Pedro, el héroe que nunca se rindió.
Es uno de los 123 muertos argentinos sin nombre: sólo conocidos por Dios. Pero aunque algún día lo identifiquen, la incógnita será siempre más fuerte que la realidad.
Un cuerpo muerto que, solitario y anónimo, llega a una
costa, es un clásico comienzo literario. Por ejemplo, El ahogado más hermoso
del mundo, de Gabo García Márquez, o Zama, del mendocino Antonio Di Benedetto…
Muertos fantasma. Muertos prestigiosos.
Y Pedro fue, es y será uno de ellos.
Su cuerpo –su carne mortal– fue encontrado en la zona de
combate de Puerto Argentino. Ciertos relatos del otro frente, el británico,
dicen que Pedro, soldado argentino, contra la derrota inexorable, contra la
bandera blanca, tuvo un último acto luminoso. De rebeldía. "Yo no me
rindo", dijo o pensó. En términos de coraje, lo mismo.
En este punto límite, la realidad y la leyenda se unen.
Murió en combate,como los miles de héroes que en el mundo han sido. Fue –la
memoria no fue dócil, la reconstrucción no fue fácil– en la noche del 13 de
junio de 1982. Apenas horas antes de la caída de Puerto argentino y su retorno
a Port Stanley. (La historia dirá la última palabra…)
La nevisca –el garrotillo, como llaman los isleños a esa
leve pero continua tortura helada e hiriente que llega del cielo– coronaba el
fin. El Segundo Batallón de Guardias Escoceses asaltó a las fuerzas argentinas
en Tumbledown. Mucho más que un nombre para recordar. Un monte de 228 metros de
alto que dominaba la última y agonizante línea de defensa de esas tropas
llegadas el 2 de abril para recuperar las Malvinas –ese largo sueño–, sin
imaginar que se enfrentarían contra el León Británico, rey de los mares desde
que el almirante Nelson despedazó a la orgullosa Armada Invencible española…
Fueron ocho horas de combate. Según testigos de los dos
bandos, "el más terrible de la guerra". Todo esfuerzo fue inútil.
Toda corajeada también.
Sobre el campo de turba, ese extraño piso barroso y
resbaladizo –un carbón el ciernes al que le faltan millones de años para ser
tal–, quedaron los restos previsibles de una batalla.
Muertos, heridos, gritos de dolor, lamentos, chatarra de
armas mortíferas… Pero también una leyenda. El soldado Pedro. Sin apellido.
Solo en la tormenta, aullando entre relámpagos (el
descarnado grito está en una letra de Enrique Santos Discépolo), en el último
acto de su vida –ese que suele justificarlo todo: "un bel morir tutta una
vida onora", reza un antiguo y acaso verdadero refrán italiano–, Pedro
comprendió que no era uno más. Que su Destino, ese misterioso e impredecible y
acaso falso rector de las vidas humanas, no podía ser el de todos sus
compañeros.
Solo en la tormenta, decidió seguir combatiendo más allá de
la bandera blanca, de la entrega del arma al enemigo, de asumir su condición de
prisionero.
"Antes muerto que vencido", habrá pensado y
actuado en ese último acto. Desde luego, lo mataron. Nadie sabe cómo, y no
importa. Luchando hasta el último suspiro. Tragado por esa tierra húmeda y enfermiza…
pero suya. También nuestra. También de todos cuantos lucharon, murieron o
sobreviven. Pero desgarradoramente suya.
Como todo personaje de leyenda, el misterio es su refugio.
No hay detalles, documentos, identificación, nada. Sólo se sabe que los
ingleses lo enterraron en el cementerio de Darwin. Y que es uno más de la
lacerante y piadosa inscripción "Soldado aegentino sólo conocido por
Dios".
Pero diferente.
Porque en el final, en el momento de arrojar su fusil a la
triste, patética fila de las armas vencidas, se atrevió a decir o acaso a
gritar ¡No! Y así escribió la vida, la historia y la leyenda de Pedro.
