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LA ARGENTINA DEL BICENTENARIO DE LA PATRIA.

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“Amar a la Argentina de hoy, si se habla de amor verdadero, no puede rendir más que sacrificios, porque es amar a una enferma". Padre Leonardo Castellani.

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miércoles, agosto 07, 2024

7 de agosto es el Día del maratonista argentino por las victorias de Juan Carlos Zabala y Delfo Cabrera.


Un viaje de 42 kilómetros hacia la gloria eterna.

El baúl de los recuerdos. Juan Carlos Zabala ganó la medalla dorada en la carrera de los 42.195 metros de Los Ángeles 1932 y Delfo Cabrera lo imitó en Londres 1948. Por ellos, el 7 de agosto es el Día del maratonista argentino.

Por Carlos Viacava.  

Juan Carlos Zabala y Delfo Cabrera, los argentinos vencedores del maratón olímpico.

Allá va Juan Carlos Zabala. De físico esmirriado y engañosa apariencia de fragilidad. El sol abrasador de Los Ángeles no perdona. El joven de 19 años cubre su cabeza con un gorro blanco. Corre decidido hacia la meta. Eso ocurre en 1932. Delfo Cabrera, pleno de confianza, avanza y supera al desfalleciente belga Ettiene Gailly. La acción transcurre en 1948 en Londres. Zabala y Cabrera protagonizan las dos mayores hazañas del atletismo argentino: ganan el maratón olímpico. Los iguala un recorrido de 42 kilómetros hacia la gloria eterna.

Las históricas victorias de los dos atletas en una prueba tan simbólica se dio un 7 de agosto. Entre un triunfo y el otro pasaron 16 años. La causalidad los hermanó para hacer realidad una fecha única en el calendario afectivo del deporte nacional. Por El Ñandú Criollo y por Delfo, el 7 de agosto será para siempre el Día del maratonista argentino.

“Voy a demostrar que se puede largar en punta y llegar primero. O llegan después o se rompen en el camino”. Zabala, un impertinente muchacho de 19 años, lanza un pronóstico temerario. Demostró ser un hombre de palabra: tomó la vanguardia del pelotón desde el comienzo de la carrera y, salvo por algunos kilómetros, la mantuvo en su poder hasta el final. Le faltó un detalle: consumó su espectacular victoria con un récord olímpico: 2 horas, 31 minutos y 36 segundos le tomó cubrir los 42.195 metros.

Zabala se propuso ganar de punta a punta y
lideró el pelotón durante casi toda la carrera.

“¿Si él lo hizo, por qué no yo?”, se pregunta un niño apellidado Cabrera cuando ve en acción a Zabala, su ídolo. Y 16 años después, emula el triunfo del hombre al que admiraba con indisimulable fervor. Él no tuvo que hacer honor a un ambicioso anuncio público. En cambio, se probó a sí mismo que era capaz de convertir sus sueños en realidad. Su éxito fue angustioso: tomó el primer puesto cuando el lote de corredores liderado por Gailly ingresaba en la pista del estadio de Wembley. El aplauso de la multitud acompañó los 400 metros finales de su camino hacia el triunfo.

EL ÑANDÚ CRIOLLO.

Juan Carlos Zabala había nacido el 21 de septiembre de 1912 en el seno de una familia en la que lo único que sobraba eran las privaciones. Prematuramente huérfano, pasó gran parte de su vida en la Colonia Ricardo Gutiérrez, una especie de reformatorio. Como muchos de sus ocasionales compañeros, se entregaba a furiosos partidos de fútbol en los ratos libres que les quedaban en ese lugar que hoy alberga al Complejo Penitenciario Federal II. También jugaba al básquet y nadaba.

Uno de los profesores de educación física en la Colonia era Alejandro Sterling, quien, además, se desempeñaba como entrenador de atletismo. Le llamó la atención la forma en que Zabala corría en esos picados detrás de la pelota. Lo tomó bajó su cuidado y fue puliendo la técnica de ese muchacho al que consideraba destinado a obtener grandes triunfos.

El Ñandú Criollo se impuso en Los Ángeles 1932 y batió el récord olímpico.

No se equivocó. En poco tiempo, El Ñandú Criollo - el apodo que le otorgó el diario Crítica- empezó a sumar victorias y marcas importantes. Hizo suyos los récords nacionales de 3.000 y 10.000 metros. Les ganaba a atletas mayores que él con un desparpajo inaudito. Se jactaba de sus condiciones y anunciaba que iba a quedarse con la victoria con una naturalidad que despertaba el odio de sus rivales. Su fama crecía a una velocidad insólita.

