Envenenados por Martín Caparrós.
Ay patria mía, dijo –dicen– el pobre Belgrano cuando se moría, envenenado de tristeza porque en esa patria solo había peleas. Y unos años antes Moreno, envenenado de veneno por los jefes de esa misma patria, musitó algo parecido. Corría marzo de 1811, en alta mar, y el pobre Moreno fue el primero: el primer argentino o casi argentino de cierto peso que murió y, claro, el primero que murió envenenado por la patria que recién aparecía, que empezaba a ser capaz de envenenar. Desde entonces, es lo que nos sucede.
Envenenados por la patria murieron después Dorrego, Lavalle, Laprida, Quiroga, San Martín, Rosas, Sarmiento y casi todo el resto de las calles; después, un siglo después, miles y miles murieron envenenados por la patria; envenenados por la patria, ahora, en estos tiempos light, vivimos. Envenenados por una patria que se esfuerza en desperdiciar cada oportunidad, en arruinar cada esperanza, en deshacerse.
O, por decirlo de otro modo: en medio de la desazón por un país que no va a ninguna parte me puse a revisar mis sensaciones de los últimos treinta años. Digo: treinta años –y es fuerte cuando la propia vida ya abarca períodos más propios de la historia que de la biografía.
Me puse, decía, a repensar cómo me sentí argentino en estos años, qué perspectivas imaginé, qué expectativas. Y tuve que aceptar, a regañadientes, que el momento de mayor optimismo, el único en que esperé un poquito, me entusiasmé un poquito, fue 1983. Por las malas razones: nunca fui alfonsinista –no lo voté, no lo apoyé– y la retórica de comité de don Raúl no me tocaba ni de lejos. Pero es cierto que en esos días pareció, brevemente, que las dos lacras mayores de la política argentina de los cuarenta años anteriores se acababan, y que empezaba algo distinto.
Por un lado, el peor gobierno militar de la larga serie de gobiernos militares había huido, derrotado por su propia inepsia. Y por primera vez en su historia el peronismo perdía unas elecciones libres. La Argentina, sin los dos grandes cuerpos que la habían dominado esos cuarenta años, podría intentar algo distinto, imaginé, y me ilusionaba. Había, errada, cierta sensación refundadora: derrotado lo viejo –los dos viejos–, algo nuevo empezaba, y podía incluso ser distinto.
Como era lógico, la ilusión duró –y me duró– poco: no sirve basar expectativas en los errores de los malos; es necesario que haya buenos, propuestas, proyectos, y el radicalismo alfonsinista no tenía o, si tuvo alguno, era tímido y lo olvidó enseguida. Y desde entonces, sin cesar, sin pausa, la desazón y los desastres: salvo el breve paréntesis de aquel verano 2002, cuando, otra vez, las fallas de los otros parecían abrir un camino que nadie quiso recorrer con consistencia, no recuerdo ni un día de los últimos 25 años en que la situación política argentina me haya producido algún tipo de esperanza. Fue, más bien, malestar sostenido, insistente: la decadencia alfonsinista, el desguace menemista, la impotencia radical-chachista, la usurpación duhaldera, la sanata inverosímil pero altisonante de estos días. Ni un momento en que recuerde haber pensado que esos procesos tenían potencias que me interesaban, que quería acompañarlos. Ni un momento en que me haya sentido a gusto con la patria. Envenenado.
Y la repetición de siempre lo mismo, de las mismas peleas, de las mismas medidas y sus contrarias y las mismas, las mismas caras, los errores mismos: como si nunca pudiéramos bajarnos de la puta calesita. Años de chocar una vez y otra vez, cada día, con la sombra de esos canallitas que siguen haciendo, de maneras distintas, desde lugares supuestamente diferentes, todo lo necesario para mantenernos hundidos en la mediocridad, en el abuso, en la injusticia. Todo el tiempo, cada día, con esa crispación de preguntarme por qué soportamos lo que soportamos, por qué no sabemos producir nada distinto. Todo el tiempo, cada día, extrañando la posibilidad de entusiasmarme, de sentirme parte de algo que me importe.