Pero la realidad es terca. No se conforma con la leyenda,
que es la mayor medalla de un hombre. Intenta (¿en vano?) reconstruir no sólo
su final: también su vida.
Algunos soldados ingleses dicen que "resistió una
hora". Otros, que no paró de disparar contra el enemigo hasta el final.
Que no aceptó rendirse siquiera cuando se lo pidió –se lo rogó– un oficial
argentino ya prisionero. Detalles hilvanados sobre su cuerpo muerto.
"Fue abatido por unacombinación de cohetes antitanque y
una última y decisiva bala que partió su cabeza." "Cayó en la ladera
Este del monte: La Terraza. Un despeñadero tan intrincado que impidió que su
cuerpo fuera encontrado poco después. Recién en enero de 1983. Medio año
después del fin de la guerra. Como un fantasma que esperara su momento…
El cuerpo fue hallado por los Royal Pioneers, enterradores
civiles. Ellos lo bautizaron "Pedro". Acaso porque es un nombre
latino, contra los "Peter" anglosajones. Poco importa. Pudo ser Juan…
Pedro. El último. En rendirse y en encontrar el último pedazo de tierra que lo
cobijara.
Porque cuando apareció… todos los soldados argentinos caídos
ya dormían el sueño eterno (¡Qué gran título de Raymond Chandler!) en tumbas
todavía anónimas. Más tarde, él sería uno de los 123 aún desconocidos. O sólo
conocidos por Dios. Una bella frase, sí. Pero sinónimo de lo intangible,
etéreo, fantasmal…
A Pedro le tocó la tumba anónima B–1–15. ¿Otro dato? Pedro
El Rebelde (no está mal para la eternidad, ¿no?) fue uno de los treinta que
dejaron su vida en Tombledown. Un nombre que no borrarán las lluvias, las
heladas, las ventiscas, las tempestades…
La implacable investigación jura que Pedro no fue la
excepción en la larga y sangrienta noche del monte T. Al parecer, era hombre
del Batallón de Infantería de Marina Número 5, Compañía Nácar, con base en
Tierra del Fuego en días de paz. Galardón: los ingleses la definían como
"lo mejor del enemigo". Para derrotarla fue necesaria la célebre
Compañía Left Flank de Guardias Escoceses, artillería naval, misiles, granadas,
combate cuerpo a cuerpo… Una versión como tantas: "Pedro era de ese
grupo".
En todo caso, lo merecía.
Pero una cuña se interpone: testigos dicen que el cuerpo de
Pedro fue encontrado envuelto en un uniforme del Ejército. Algo que oscurece la
certeza: ocho compañías del Ejército batallaron allí. Pero más versiones son
más nubarrones que ocultan la verdad.
En Toay, La Pampa (cuna de la gran poeta Olga Orozco), hay
una placa en homenaje al soldado Juan Horisberger… al que el enemigo llamó
"Pedro", acaso caprichosamente, por su valentía… Sabe Dios
inspirándose en que milenario relato. Y hasta se atreven a un susurro:
"Parece que murió de un tiro en el pecho". Barajando y dando de
nuevo.
Otras conjeturas dicen que Pedro pudo ser Luis Jorge Bordón,
o Walter Becerra, habitantes los dos de la vasta provincia de Buenos Aires. Y
del grupo de Tiradores.
Pero poco importa. Aunque un hipotético análisis de ADN
diucide el enigma "¿Quién fue Pedro?", y aunque la verdad talle a
fuego su verdadero nombre, Pedro será eternamente Pedro. Porque las leyendas, a
lo largo de los siglos, demuestran que son más potentes y más bellas que la
verdad. La verdad, en este caso, es una cuestión estadística. Si aparece, bien.
Si no, es lo mismo. Porque Pedro será siempre Pedro. Fantasma. Leyenda. Héroe.
Y el resto es silencio, como Shakespeare escribió en el
final de Hamlet.
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