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...." el pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda todo lo que parece muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria". Leopoldo Marechal.

LA ARGENTINA DEL BICENTENARIO DE LA PATRIA.

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“Amar a la Argentina de hoy, si se habla de amor verdadero, no puede rendir más que sacrificios, porque es amar a una enferma". Padre Leonardo Castellani.

“
"La historia es la Patria. Nos han falsificado la historia porque quieren escamotearnos la Patria" - Hugo Wast (Gustavo Martínez Zuviría).

“Una única cosa es necesario tener presente: mantenerse en pie ante un mundo en ruinas”. Julius Evola, seudónimo de Giulio Cesare Andrea Evola. Italiano.

miércoles, enero 18, 2017

19 de enero de 1917: Se cumple hoy el centenario del asesinato de Abel Chaneton.

Abel Chaneton, un siglo después. Se cumple hoy el centenario del asesinato. Un rescate del pasado para hacerlo vivir en el presente como paradigma asequible. Por Juan Chaneton.

Dice el relato familiar que el hombre sabía percibir que detrás de una sonrisa podía hallarse agazapado el sufrimiento. Y que lo sabía a pesar de que allí, donde él había optado por hacerse un lugar en el mundo, la vida era una charca y el espíritu nada podía contra el lodo de las conveniencias y las granjerías. Al parecer, eso lo supo siempre.
Agrega la saga íntima que abominaba de aquellos que practican la pertenencia a la comunidad con beneficio de inventario. Toman de la sociedad –se lo oyó rezongar más de una vez– todo cuanto les depara ventajas, pero en materia de aportes al acervo común no van más allá de pagar puntualmente algún impuesto, y a veces ni eso.
Un hombre así parecía estar predestinado a la imposibilidad y a la derrota, como juzgó Borges su propia oración fúnebre a Francisco López Merino, su amigo. Pero serían pareceres fraguados por hombres que no aman la virtud. Más bien digamos que su valiente osadía fue su grandeza y su fatalidad.
Asimismo, supe, siendo niño, que Adelita Portela de Elordi y Doña Amalia Gómez Salazar de Chaneton solían platicar, durante las tardes de verano, en torno a la mesa del té, de esa mesa de roble que me mira impávida en este mismo instante en que también me miran el trinchante vidriado en vitrales con incrustaciones de bronce y perimetrados en plomo, y la sillonería de mimbre en que aquellas señoras de la élite neuquina se sentaron alguna vez para entregarse al disfrute de su amistad. Aquellas cosas de ellas son estas cosas mías de hoy y la comprobación tiene algo de siniestro. Están muertas esas cosas y, sin embargo, cobran vida, súbita vida. Como Antoine Roquentin (1), estoy arrojado como una cosa más en medio de las cuales escribo y me diferencio de esas cosas que, sin embargo, me dominan y me hacen sentir su existencia igual a la mía pero diferente a la mía, en eso consiste esta abominación, mi náusea personal. Pero tal vez importe nada esta circunstancia, como importan nada todas las circunstancias que sólo instilan un poco de color en la tela que se pinta, que estoy pintando en este instante.
Digo, en el párrafo anterior, que es claro que Chaneton pertenecía a la “élite” de la aldea neuquina de entonces –como se ha dicho– pero esto es irrelevante. Modernamente, no se ha sabido de ningún ofuscado que concediera importancia al hecho de que el comunista Guevara era hijo y nieto de burgueses.
Y también supe que iba parecido a la noche aquella noche en que lo mataron, porque iba exuberante, desmesurado, inabarcable... Pero no ha sido una fuerza fatal agitándose en su interior lo que ha impulsado a este hombre a correr hacia la catástrofe.
Creo que existe el riesgo latente de evocar al romanticismo cada vez que se alude a Abel Chaneton. Se lo ha hecho en malas recreaciones artísticas que incurren –creo que por inconsistencia ideológica de sus artífices y porque, en rigor, no conocen el tema en su recóndita interioridad– en la descontextualización de la tragedia y, con ello, han caído en extravagancias que pretenden, sin éxito, suplir la superficialidad con que miran una saga que, en verdad, no les importa demasiado y a la que transforman en oportunidad para el autorreferencial y liviano ejercicio lúdico. Por eso, Chaneton, allí, está muerto desde el inicio, perdido en una fraudulenta retahíla de exotismos sin verdad y sin convicción que acentúan el resonante déficit estético.