Es triste, me resulta agotador. Quizá sea un problema mío, personal: cierta mirada hipercrítica que me impide entusiasmarme más ligeramente. De hecho ahora, a diferencia de otros tiempos, hay alguna gente cuya opinión solía respetar que se arrebata, y alguna vez, de tanto en tanto, me hace dudar unos minutos. Pero el mínimo examen de lo real más allá del discurso me devuelve, triste, al cabreo, a la desesperanza.
Y sospecho que lo mismo les pasa a muchos otros frente a una patria boba, simulación, chantada. Una patria donde, en estos días, una supuesta política de reconstrucción del Estado consigue que haya cada vez más escuelas privadas porque los que tienen algo de plata huyen de la pública; que esa mitad de la población que puede evitarlo nunca vaya a los hospitales para todos; que varios millones de personas sigan viviendo de una magrísima limosna del Estado –en lugar de tener fuentes propias y dignas de vida; que esos millones de personas vivan sin esperanzas, en los márgenes, perdidos de antemano; que el poder y la plata sigan en manos de unos u otros ricos que se hacen ricos robando fondos públicos o aprovechando el trabajo de los otros; que entre unas y otras vidas haya tales diferencias que resulta difícil pensar que son lo mismo, personas, compatriotos; que cada medida política, incluso las que podrían mejorar algo real, sea un chanchullo para mejorar las posibilidades de conservar poder de quien las toma; que un país que alguna vez pensó proyectos de futuro, voluntad de desarrollo autónomo, se resigne a plantar pienso para chanchos chinos.
Entonces me pregunto qué hacer. Es raro que uno se empecine tanto en algo que solo le produce frustraciones y cabreos. A menudo me digo que sho, personalmente, en lo que a mí respecta, podría apartarme de los venenos de la patria. No lo necesito: tengo una buena vida, tengo mucho que hacer, puedo dedicarme a escribir otras cosas, puedo incluso vivir en otros lugares –y alejarme de los fracasos repetidos. Podría hacerlo, pero no puedo hacerlo. Y tampoco quiero que interesarme, apasionarme por la patria ay mía sea una sucesión interminable de desilusiones, de impotencias: seguir envenenado.
Por eso esta mañana, como tantas otras, no sé qué hacer –y tampoco el silencio.
Ay, patria de quién sea.
Fuente de información:
http://blogs.elpais.com/pamplinas/
Envenenados por la patria murieron después Dorrego, Lavalle, Laprida, Quiroga, San Martín, Rosas, Sarmiento y casi todo el resto de las calles; después, un siglo después, miles y miles murieron envenenados por la patria; envenenados por la patria, ahora, en estos tiempos light, vivimos. Envenenados por una patria que se esfuerza en desperdiciar cada oportunidad, en arruinar cada esperanza, en deshacerse.
O, por decirlo de otro modo: en medio de la desazón por un país que no va a ninguna parte me puse a revisar mis sensaciones de los últimos treinta años. Digo: treinta años –y es fuerte cuando la propia vida ya abarca períodos más propios de la historia que de la biografía.
Me puse, decía, a repensar cómo me sentí argentino en estos años, qué perspectivas imaginé, qué expectativas. Y tuve que aceptar, a regañadientes, que el momento de mayor optimismo, el único en que esperé un poquito, me entusiasmé un poquito, fue 1983. Por las malas razones: nunca fui alfonsinista –no lo voté, no lo apoyé– y la retórica de comité de don Raúl no me tocaba ni de lejos. Pero es cierto que en esos días pareció, brevemente, que las dos lacras mayores de la política argentina de los cuarenta años anteriores se acababan, y que empezaba algo distinto.
Por un lado, el peor gobierno militar de la larga serie de gobiernos militares había huido, derrotado por su propia inepsia. Y por primera vez en su historia el peronismo perdía unas elecciones libres. La Argentina, sin los dos grandes cuerpos que la habían dominado esos cuarenta años, podría intentar algo distinto, imaginé, y me ilusionaba. Había, errada, cierta sensación refundadora: derrotado lo viejo –los dos viejos–, algo nuevo empezaba, y podía incluso ser distinto.