En 1931 lo llevaron de gira a Europa, donde compitió nada más y nada menos que con el finés Paavo Nurmi, una figura descomunal del atletismo. El escandinavo acaparó nueve medallas doradas y tres plateadas en los Juegos Olímpicos, desde Amberes 1920 hasta Ámsterdam 1928. Su virtuosismo lo llevaba a imponerse en pruebas que iban de los 1.500 a los 10.000 metros y hasta en carreras a campo traviesa y con obstáculos. Lo llamaban El finlandés volador.

El irreverente Zabala estaba al tanto de los pergaminos de Nurmi, pero de ninguna manera se iba dejar atormentar por ellos. Se trenzaron en una prueba de diez kilómetros con otros respetados fondistas de entonces. El argentino estaba cumpliendo un gran papel e iba al frente. Terminó tercero, a pocos segundos del finés y del alemán Max Syring. El argentino dijo muchas veces que pudo haber ganado, pero cometió la travesura de darse vuelta para sacarle al lengua al Finlandés volador y fue superado cerca del final.

El ilustre Paavo Nurmi, apodado El finlandés volador, pronosticó el triunfo de Zabala en Los Ángeles.

Poco tiempo después, Zabala le puso en Viena su nombre al récord mundial de los 30.000 metros en pista con una marca de 1 hora, 42 minutos, 30 segundos y 4 décimas. Pasó de ser un desconocido a convertirse en una celebridad. El propio Nurmi anticipó que el argentino se perfilaba como uno de los candidatos en el maratón de Los Ángeles en 1932. El 28 de octubre de 1931 había debutado en la distancia con un triunfo en el maratón de Kosice (actual territorio de Eslovenia) con un notable registro de 2 horas 33 minutos y 19 segundos.

Nurmi también había dado el paso hacia la mayor distancia del atletismo y aspiraba a vérselas con Zabala en los Juegos del ´32. Se le impidió participar porque en esa época solo los deportistas amateurs podían ser parte de esa disciplina en el ámbito olímpico y el finés había recibido recompensas económicas por una serie de competencias en Estados Unidos. El duelo con El Ñandú Criollo no podía darse Los Ángeles. Esa situación incrementaba las posibilidades y el optimismo del argentino.

Había un inconveniente no menor para que Zabala pudiera estar presente en los Juegos. La edad mínima para ser parte del maratón era 20 años y él tenía 19. El presidente de la Nación, Agustín P. Justo, ordenó fraguar un documento de identidad para que el atleta nacido en Rosario fuera habilitado para la emblemática competencia de los 42,195 kilómetros.

El argentino cumplió su palabra: ganó de punta a punta. 

Zabala compartió la partida con sus compatriotas Fernando Ciccarelli y José Ribas y con otros 25 fondistas. Tal como lo había advertido, su plan era ganar de punta a punta. Salió al frente, bien fuerte. El finlandés Lauri Virtanen le arrebató el primer puesto durante algunos kilómetros en los que el argentino medía las consecuencias de un inoportuno dolor de rodilla. Cuando faltaban cuatro mil metros, recuperó el liderazgo y no lo soltó jamás.

Ingresó en el Coliseum de Los Ángeles con un paso firme. Más de 75 mil personas aplaudían a ese hombre identificado con el número 12 que llevaba un gorrito blanco para cubrirse del implacable sol californiano. Cruzó la línea de meta en absoluta soledad y con un tiempo récord de 2 horas, 31 minutos y 36 segundos.

Él mismo contó en las páginas de la revista El Gráfico una anécdota increíble: “Muchos diarios de entonces dijeron que caí desmayado por efecto del cansancio, pero no fue tan así. Es que el boxeador Carmelo Robledo, que en esos Juegos ganó también la medalla dorada, estusiasmadísimo me tiró una bandera argentina con un mástil de hierro que me pegó en la cabeza. No es cierto que haya estado derrumbado, solo pasó que me derrumbaron…”.

Así quedó retratado Zabala para la posteridad en la tapa de El Gráfico.

DELFO TAMBIÉN PUDO.

Cabrera nunca había corrido un maratón cuando llegó a Londres en 1948. Tenía la firme determinación de repetir la hazaña de Zabala en Los Ángeles. Más allá de la similitud de los objetivos, los estilos eran diferentes. Delfo, nacido el 2 de abril de 1919 en la ciudad santafesina de Armstrong, tenía un perfil más bajo. No vociferaba pronósticos. Tenía la misma determinación que El Ñandú Criollo, aunque para vencer en el maratón olímpico optó por correr de atrás, justamente porque no conocía la distancia.