Tampoco es con frivolidad gozosa y sostenida por los recursos del erario –del sagrado erario público– como se homenajea a Chaneton. Allí no hay homenaje, hay uso de la figura simbólica para escalar hacia la autorreferencia. Hay que precaverse y estar en guardia contra estas trampas dictadas por una ideología también tramposa que calza mejor con los valores del dominador que con los anhelos y necesidades vitales del dominado, tal vez Frantz Fanon haya dicho algo parecido me parece en este instante.
Yo creo que Chaneton no fue un romántico. Ubicarlo ahí suena falso porque es pura apariencia urdida después de Zainuco. Sin Zainuco, Chaneton habría quedado en la historia de la provincia como lo que fue: un político inteligente, honesto y pragmático en la gestión de la cosa pública, cuyo desvelo era el adelanto y el progreso de Neuquén y la elevación material y espiritual de su población. En este sentido, fue un hombre profundamente realista. Sin embargo, Zainuco lo proyecta más allá del realismo y es aquí donde el ojo poco avizor podría percibir una forma romántica, fuerte y nítida, como el espontáneo elan de su personalidad. Se trata –como digo– de una inexactitud. Veamos.
El que exigió justicia por los crímenes de Zainuco no fue el idealista sino, también aquí, el político. Chaneton fue un hombre político durante toda su vida. No se trataba sólo de una personal exigencia ética sino, en primer lugar, de fundar una moral social para la naciente sociedad neuquina y, más allá, de fijar los valores básicos sobre los que deberían erigirse un poder judicial y unas fuerzas de seguridad funcionales al desarrollo de una comunidad a la que pudiera considerarse –con cierta razonabilidad– viable y deseable (esto ya lo he dicho y escrito en otra parte, y reincidiré en tal fórmula las veces que sea necesario pues me parece lo esencial en la actividad pública de Abel Chaneton).
Y tal propósito (obrar conforme a una moral social) es, ante todo, política y, sólo después, ideal. Aquí fracasó Chaneton. Jueces y policías del Territorio devinieron, sin prisa y sin pausa, corporaciones funcionales al poder político de turno. O tal vez resulte más apropiado decir que su temprana muerte le impidió laborar con profundidad y persistencia y con resultados tangibles en aras de una construcción institucional destinada a evolucionar mejor que lo que lo ha hecho.
Un siglo después de su asesinato, Chaneton parece estar muerto de veras en ese Neuquén del cual fue, casi, su fundador de facto. Decía Walter Benjamin –refiriéndose a su propia circunstancia– que el deber de aquella hora era interrumpir la historia y no hacerla progresar, lo cual significaba rescatar a los vencidos y hacer explotar otra vez su grito de rebelión, trayendo al presente a los esclavos de Espartaco, a los obreros de la Comuna, a los que en todas las épocas se rebelan.
Extrapolado que sea ese pensamiento a nuestro hoy neuquino, nos hará concluir que a Abel Chaneton, también y sin dudas, hay que rescatarlo del pasado para hacerlo vivir en el presente, no como vencido sino como paradigma asequible y deseable. Y el único modo de no traicionarlo es rescatarlo como práctica de emancipación para el hoy; y sin recortarle contexto excluyendo a partidarios y contrincantes (aunque sea para darles la razón a éstos y no al periodista mártir) del drama humano que protagonizaron, cada uno en el papel que le cupo. Y sin olvidar que lo esencial en la vida de Chaneton no fue Zainuco sino un modo de ejercer la función pública que concebía a la corrupción como el enemigo jurado de toda la sociedad. Él abominaba (y este era un punto innegociable en su ideología) del poder del Estado devenido instrumento para el enriquecimiento personal y familiar. La política no era, para él, tampoco, una salida laboral. Chaneton no debería ser pasado inerte sino presente político activo y transformador.