Como era lógico, la ilusión duró –y me duró– poco: no sirve basar expectativas en los errores de los malos; es necesario que haya buenos, propuestas, proyectos, y el radicalismo alfonsinista no tenía o, si tuvo alguno, era tímido y lo olvidó enseguida. Y desde entonces, sin cesar, sin pausa, la desazón y los desastres: salvo el breve paréntesis de aquel verano 2002, cuando, otra vez, las fallas de los otros parecían abrir un camino que nadie quiso recorrer con consistencia, no recuerdo ni un día de los últimos 25 años en que la situación política argentina me haya producido algún tipo de esperanza. Fue, más bien, malestar sostenido, insistente: la decadencia alfonsinista, el desguace menemista, la impotencia radical-chachista, la usurpación duhaldera, la sanata inverosímil pero altisonante de estos días. Ni un momento en que recuerde haber pensado que esos procesos tenían potencias que me interesaban, que quería acompañarlos. Ni un momento en que me haya sentido a gusto con la patria. Envenenado.
Y la repetición de siempre lo mismo, de las mismas peleas, de las mismas medidas y sus contrarias y las mismas, las mismas caras, los errores mismos: como si nunca pudiéramos bajarnos de la puta calesita. Años de chocar una vez y otra vez, cada día, con la sombra de esos canallitas que siguen haciendo, de maneras distintas, desde lugares supuestamente diferentes, todo lo necesario para mantenernos hundidos en la mediocridad, en el abuso, en la injusticia. Todo el tiempo, cada día, con esa crispación de preguntarme por qué soportamos lo que soportamos, por qué no sabemos producir nada distinto. Todo el tiempo, cada día, extrañando la posibilidad de entusiasmarme, de sentirme parte de algo que me importe.
Es triste, me resulta agotador. Quizá sea un problema mío, personal: cierta mirada hipercrítica que me impide entusiasmarme más ligeramente. De hecho ahora, a diferencia de otros tiempos, hay alguna gente cuya opinión solía respetar que se arrebata, y alguna vez, de tanto en tanto, me hace dudar unos minutos. Pero el mínimo examen de lo real más allá del discurso me devuelve, triste, al cabreo, a la desesperanza.
Y sospecho que lo mismo les pasa a muchos otros frente a una patria boba, simulación, chantada. Una patria donde, en estos días, una supuesta política de reconstrucción del Estado consigue que haya cada vez más escuelas privadas porque los que tienen algo de plata huyen de la pública; que esa mitad de la población que puede evitarlo nunca vaya a los hospitales para todos; que varios millones de personas sigan viviendo de una magrísima limosna del Estado –en lugar de tener fuentes propias y dignas de vida; que esos millones de personas vivan sin esperanzas, en los márgenes, perdidos de antemano; que el poder y la plata sigan en manos de unos u otros ricos que se hacen ricos robando fondos públicos o aprovechando el trabajo de los otros; que entre unas y otras vidas haya tales diferencias que resulta difícil pensar que son lo mismo, personas, compatriotos; que cada medida política, incluso las que podrían mejorar algo real, sea un chanchullo para mejorar las posibilidades de conservar poder de quien las toma; que un país que alguna vez pensó proyectos de futuro, voluntad de desarrollo autónomo, se resigne a plantar pienso para chanchos chinos.
Entonces me pregunto qué hacer. Es raro que uno se empecine tanto en algo que solo le produce frustraciones y cabreos. A menudo me digo que sho, personalmente, en lo que a mí respecta, podría apartarme de los venenos de la patria. No lo necesito: tengo una buena vida, tengo mucho que hacer, puedo dedicarme a escribir otras cosas, puedo incluso vivir en otros lugares –y alejarme de los fracasos repetidos. Podría hacerlo, pero no puedo hacerlo. Y tampoco quiero que interesarme, apasionarme por la patria ay mía sea una sucesión interminable de desilusiones, de impotencias: seguir envenenado.
Por eso esta mañana, como tantas otras, no sé qué hacer –y tampoco el silencio.
Ay, patria de quién sea.
Fuente de información:
http://blogs.elpais.com/pamplinas/
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La diferencia de opiniones conduce a la investigación, y la investigación conduce a la verdad. - Thomas Jefferson 1743-1826.