Ante la humillación que significa la derrota del Partido de los Trabajadores a manos del líder de un partido que tenía un solo escaño en el Congreso, figura marginal contra el cual casi el mundo entero alertó por sus dichos misóginos, homofóbicos y militaristas del pasado, la izquierda latinoamericana tiene dos opciones.
Una es cobijarse bajo el manto protector de las excusas y pretextos, es decir hablar de Bolsonaro como si se tratara de una catástrofe natural semejante al deslizamiento de tierra que arrasa un pueblo porque sí (“es el auge de la extrema derecha en todo el mundo, es el retorno del fascismo, es un epifenómeno de Trump”); la otra es asumir la principalísima responsabilidad que le cabe a la izquierda, y especialmente a la encarnada por el Partido de los Trabajadores y Lula da Silva, en haber llevado a los brasileños al estado de ánimo, a la condición psicológica, que convirtió a Bolsonaro en una opción de triunfo. No hablo del Bolsonaro que gobernará, pues no sabemos todavía si desmentirá los temores preventivos con una gestión encuadrada en los límites republicanos o si desbordará el marco democrático (lo que, por lo demás, no sería nada fácil en el Brasil de hoy, con algunas instituciones fortalecidas e incluso envalentonadas tras la crisis de los últimos años y una ciudadanía muy rebelde). Me refiero al Bolsonaro de la campaña y de los antecedentes preocupantes.
Lula y el PT auspiciaron y sirvieron de anfitriones en 1990, tras la caída del Muro de Berlín y los éxitos de Reagan y Thatcher, a un esfuerzo por relanzar a la izquierda conocido como el Foro de Sao Paulo. El resultado no fue un deslinde de la izquierda razonable con respecto a la otra izquierda, sino la confusión. Los totalitarios, empezando por Cuba, jugaron un papel protagónico al lado de los socialdemócratas, y los marxistas reconvertidos, como el propio PT, siguieron postulando cosas que evidenciaban una pésima lectura de la realidad frente a la cual, se suponía, querían reaccionar.
No sólo eso. En los años posteriores, la izquierda democrática apañó los peores aspectos del populismo autoritario de la otra izquierda, y nadie fue, a partir de 2003, una celestina más solícita del chavismo y el castrismo que el propio Lula (lo que no sólo implicó asuntos políticos sino también el mundo de los negocios). En casa, Lula no practicaba las mismas barbaridades, pero sí otras, que la bonanza de los commodities y su carisma permitieron disimular un largo tiempo. Las dos más graves: la confusión total de las esferas del Estado y los negocios privados (es decir la negación de lo que se supone es la izquierda antielitista) y un asistencialismo redistributivo que no partía de la abundancia productiva sino del artificio político. El resultado fue una corrupción descomunal de la que el partido símbolo de la izquierda latinoamericana fue al gran baluarte (aun si muchos otros partidos participaron también) y, a partir de 2014, una crisis económica de la que el país todavía no se recupera.
La bancarrota moral y la bancarrota económica son el balance del Foro de Sao Paulo. Que tarde o temprano vendría el péndulo hacia el otro extremo (digo bien “extremo” y no “lado”) era lo más probable. Por eso, ante el triunfo, hoy, de un líder que logró un solo escaño en los comicios de 2014 y había ofendido con sus palabras a mujeres, negros y homosexuales, y menospreciado la democracia, la izquierda tiene dos opciones: esconder la cabeza en la tierra o asumir su enorme responsabilidad iniciando el camino contrario al moribundo Foro de Sao Paulo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
La diferencia de opiniones conduce a la investigación, y la investigación conduce a la verdad. - Thomas Jefferson 1743-1826.