He creído, desde que la razón devino herramienta propia y útil en mi conciencia, que en el escaparate axiológico de la provincia muy bien podría habitar un valor moral superior al vigente. Pero para ello necesitaba (necesitamos todos) contar con los signos exteriores de esa moralidad. Y el caso es que ese “estar-ahí” espiritual de Chaneton es reducido al mínimo todos los días, por una muerte que se le inflige, de modo serial, en cada olvido, en cada ausencia, en cada silencio, en cada tergiversación, en cada mentira, en cada negación de su presencia incómoda, en cada homenaje dictado sólo por una necesidad política de ocasión. Y hay que darse cuenta de que, hasta hoy, nada como ese ninguneo ha resultado más funcional al designio de infundir en la sociedad neuquina una conciencia falsa acerca de su propia historicidad y al propósito de suministrar una información fraudulenta sobre su identidad, tanto como al enconado afán de tergiversar su genealogía.
Algo, cuya causa desconozco, me ha llevado a vivir en el vértigo y he tenido que constatar, frecuentemente, que la vida interior de algunos se limita a tener hambre o sueño. Otros, no conocen más código ético que el código procesal. Y lo malo sería que todos estos marcaran el camino. Si es para nuestros niños la esperanza, si las bonanzas del amor serán rumor de brisa para los que todavía no han nacido, ello ocurrirá porque los buenos valores de ayer y de hoy han podido, al fin, inspirar las conductas más allá del lucro y del negocio. Un pensador obrero conocido menos de lo que sería de desear, dejó instilada en el papel su concepción de las cosas: “La moral es la suma de las leyes morales más diversas que se contradicen y que tienen por objetivo común regular las maneras de actuar del hombre respecto a sí mismo y respecto a los demás, de tal modo que en el presente se tenga también en cuenta al futuro, que pensando en uno no se ignore al otro y que, en la consideración del individuo se considere también al género”. (2)
He creído siempre que Chaneton sufría tanto que bien podría pensarse de él que estaba usurpando la vida. La injusticia lo mortificaba y habrá advertido, tal vez, como Gloucester (3), que era una desgracia de su tiempo que los locos guiaran a los ciegos, circunstancia que hoy no cabría referir, por cierto, sólo a nuestra provincia.
Pues nunca está de más avisar que se está haciendo daño a las generaciones futuras cuando las conveniencias del presente nos llevan a regresar sobre lo ya vivido convirtiéndolo en ficción. Es eso lo que se hace cuando se disminuye a Chaneton a la evocación romántica de un personaje más o menos heroico y, tras cartón, se lo abandona allí mismo, en aquel pasado en el que existió, obturándole toda posibilidad de hacerse ver entre nosotros. Me da la impresión de que ciertos anhelos, no importa ya si pequeños o grandes, se ven favorecidos por el hallazgo de la verdad, mientras que otros lo son por su escamoteo. Y entonces, aparecen –tal vez sin darse cuenta de lo que hacen– aquellos que conciben a Chaneton como estatua del pasado y no como activo concreto del presente.
Aquel pretérito trágico envolvió, dentro y fuera del Territorio, a todos cuantos vieron en la causa del diario “Neuquén” una causa no sólo noble sino también -y en primer lugar– una causa políticamente correcta pues perseguía el progreso del Territorio bien asentado en valores. Así, Ricardo Rojas, Talero, Alberto Ghiraldo, los diputados Riu y Reybel, Jorge Alfredo Luque Lobos y otros, tuvieron, cada uno en su momento, algo que hacer y que decir sobre la gestión de Chaneton y sobre las derivaciones de la matanza de Zainuco.
También el gobernador Elordi fue un protagonista. Sobrepasado por acontecimientos que no estaba en condiciones de afrontar no jugó nunca en el bando del progreso ni quiso hacer docencia de virtud republicana. No podía, en rigor, hacerlo. Su formación política e ideológica lo orientaba hacia otro horizonte. Por ello, jamás pudo responder a las acusaciones de Chaneton, ni en el Territorio ni en el Congreso Nacional.
