la puso, alzó el grueso poncho serrano, colocándoselo por la abertura, ya manchada por el uso, se ató el pañuelo por encima y levantando su sombrero de una silla, se lo requintó a la derecha, pasándose el barbijo por la garganta.
Abrió la puerta del rancho y se quedó unos instantes, acostumbrando sus ojos a la tremenda oscuridad de esa noche nublada. -Hasta luego, Ulogia -alcanzó a decir mientras salía, resonando los tacos de sus botas altas en el desparejo piso de ladrillos de la galería.
Levantó en su brazo derecho las pilchas de su apero y en la mano izquierda cargó las cabezadas y el rebenque, enderezando para el corral de palo a pique que, a pocos metros de la casa, levantaba su empinada oscuridad de madera.
Pasó sobre las trancas para no tomarse el trabajo de sacarlas y volverlas a poner en los ojos del tranquero y buscó a tientas la presencia del caballo nochero que por antigua y necesaria costumbre, todos los pobladores del campo dejaban a mano en el corral.
Animal porfiado, tres o cuatro veces tuvo que chistarlo y buscarlo en la noche, como si fuera redomón o estuviera inquieto. Por fin, vio su bulto detenido y estiró la mano izquierda buscando la cabeza del caballo para enfrenarlo. Lo notó muy receloso y al correrle la cabezada por la frente, se la imaginó demasiado ancha y como si hubiese amujado las orejas.
Apurado como estaba, no reparó en esos detalles y le acomodó el apero, lo cinchó como para enlazar un toro y en la oscuridad, le tanteó el tuzo para tomarse y montar, pero no lo halló.
-Que bárbaro el Chiviquín -pensó para sus adentros-. Lo habrá tuzado com manojo y todo -y esbozó una larga sonrisa, al tiempo que lo montaba de un salto, porque Anacleto Ramírez era jinete y se le sentó en el lomo, liviano como un pajarito.
Buscó la puerta de trancas para salir pero el pingo no le dio tiempo para voltear los varillones de tala, porque de un elástico bote la traspuso por encima.
Anacleto se asombró, porque uno solo de sus caballos era capaz de saltar por encima de las trancas y casualmente ese pingo, nunca quedaba de nochero. No pensó más en el asunto y galopó en la oscuridad de la noche rumbo a la casa del doutor médico que distaba cuatro leguas de la suya.
El pingo galopaba muy raro, casi a los saltos y sin hacer ruido. Mientras andaba lo notó extraño, pues al arrimarle de vez en cuando un rebencazo por las paletas, más por costumbre que por necesidad, su ensillado se estiraba como un elástico y en la oscuridad de la noche, venía un fulgor amarillo en sus ojos y percibía como un gruñido sordo de desaprobación o advertencia que a sus caballos, jamás les había escuchado.
Pero Anacleto siguió sin preocuparse, le dio lonja y a las tres de la mañana ya estaba llamando a la puerta del doctor que no se hizo de rogar, porque era un hombre muy gaucho y pronto salió del cerco, montado en su caballo de realizar visitas.
Cuando se juntó al caballo de Anacleto, dio algunas espantadas, tanto que el propio doctor tuvo que aquietarlo y quedar rezagado algunos metros por detrás, para que no se pusiera nervioso.
-Como si hubiera visto al diablo -comentaba el médico, mientras galopaba siguiéndolo a Anacleto, y el paisano, doblando la cabeza para escucharlo, opinaba que era la oscuridad que lo ponía receloso.
Todavía estaba muy oscuro cuando llegaron a la casa de los Ramírez y mientras el médico entraba a la misma, para revisar a su paciente, Anacleto ató el caballo del médico a un palenque y llevó de tiro a su caballo hasta la puerta del corral. Allí le volteó el apero y al pasarle la mano por el lomo sudado, le llamó la atención el ancho y la suavidad del mismo.
"Este pícaro está engordando demasiado y por algún portillo se ha de ganar a las alfalfas", se dijo para sus adentros mientras le sacaba la cabezada y se extrañó por las orejas que le parecieron demasiado cortas y redondeadas.
