Por Sergio Kiernan para el Diario Página 12.
Si fuera por la rutina, el ganapán, nadie se acordaría de Salamone, el de los algunos edificios racionalistas, apenas uno realmente notable, el de presidir la empresa familiar dedicada a asfaltar calles. Ese Salamone ingenieril, empresario, hubiera sido uno más si no fuera porque, en la Argentina chica de los años treinta, se hizo amigo de un tal Manuel Fresco, que el Fresco fue gobernador de la provincia de Buenos Aires por un período y que en el poder le encargó al amigo tano un programa de construcciones masivo. Fresco puso la voluntad política y los fondos, Salamone puso una fantasía creativa tal que todavía nos quedamos con la boca abierta. Pocos políticos tuvieron semejante tino, menos son recordados por un programa de infraestructura.
Muy a principios del siglo veinte, el arquitecto Salvatore Salamone desembarcó en Buenos Aires con su familia, incluyendo al pequeño Francesco de la mano de su mamá. Era uno de tantos barcos que nos traían talentos constructivos como Gianotti o los Palanti, por mencionar algunos. El piccolino siciliano creció argentino, se transformó en Francisco con "i" y se anotó en el Otto Krause, del que salió maestro mayor de obras. Grandecito, se instaló en Córdoba y a los veinte años obtuvo un título que ya no existe, el de ingeniero civil y arquitecto. Esta formación destaca un lado muy importante de Salamone, el de la capacidad y el conocimiento técnico. El hombre era un constructor de alta pericia, un prolijo sabelotodo y bastante obsesivo con los detalles.
Salamone se gana algún premio en los tantos concursos de la época, ricos en publicaciones de cosas que no se construían, incluyendo medallas en Barcelona y en Milán. Si alguien lo conoce, es por sus "arquicaricaturas", retratos de arquitectos famosos en un estilo racionalista facetado, casi cubista, que se publican en la revista de la Socidad Central de Arquitectos. Salamone se mete en política, se sale rápidamente, forma una empresa constructora con su hermano y se gana la vida pavimentando calles cordobesas. Sus primera obras vacilan entre el estilo neocolonial español y el racionalismo para viviendas, y un atisbo de Art Decó para la plaza central de Villa María, de 1934.
Y ahi lo llama Fresco.
La crisis de 1930 no se iba y el gobernador conservador, autoritario y amigo del fraude patriótico quería proyectarse creando empleo y haciendo lo que hoy llamamos base territorial. Hay de todo en carpeta: puentes, la novedad de algún camino interurbano asfaltado, escuelas, sedes de cooperativas eléctricas. Pero Fresco le encarga a Salamone cuatro tipologías de enorme simbolismo. El siciliano tiene que concentrarse en intendencias, cementerios, mercados y mataderos, indispensables en medio del debate sobre exportaciones de carne y desconfianza a los privados, todos ingleses. Un mandato es que se noten, que se hagan ver, que simbolicen la acción del Estado y la suya propia. El que los vea tiene que pensar en progreso y en el nombre de Manuel Fresco.
La foto severa de Salamone, vestido como un estanciero en una película de Mirtha Legrand, ya maduro, hace difícil imaginarse la cara del joven de 39 años que recibía semejante encargo. ¡Sesenta y cinco obras en veinte pueblos! Y el mandato de hacerse ver, de impresionar, de dejar una marca muy por encima de lo utilitario. ¡Cómo habrá brindado el arquitecto!
Los pueblos elegidos tenían algo en común, el haber nacido como fortines o puestos fronterizos, sin la pompa, la esperanza y el diseño con que se fundaron otros en tiempos anteriores o mejores. Salamone se toma el tren y empieza a recorrerlos, y le agrega a Fresco algunas plazas que diseña por completo, de las locas farolas a las fuentes lisérgicas, del pavimento dibujado a los bancos. Es un frenesí de torres, portales de cementerios, capillas fúnebres, equipamientos técnicos para la faena de ganado, mobiliarios completos para concejos deliberantes y oficinas públicas, mostradores de material y mármol, lámparas para los pasillos y hasta picaportes.
En cuatro años, Salamone diseña, hace la dirección de obras y hasta construye él mismo las municipalidades de Carhué, Pringles, Laprida, Puán, Carlos Pellegrini, Rauch, Balcarce y Tornquist; las delegaciones municipales de Cacharí, Vedia, Saldungaray y Chillar; los mataderos de Balcarce, Carhué, Pringles, Azul, Laprida, Vedia y Pellegrini; los cementerios de Saldungaray, Laprida, Azul y Balcarce; más las cruces de los de Pringles, Pellegrini y Lobería. El cementerio de Saldungaray tiene la ya famosa "rueda" con una cruz y todos los rayos como para salir a velocidad. El de Azul el ceñudo y potente ángel de la buena muerte. La intendencia de Vedia es de lejos lo más alto del lugar, pasados los ochenta años, una exageración de torre con reloj que sigue exagerando todos estos años después, en directa competencia con la de Carhué. Los mataderos son fascinantes edificios-máquina que hasta abandonados o con otro uso permiten imaginer un frenesí de sangres y despieces.
El monumentalismo es tal que todos estos edificios tienen fama, son hitos del patrimonio bonaerense y son literalmente únicos. Hace unos años, un tour Salamone de la sociedad Art Deco de Estados Unidos, guiado por Fabio Grementieri, mostró lo que puede ser la reacción típico a estas obras: primero un vistazo serio y un mini-debate sobre influencias monumentalistas y racionalistas, con nombres de posibles obras europeas. Para el segundo día, nadie se molestaba más que en deleitarse en la originalidad de las obras, la irrepresible creatividad, la elegancia de las soluciones, la belleza que emana de cada una. Al arquitecto y antropólogo italiano Franco La Cecla le pasó lo mismo: que esta torre le sonaba a esta otra, que el estilo se enraizaba en este otro... y a los diez minutos no paraba de elogiar la creatividad y la audacia, y se reía feliz de que el autor fuera un compatriota siciliano.
Para los locales, estas visitas y estos elogios confirman que lo que tienen es único y de asombro, algo que la costumbre suele apagar. Los edificios de Salamone son tratados con cierto respeto, como algo que te dejaron los abuelos y todavía sirve, y la provincia está preparando un programa de restauración de varios, que hasta encontraron otros usos.
Terminada esta patriada, Salamone se instaló en Buenos Aires, siguió asfaltando, probó suerte en Uruguay, volvió a la Capital, creó la empresa familiar SAFRRA -Sociedad Anónima Francisco, Ricardo, Roberto, Ana- hizo varias obras de infraestructura y un par de edificios, el más notable el espectacular departamento de Alvear y Ayacucho, una clase tridimensional sobre cómo se toma una esquina y cómo se diseña un remate. Se murió a los 62 en 1959.
Lo que significa que alcanzó a ver la arquitectura del peronismo, la última en ser un estilo propio y reconocible, una arquitectura deliberadamente parlante que "dice" un mensaje. Los cuatro años huracanados de Salamone en el interior bonaerense son otra muestra de que la presencia del Estado no tiene que ser apenas utilitaria, cajas baratas para cubrir alguna necesidad, sin ningún esfuerzo creativo. Como los viejos Bancos Nación, los Correos y las sedes primeras del Banco de la Provincia, sus edificios hablan y dicen que aquí estamos, que esto es lo que hace también el Estado, dar identidad.
Un capo, Salamone.
PUBLICADO EN EL DIARIO PÁGINA/12.
18 de febrero del 2023.
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