Desentrañar que ocurría allí en realidad, entre estos dos hombres y entre ambos y Eduardo Talero y haciendo, incluso, ingresar al cuadro de este drama territoriano a Don Félix San Martín y a los enemigos menores de Chaneton, como Cardarelli, Bonet, Arsenio Martín y otros, y sin dejar de ponderar, también, el rol jugado por los amigos del periodista (el munícipe Mango, el primero), es tarea que luce ya no ardua sino, seguramente, imposible, incluso para los historiadores que tengan la buena fe de prescindir de la conjetura para sustituirla por pruebas seguras de lo que ocurría en ese pasado, sencillamente porque esas pruebas no existen y los actores de la tragedia han muerto y no hay heurística que subsane esta realidad. Bien entendido, por cierto, que nada de esto habilita absoluciones póstumas porque las dudas que acabo de expresar se refieren al íntimo cosmos de dos subjetividades en movimiento y no a la verdad de los hechos históricos en virtud de los cuales unos matan y otros mueren.
El que murió en Neuquén resultó ser el periodismo independiente. Si ese concepto existe, el modo en que encaró Chaneton su ejercicio se acerca bastante a esa “idea pura” o a priori kantiano cuyo ser-en-sí es el oficio de informar unido a la independencia de criterio frente a todo tipo de poder. Así lo concebía él: “La prensa de un país, de una provincia, o del último villorrio es, no hay que olvidarlo, el exponente de su cultura y de sus progresos y el periodista debe sujetarse al medio sin exageraciones, sin cavilosidades y sin esos desplantes insinuantes de amenazas.
“En vano sería que a «Neuquén» quisiera colocársele al frente de una prensa que no guardara la compostura debida o que se le creyera capaz de descender a defender personalidades, aun las de la propia casa, porque si tal sucediese habríamos faltado a la palabra empeñada y estaríamos fuera de los deberes que el periodismo independiente debe ejercer” (Neuquén, martes 9 de septiembre de 1913).
Plena de facundia, como declaración no estaba mal. Sólo cabía esperar que la historia ofreciera algo parecido a una oportunidad para certificar si había temple y disposición de voluntad para sostener con hechos la palabra. Y faltaba poco ya para que Chaneton comenzara a verse, él mismo, interpelado por sus convicciones que lo colocarían frente a sus propios senderos que se bifurcaban y, tomando por uno u otro, se viera contrastado, por la vida misma, a probar si aquéllas eran palabras al viento o programa moral al que estaba dispuesto a ofrendarle todo con tal de realizarlo en plenitud.
Dejo para el final una mínima revelación que entrego hoy, a través de Río Negro, al acervo de información historiográfica de los interesados en estos temas. En la primera edición de “Zainuco...” no consigné el dato pues no lo tenía. La biografía de Chaneton ha sido un laberinto –sin Ariadnas que facilitaran las cosas– incluso para sus familiares y allegados. El dato es la fecha de su nacimiento: es el 25 de enero. Así surge de una carta dirigida a Eduardo Talero por Milton, primogénito de Abel Chaneton de su primer matrimonio con Avelina Garrido. (4 ) De modo que, en las efemérides neuquinas, Chaneton seguirá asombrándonos pues, a partir de ahora, comenzará a nacer, todos los años, siete días exactos después de su muerte.
Extraña vida... Esa voz y esas cuerdas, tensas en las manos de Craig Chaquico, me inundan el alma con Bad Woman. No se lo pierda, lector. Chaneton no está reñido con lo lúdico. Mucho menos con el arte. No se puede oír Bad Woman sin que Paul Klee nos asalte con su Ángelus Novus. Son una y misma cosa. Son el Uno. Son el Universo. Chaneton no estaba (no está) reñido con lo lúdico.
En todo caso, en el frente marmóreo de su mausoleo ausente debería inscribirse, con el Tasso, esta sentencia, seguramente fiel a lo que fue su breve vida: “La vita no, ma la virtú sostenta quel cadavero indomito e feroce...”. (5)
(1) Antoine Roquentin es el personaje principal (el único, en realidad) de la novela La Náusea, de Jean-Paul Sartre.