Cuando le fue a golpear el anca para que entrara al corral, ya no estaba a su lado, pero advirtió el brillo amarillento de sus ojos y por primera vez, se sintió poseído de un miedo profundo.
¿En qué había hecho su viaje? ¿Era ése su caballo nochero o tal vez el mismo diablo lo había llevado en sus lomos? Dios mío, dijo Anacleto en voz alta y se santiguó, al tiempo que retrocedía como aterrorizado. Para colmo, tropezó de espaldas con el caballo del doctor y ahí pensó que era mandinga que lo agarraba de atrás.
Entró a la casa lleno de pánico, pero ante la claridad de las lámparas y la presencia del médico y de sus hermanos, se tranquilizó. Pero un sudor frío le corría por su frente y se sentó, mientras se pasaba una mano sobre sus ojos, como queriendo quitarse el brillo de aquella mirada y el susto que se llevó en el patio.
El doutor médico le explicaba a la Eulogia que Chiviquín estaba con anginas, por eso tenía tanta fiebre, y le dejaba pastillas y un tópico para que en pocos días se restableciera.
Ante la oferta de mate o desayuno para componerse del frío que había tomado en el viaje, el doctor aceptó unos amargos antes de irse. Anacleto estaba tan confundido que sólo tomó dos o tres mates con el doctor y no se animó a contar sus ocurrencias, porque se le hubieran reído en su cara.
Una vez que el médico hubo partido, de vuelta al pueblo, se recostó en su cama y se quedó dormido. Lo despertaron los gritos de su hermana Eulogia que lo zamarreaba presa de gran agitación.
-Un tigre, un tigre en el corral -le decía a los gritos al entumecido muchacho.
Anacleto se levantó y fue en busca de la escopeta de un caño que guardaba al lado del ropero.
Salió confundido y asustado. Un tigre dentro del corral, Dios Santo, cómo era posible. Los pensamientos lo turbaban. Su hermana, parada en la tranquera, señalaba hacia el fondo del corral, diciéndole:
-Allí, allí está -e indicaba nerviosa en el otro extremo.
Anacleto se arrimó a la tranquera y sus ojos no podían creerlo. Ahí nomás, a poca distancia suya, lustroso, reluciente y gordo, un hermoso uturunco overo lo miraba fijamente y con sorna, castigándose los flancos con su larga cola.
Estaba tan sorprendido y admirado que, pese a tener la escopeta entre sus manos, no atinaba a dispararla. La Eulogia, en cambio, muy asustada, le quitó el arma y levantando su caño, sin apoyar la culata, disparó de arrebato contra el hermoso uturunco.
Las municiones se perdieron en el vacío y el tigre, sin inmutarse por la descarga, en un elástico salto, pasó por encima de la empalizada, formada por gruesos postes de algarrobo.
Anacleto no creía lo que acababa de ver y no era precisamente la agilidad del felino, saltando el palo a pique o por el disparo de su hermana, sino que sus ojos quedaron fijos en la marca delatora y evidente del sudor que las bajeras de su apero habían dejado impresas, en el lomo ancho y overo del enorme tigre americano.
Los voces de su hermana lo sacaron de su ensimismamiento.
No te quedés ahí como un sonso -le decía le Eulogia-, ti has portao como si hubieras visto al mesmo diablo y agradecé que dentro del corral no había ningún caballo, porque sino el tigre, vaya zafarrancho que hubiera hecho.
Anacleto recibió silencioso la antigua escopeta de un solo caño que le entregaba su hermana y caminó hacia la casa sin contestarle nada. Quién le iba a creer a Anacleto Ramírez, si contaba que él había ensillado un tigre manso de andar y en una noche como esa que acababa de quedar atrás, fue al pueblo y volvió con un doutor médico y desensilló un uturunco, echándolo de nuevo al corral.
Esa hazaña sólo podría contársela a sus nietos, dentro de muchos años, porque ni sus propios hijos, cuando los tuviera, creerían en semejante relato.
"El tigre nochero" tomado de "Cuentos de la tierra argentina", de Guillermo Alfredo Terrera, -1986- . 168 págs. Editorial Plus Ultra, Buenos Aires. Argentina.
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