“Mi preocupación era guardar energías. Yo nunca había corrido más de 20 kilómetros”, advertía en una sensata muestra de responsabilidad. Claro, esa aparente prudencia desapareció un par de días antes de la largada de los 42K, cuando, junto con sus compatriotas Eusebio Guíñez y Armando Sensini, no tuvo mejor idea que aceptar el desafío de otros maratonistas en una absurda carrera de 20 kilómetros a un ritmo peligroso teniendo en cuenta la proximidad del debut en los Juegos Olímpicos. Lo que pudo haber sido un pecado imperdonable, por el contrario, sirvió para confirmar que la preparación había sido acertada.

Cabrera avanza con determinación hacia el triunfo en Londres 1948. 

A Cabrera lo hermanaba con Zabala una vida de lucha constante. En su caso, debió desempeñar mil y un oficios para ganarse el pan. Había sido cosechero, jornalero, bombero y profesor de educación física. Se encontró con el atletismo por una cuestión llamativa: hacía a las corridas el trayecto desde su casa hacia cualquier destino. Corría, corría y corría. Y cada día corría más que el anterior. Así como su ídolo encontró a Sterling, él tuvo como maestro a Francisco Mura.

Su entrenador lo llevó a San Lorenzo, club en el que terminó de pulir su técnica mientras acaparaba triunfos. Los títulos nacionales e internacionales jalonaban el progreso de ese hombre de gruesos bigotes, físico morrudo y piernas incansables. Su hábitat era la pista, un detalle no menor en función de la ilusión a la que se había abrazado desde que a los 13 años se enteró de la proeza de Zabala.

La falta de antecedentes del santafesino en el maratón impedía que se lo considerara como aspirante al oro. Es más, lo conocían tan poco que en los programas oficiales de los Juegos su apellido estaba mal escrito: lo presentaron como Cabrora. Ajeno a esa situación, estaba listo para salir a buscar la victoria sin excesos innecesarios y con un plan muy bien pensado: correr desde atrás y esperar que los líderes se fueran cayendo mientras él avanzaba. Simple y práctico. También ambicioso.

No figuraba entre los candidatos al oro, pero el argentino sorprendió al mundo con una actuaciòn espectacular.


El atleta que llevaba el número 233 en el pecho ocupaba las últimas posiciones del grupo de 42 protagonistas. El primer lugar le pertenecía al belga Gailly, un paracaidista de profesión que estaba seguro de que iba a darle una medalla a su país. Si bien su especialidad eran los 5.000 y los 10.000 metros, el europeo se animaba a pensar en el primer puesto en una competición que, además de su extensión, contaba con un tortuoso recorrido. Sus oponentes más calificados eran el británico Thomas Richards y el coreano Yun Chil Choi.

El asiático marcó el camino durante algunos kilómetros, pero Gailly lo superó. En la mitad del trayecto, Cabrera se decidió a acelerar y dejó atrás a Guíñez, quien estaba cumpliendo un destacado papel. Era a todo o nada. Choi recuperó la punta por un rato, pero abandonó y pareció renacer el belga, quien estaba listo para ingresar en la pista del estadio de Wembley. El cansancio lo tomaba como presa. Debía encomendarse a la suerte para completar la distancia.

Sus piernas se sacudían sin coordinación. Se bamboleaba de un lado a otro. Perdía velocidad. Le faltaban unos 400 metros. Interminables 400 metros. De pronto, hizo su entrada triunfal Cabrera en un inesperado segundo lugar. Parecía estar fresco como una lechuga. Recortaba la diferencia que le llevaba el primero. La redujo a la nada y dejó atrás al tambaleante Gailly. Completó con los ojos al frente, las piernas firmes y el corazón indestructible los 42,195 kilómetros.

Delfo en El Gráfico, la revista que siempre albergó las mayores hazañas del deporte argentino.


Poco después arribó Richards. El poco resto que le quedaba a Gailly le permitió subirse al tercer escalón del podio. En realidad, se encontraba en plena agonía y ni siquiera estuvo en condiciones de participar de la ceremonia de premiación. Los otros argentinos también se lucieron: Guíñez fue quinto y Sensini noveno. La victoria fue para Cabrera, con una marca de 2 horas, 34 minutos y 52 segundos. Había sido capaz de repetir la gesta de Zabala. Por el largo recorrido hacia la gloria eterna que Delfo y El Ñandú Criollo habían completado, los maratonistas argentinos tenían su día.


Los maratonistas argentinos celebran el 7 de agosto su día por las victorias de Zabala y Cabrera.

Publicado en LA PRENSA.

https://www.laprensa.com.ar/Un-viaje-de-42-kilometros-hacia-la-gloria-eterna-548410.note.aspx

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