(2) Dietzgen, Joseph: La esencia del trabajo intelectual; Ed. Sígueme S.A., 1º. Ed., Salamanca, 1975, pp. 107/108.

(3) En Shakespeare, El rey Lear, Acto IV, Escena I.

(4) Debo esta información a la bonhomía de mi amiga Martha Talero, quien generosamente me legara, hace unos pocos años, un cúmulo de documentación de la cual pude exhumar el dato.

(5) Torcuato Tasso: Gerusalemme liberata, Canto octavo, versículo 23.

Actor central en una sociedad de frontera.

Si la sociedad neuquina de principios del siglo XX es una sociedad de frontera, tal como lo señalan algunos historiadores, sin lugar a dudas Abel Chaneton es uno de los ejemplos más nítidos que caracterizan ese particular escenario social.
En una sociedad lábil, en permanente construcción, donde lo público y lo privado apenas si están separados por una delgada línea, muchas veces rebasada por una u otra esfera, también los sujetos que forman parte de ese entramado social basculan entre diferentes oficios y representaciones oficiales que le otorgan sus vecinos o el propio gobierno nacional.
Este es el caso de Abel Chaneton llegado desde su Córdoba natal, primero a Chos Malal y luego acompañando el derrotero de la capital del territorio, afincándose en lo que sería tiempo después la ciudad de Neuquén.
Numerosos oficios y actividades cuentan en su haber: algunos más relevantes que le darán repercusión pública que signaran su vida y otros más circunstanciales que lo ayudan a sobrevivir.
Fue carpintero, martillero y telegrafista entre otras actividades privadas, pero también incursionó en la esfera pública como juez de paz, concejal y presidente del Consejo Municipal (intendente); finalmente ejerció con notable tenacidad el oficio de periodista que le permitió interpelar sin concesiones los desvíos del poder político de turno.
Sus biógrafos ponen el acento, con justicia, en la obra que llevó adelante desde la conducción del municipio tal como la realización de la red de agua potable, la instalación de los primeros artefactos de alumbrado público, la construcción del primer edificio del matadero municipal y el empedrado de las calles. Menos conocido, pero no por ello menos importante, es cómo a partir del ejercicio de esta función pública, sumado a su oficio de periodista, significó en la práctica un revulsivo respecto a la moral y el orden establecido férreamente por quienes detentaban el poder en esa sociedad en construcción. Poder que devenía del propio Estado pero también de otros actores privados.
Consentir, en los días de carnaval, que las prostitutas, que vivían en condiciones de encierro durante prácticamente todo el año, tuvieran en esos días la posibilidad de salir a las calles y participar de las fiestas, sin lugar a dudas desató más de una mirada escandalizada de la parte “sana” del pueblo, entre los que se contaba el propio gobernador y ameritó no pocas controversias con el jefe municipal.
Pero además, su labor de periodista lo colocó en un lugar de suma importancia en la formación de la opinión pública. Desde su semanario “Neuquén”, editado a partir de 1908, Chaneton llevó a cabo una prédica orientada a la defensa de la autonomía comunal y a la denuncia sobre los abusos policiales y en las oficinas del gobierno federal. Aquí tal vez se hallen las pistas para desentrañar el conjunto de motivos que llevaron a su desaparición en forma violenta.
En efecto, desde mediados de 1916 y principios del año siguiente, Neuquén acapara las primeras planas de los diarios nacionales y tiene que ver con dos noticias en la que está involucrado el propio Chaneton: la matanza de presos fugitivos en el paraje Zainuco y su propia muerte. Apenas producida la tragedia, el director del periódico Neuquén denunció el fusilamiento de los presos. Como represalia, el gobierno territoriano primero le retiró la publicidad oficial para ahogarlo financieramente y luego montó una conspiración que termino con el asesinato del propio Chaneton a manos del comisario Luna en pleno centro de Neuquén, en una emboscada de la que participaron otras personas. Amparado en un poder político discrecional y una justicia venal, el crimen terminó cubierto por un manto de impunidad principalmente para los instigadores del mismo incluido el gobernador Elordi.

A cien años del final de este honrado funcionario y abnegado periodista , es un saludable ejercicio recuperar la memoria histórica a partir de recrear su trayectoria desenvuelta en un escenario caracterizado por un precario y abusivo orden político y social que mostraba el carácter muchas veces violento que encerraba la vida. Violencia que se convertía en muerte cuando alguno de esos actores, como el caso de Chaneton se atrevían a denunciar las inequidades, injusticias o directamente la criminalidad del poder de turno.

Autor: Enrique Mases.

“Fue un mártir de la verdad”

“Tal vez haya que hacer un análisis, una historia verdadera del asesinato de Abel Chaneton, donde se cuente que no murió porque se peleó con Elordi o con Staub. Murió porque Elordi y Staub no lo podían tolerar, que es muy distinto”.
Sereno, razonable, pero con una indisimulada mezcla de pasión, de admiración y hasta de veneración por su abuelo, Carlos Chaneton, hijo de Julio César, el menor de los cinco hijos que Abel tuvo con Amalia Gómez Salazar
–los otros fueron Alberto, Eduardo, Aluminé y Juan Carlos; del matrimonio anterior con Avelina Garrido nacieron Milton y Alejandro–, desgranó recuerdos sentidos y reflexiones profundas de quien marcó para siempre la historia familiar.
“El tiro no era para Palacios (Carlos, quien lo atacaba desde El Regional, hoja que se imprimía en Allen al impulso del gobernador Eduardo Elordi). Él estaba ahí porque era la mano de obra de quienes lo insultaban y amenazaban... Tampoco creo que mi abuelo quisiera matar ni a Elordi ni a Adalberto Staub, porque no creo que pensara que las cosas se arreglaban de ese modo. Él defendía sus ideas y lo hacía desde su diario, pero era un hombre sanguíneo, que se jugaba todo en cada acción como lo había demostrado siendo intendente”, comentó Carlos.
De mil maneras le llegó la imagen de Abel a Carlos. Una singular fue su abuela, Amalia, que contaba anécdotas, pero sin duda la principal se la dio su padre: “Mi padre lo admiraba a Abel y él me lo transmitió a mí. Siempre sentí que lo que hizo mi abuelo fue fantástico...”, dijo, orgulloso.
P- ¿Se lo valora en su medida?

