Ya antes de que las PASO lo pusieron al borde del nocaut, no
sólo los kirchneristas sino también ciertos integrantes del ala radical de
Cambiemos creían que Mauricio Macri era un cadáver político que deberían
enterrar subrepticiamente para que otro –Horacio Rodríguez Larreta, María
Eugenia Vidal o alguien como Ernesto Sanz–, ocupara su lugar. Estaban
convencidos de que podrían aferrarse al poder si se las arreglaran para
liberarse de Macri, por tratarse en su opinión de un hombre que carecía de las
cualidades necesarias para ser un líder eficaz. A ojos de los más despectivos,
era un CEO despistado que tomaba la Argentina por una empresa comercial que le
sería dado manejar según las pautas del sector privado, lo que para muchos
profesionales de la política era un insulto.
Aunque los resultados de las PASO parecieron confirmar el
juicio de quienes querían deshacerse de Macri, lo que sucedió después los ha
obligado a modificarlo. No habrá sido por su carisma personal que centenares de
miles de personas se congregaron para aplaudirlo en ciudad tras ciudad, pero la
verdad es que desde los tiempos ya remotos de Raúl Alfonsín, muy pocos
políticos han sido capaces de enfervorizar a multitudes semejantes. Puede que
haya exagerado Miguel Pichetto al afirmar que “treinta días más y los pasábamos
por arriba”, pero la derrota que sufrió Cambiemos en las elecciones
presidenciales distó de ser tan categórica como tantos habían previsto. Si la
Argentina fuera un país parlamentarista, sería legítimo hablar de un virtual
empate.
Luego de recuperarse, con la ayuda de una muchedumbre
autoconvocada, del bajón anímico que le supuso el “palazo” de las PASO, Macri
se reinventó; el ingeniero amigo de los números se metamorfoseó en algo
parecido a un político tradicional, para no decir populista. Tardíamente se dio
cuenta de la importancia de vincularse emotivamente con la gente, de mostrarse
en público como una persona tan sensible como el que más compartía las
esperanzas, ilusiones y, sobre todo, valores de muchísimos compatriotas.
¿Será suficiente lo que hizo en las semanas finales de la
campaña como para permitirle liderar hasta nuevo aviso la oposición al gobierno
de Alberto Fernández y. tal vez, regresar al poder después de las próximas
elecciones? Si bien no ha desaparecido por completo el riesgo de que Cambiemos
reaccione frente al revés que acaba de experimentar entregándose al canibalismo,
Macri tiene motivos para confiar en que, como dijo, “hay gato para rato”.
Por ser la Argentina un país de inclinaciones monárquicas,
de ahí el “híperpresidencialismo” que la caracteriza, son muchos los políticos
que son reacios a aceptar cargos inferiores a los ya ocupados a menos que, por
alguna que otra razón, necesiten contar con fueros. A diferencia de lo que
sucede en las democracias consideradas maduras, figurar como el jefe formal de
la oposición no acarrea mucho prestigio.
Aquí lo normal es que, una vez consolidado un gobierno, los
forzados a pasar una temporada en el llano se dispersen hasta que se hayan
acercado las elecciones presidenciales siguientes, cuando comenzarán a
reagruparse detrás de los precandidatos más promisorios.
Asimismo, por lo de “más vale ser cabeza de ratón que cola
de león”, siempre han abundado los minipartidos, algunos unipersonales, que a
lo sumo militan dentro de un “movimiento” de ideología tan vaga que sería
inútil exigirle un mínimo de coherencia. De más está decir que la ausencia de
partidos estructurados equiparables a los que durante muchas décadas dominaron
el escenario político en los países desarrollados ha contribuido enormemente al
fracaso histórico de la clase dirigente nacional.
De todos los muchos intentos relativamente recientes de
llenar el vacío así supuesto, el que dio pie a Cambiemos, una fusión aún
incipiente del PRO, la UCR, la Coalición Cívica y, con la incorporación de
Pichetto, una parte del PJ, ha sido por lejos el más prometedor. Con tal que se
mantenga unido, podría cumplir un papel fundamental en los años venideros que,
por cierto, amenazan con ser traumáticos para el grueso de la población.
Comprometido como está con un conjunto de valores que
podrían calificarse de republicanos, a Cambiemos –a esta altura no serviría
para mucho darle otro nombre–, le correspondería impedir que el nuevo
oficialismo los violen en nombre de las prioridades de la mitad, o más,
kirchnerista de la coalición electoralista que fue armada por Cristina pero que
todavía no se ha definido; ya es evidente que lo insinuado por Alberto
Fernández es incompatible con el presunto proyecto de la vicepresidenta electa
y sus adherentes incondicionales.