R- “No. Me parece bien que se reconozca a quienes han perdido la vida por un ideal o un compromiso, pero a la mártires nuestros también hay que recordarlos como se merecen. La muerte de mi abuelo fue por una denuncia cierta y por aclarar la muerte de unos hombres que por más que fuera evadidos tenían derechos a ser juzgados. No debería haber más periodistas muertos y debe rescatarse a aquellos que denunciaron al poder como un elemento de terrorismo de Estado. Como lo fue Rodolfo Walsh”.

La causa sigue abierta.


Adalberto Staub fue, en su momento histórico, un policía indigno de un Territorio que pugnaba por nacer y demandaba que lo amamantaran con amor. Staub cruzó, no importa la íntima razón que movió su brazo impiadoso, una línea roja. Su ética fue el cráter del infierno y la moral social de la naciente comunidad fue vejada en el altar de un sacrificio que rindió culto a la sangre innecesaria.

Adalberto Staub fue un asesino cruel, un hombre abominable, una abyección miserable hecha ensañamiento en los que nada saben de la vida que vivieron porque nacieron en medio del hambre y la violencia. Con ellos se ensañó el policía. El “rati”, diríase hoy. La gorra. Con los pobres. Con los rotos. Con los “extranjeros” se ensañó, como ha dicho por ahí algún progresista que ha puesto de relieve que los fugados eran extranjeros, como extranjeros dicen que son, hoy, los habitantes que subviven en Cordón Colón, Progreso o San Lorenzo.
Staub es una mancha en la Escuela de Policía de la provincia y la ciudadanía de Neuquén tiene que dejar, por una vez, de pensar en los negocios del presente y mirar hacia el futuro de sus hijos y exigir valores y respeto hacia sí misma.
Nada nos detiene ya. No queremos –no quisimos nunca– la prebenda. Nunca le pedimos a Neuquén nada, absolutamente nada. Nos pagó los estudios y punto. Después, no vivimos de su erario. No quisimos hacerlo. Así era muy fácil y nos gustan las dificultades. Vivimos con un sueño: ver a esta tierra –millonaria de vientos y praderas como le cantó la inolvidable Irma Cuña– dar ejemplo al país y al mundo. Y el país y el mundo están requiriendo –tal vez hoy más que nunca en toda la historia de la civilización humana– paz, razón, acto solidario y compromiso con la vida y no con la muerte, con el derecho de todos a vivir otra vida posible.
Zainuco no es un hecho del pasado; es una tragedia del presente. La impunidad que coronó la causa judicial llega hasta hoy. Su efecto residual nos golpea todos los días en la conducta pública de actores que, como en un universo paralelo y en expansión, reasumen roles históricos que retornan, así, en su práctica cotidiana, para repetirse atrozmente y como si estuviéramos arrojados en la existencia y nada pudiéramos hacer.
El expediente sigue en letra. La causa sigue abierta. El imputado de un crimen atroz tiene que ir a juicio. Las etapas procesales deben cumplirse. No ha caducado el derecho ni la instancia. No hay causales de exclusión de la culpabilidad. Tampoco de la antijuridicidad de la acción. La pena es un momento en el desenvolvimiento del derecho; es la negación de esa negación primera que constituyó el delito; si así no fuera, quedaría rebajada al nivel de un simple medio. Por eso, la pena es, ante todo, derecho (Hegel dixit).
Staub debe bajar, de una vez y para siempre, de un lugar que está usurpando. Talero, Eduardo Talero, debe ser el nombre que inspire la conducta y los valores de los cadetes de la Escuela de Policía de la provincia de Neuquén.
Publicado en Diario "Río Negro" (Edición Nro. 24596),18 de enero de 2017, páginas 10-11-12.
Tapa del diario "Río Negro" del día 18 de enero de 2017.

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