Lo mismo que el radicalismo, Cambiemos ha adquirido la
reputación de ser congénitamente incapaz de domar la díscola economía argentina,
una deficiencia que se atribuye ya a su hipotético apego al “neoliberalismo”, y
a a la debilidad sensiblera de quienes carecen de la “vocación de poder” de los
peronistas. De más está decir que los años de gradualismo no lo ayudaron a
hacer creer que había descubierto cómo combinar la sensibilidad social con una
dosis adecuada de realismo.
Aunque con miras a convencer a los especialistas en sacar
provecho del dolor ajeno de que el torniquete brutal que tendrá que aplicar es
culpa exclusiva de Macri, Fernández no ha dejado de hablar pestes de la gestión
de quien pronto será su antecesor, tarde o temprano tendrá que reconocer que el
estado catastrófico de la economía se debe a mucho más que los “errores” que
según casi todos fueron perpetrados en los cuatro años últimos. Aprenderá que
desde la oposición es maravillosamente fácil vapulear a los responsables de
administrar una economía que desde hace muchas décadas está groseramente
distorsionada, pero que no lo es en absoluto hacer las cosas mejor sin chocar
contra intereses creados muy poderosos.
¿Se resistirán los dirigentes de Cambiemos a atacar a sus
sucesores con la furia que aquí es habitual por no conseguir reducir de golpe
la brecha enorme que separa las expectativas mayoritarias de la triste
realidad. Macri jura que no, que las críticas de la oposición serán
“constructivas” e “inteligentes”, lo que sería toda una novedad en una sociedad
acostumbrada a los excesos verbales de quienes buscan destruir los adversarios
sin preocuparse por el bienestar general.
A juzgar por la forma civilizada en que aceptó la derrota y
su voluntad de colaborar para que la transición no agregue más problemas a los
muchos que ya abruman al país, Macri se siente muy cómodo en el papel de líder
opositor que se ha propuesto. Es de suponer que, además de defenderse contra
los resueltos a desensillarlo por creerse mejor preparados para desempeñar
dicho rol, procurará fortalecer Cambiemos que, al fin y al cabo, es en buena
medida su propia criatura, para que tenga la posibilidad de triunfar primero en
las elecciones de medio término que se prevén y, un par de años más tarde,
devolverle las llaves de la Casa Rosada y la residencia de Olivos. Como ya
sabrá, en política el tiempo pasa muy rápido y si el kirchnerismo pudo
recuperarse luego de haber provocado una cuota nada despreciable de desastres,
no hay motivos para que Cambiemos, siempre y cuando se mantenga fiel a los
principios declamados, no logre emularlo.
Frente al desafío terrible planteado por la economía, la
oposición tendría que hacer gala de un grado excepcional de prudencia aunque
sólo fuera porque, en el caso de triunfar en el futuro, no le convendría
“heredar” un país irremediablemente quebrado. Con todo, como entienden los de
Cambiemos y, es de esperar, algunos oficialistas lúcidos, hay mucho más en
juego, ya que la situación calamitosa en que se encuentran las finanzas del
país, la escasa productividad de casi todas las empresas y el avance al parecer
inexorable de la pobreza extrema son síntomas de un mal profundo de origen sociopolítico,
cuando no cultural.
Aunque siempre es posible hacer concesiones en materia
económica, no lo es si se trata de temas como la corrupción, el respeto por las
normas constitucionales, la independencia de la Justicia y la defensa de la
libertad de expresión, ámbitos estos en que los kirchneristas y sus aliados
actuales siempre han sido proclives a cometer barbaridades.
Para perplejidad de muchos que han visto cómo en otras
partes del mundo, incluyendo a Chile, turbas furibundas se han alzado en
rebelión contra elites que creen corruptas, aquí aproximadamente la mitad del
electorado ha preferido pasar por alto las denuncias en tal sentido que han
llovido sobre las cabezas de Cristina y sus socios. Los más fogosos las han
tratado como mentiras confeccionadas por los medios, otros se han convencido de
que, por ser corruptos todos los políticos, en especial los procedentes del
mundo empresarial, es injusto ensañarse con los que militan en el “campo
popular”. Sea como fuere, el que los más propensos a tratar la corrupción como
un asunto meramente anecdótico sean los que más odian al macrismo debería inquietar
a Alberto Fernández; si de resultas del eventual fracaso de su gestión
económica la minoría macrista se transformara en mayoría, no sólo personas de
clase media sino también muchos que viven en pobreza compartirían la
indignación por la corrupción que en cierto modo reivindica un sector clave de
la coalición que encabeza. En este terreno, la Argentina es una excepción
notable, pero no hay garantía alguna de que siga siéndolo por mucho tiempo más.
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