El comportamiento del pensador que clamó contra la opresión y defendió a las clases obreras más desprotegidas fue muy poco coherente con las ideas que desarrolló.
Por Israel Viana
ABC.es, Madrid
Karl Marx es el pensador que, posiblemente, más ha influido en la historia y la política de los dos últimos siglos, imprescindible para configurar el mundo tal y como lo conocemos hoy. Su obra es la responsable del surgimiento de ideologías tan importantes como el comunismo y el socialismo, que dio lugar a regímenes dominantes y longevos como la URSS de Lenin y Stalin, la China de Mao Tse Tung, la Cuba de Fidel Castro, la Camboya de Pol Pot, la Rumanía de Ceausescu o la Yugoslavia de Tito.
Desde su muerte, obviamente, se ha hablado y escrito mucho sobre sus ideas, pero no tanto sobre si estas han sido coherentes con la propia vida de su autor. Resulta chocante pensar que el hombre que se alzó contra los obreros esclavizados e introdujo conceptos como la lucha de clases, la dictadura del proletariado y la importancia del trabajo llevara una vida de burgués y fuera, durante su juventud, un estudiante aficionado a los burdeles, las borracheras y los suspensos. Esa otra parte de su vida la recogen Malcolm Otero y Santi Giménez en «El club de los execrables» (Penguin Random House, 2018), donde cuentan el lado oscuro de otros de los personajes más idolatrados de la humanidad, como Churchill, Chaplin, Picasso, Hitchcock o Einstein.
El de Marx tiene lo suyo. No hay más que ver dónde gastó su estancia en la Universidad de Bonn, muy lejos de las aulas. Se unió al Club de la Taberna de Tréveris, una asociación de bebedores de la que llegó a ser su presidente. Allí malgastó sus primeros meses con unos compañeros de batallas que, encima, le describían como un juerguista violento e infiel, muy poco preocupado por su formación. La situación tocó fondo cuando, en el primer semestre de 1836, las autoridades universitarias lo expulsaron por «desorden nocturno en la vía pública y embriaguez».
La solución de la familia Marx, una familia de clase media acomodada, fue matricularle en Derecho por la Universidad Humboldt de Berlín y tampoco le fue muy bien. Sus estudios en leyes no le interesaron mucho (o nada), pero allí por lo menos comenzó a desarrollar su querencia hacia las ideas filosóficas de los jóvenes hegelianos. Finalmente se doctoró en la Universidad de Jena —conocida en el ámbito académico como un centro donde se conseguían títulos con relativa facilidad— con una tesis sobre el materialismo de Demócrito y Epicuro.
«Más que los jóvenes millonarios».
Marx nunca llegó a sentar la cabeza del todo. Durante su estancia en la Universidad de Berlín, donde pasó cuatro años y medio, fue encarcelado por alboroto y embriaguez y, además, fue acusado de llevar armas no permitidas. Llegó incluso a batirse en duelo y en el diploma que se le extendió la institución constaba que había sido denunciado en varias ocasiones por no saldar debidamente sus deudas económicas. En aquella época fue frecuente que su padre le llamase la atención por el mal uso que hacía del dinero que la familia le enviaba para su manutención.
Prueba de ello es la carta que este le manda preguntándole por cómo era posible que, durante el primer año en la capital alemana, se gastara 700 tárelos, tres o cuatro veces más que cualquier otro estudiante de su edad. «Más que los jóvenes millonarios», le decía este. Era casi lo que ganaba un concejal del ayuntamiento de Berlín. «A veces me hago a mí mismo amargos reproches por haberte aflojado demasiado la bolsa y he aquí el resultado: corre el cuarto mes del año judicial y tú ya has gastado 280 táleros. Yo no he ganado todavía esa cantidad durante todo el invierno», añadía su padre en otra carta recogida por Antonio Cruz en « Sociología: una desmitificación» (Clie, 2002).
Después de aquello, Marx se volcó en el periodismo. Se trasladó a la ciudad de Colonia en 1842 y comenzó a escribir para el periódico radical «Gaceta Renana». Allí expresó libremente unas opiniones cada vez más socialistas sobre la política, junto a unos compañeros de trabajo que le describían como un hombre dominante, impetuoso, apasionado y con una confianza sobredimensionada en sí mismo.
Matrimonio aristócrata.
El pensador alemán ya se había casado con Jenny von Westphalen, una baronesa de la clase dirigente prusiana que rompió su compromiso con un joven alférez aristocrático para estar con él. Otra cosa es que Marx le correspondiera con es debido. Lo primero que hizo este fue pedirle que pagara las deudas que había contraído de sus de juergas y afición a las prostitutas. Y ni aún así detuvo sus excesos. La dote de su esposa se esfumó rápidamente. En la misma noche de bodas perdió una buena parte del dinero que le había regalado su suegra.
Obviamente, no se habló de estas cosas cuando, en mayo, un manuscrito del pensador alemán fue vendido por 523.000 dólares en una subasta celebrada en Pekín. Más de 1.250 páginas de notas que el filósofo de Tréveris produjo en Londres, entre septiembre de 1860 y agosto de 1863, como preparación para su obra cumbre, « El Capital», base de la ideología comunista. Fue precisamente durante su estancia en la capital británica, y mientras su propia familia sufría calamidades, cuando se pulió su propia herencia a base de borracheras.
Durante esos años, Marx y su familia tuvieron que sobrevivir de las pequeñas ayudas que les brindaba su suegra millonaria y sus amigos. El propio Friedrich Engel, con quien el filósofo alemán escribió su famoso « Manifiesto comunista» en 1848, tuvo que regalarles una casa. Y a pesar de ello, no consiguió que llegara a su hogar la estabilidad económica que tanto ansiaban su mujer y sus hijos. Él mismo lo confiesa en una carta a su amigo, en la que reconoce que, a pesar de no tener que pagar ningún alquiler, sus deudas no paran de crecer. Esto no impidió que Marx veraneara en los mejores balnearios ni que mandara a sus hijas a estudiar piano, idiomas, dibujo y clases de buenas maneras con los mejores profesores de Londres. Todo ello, claro, pagado por Engels.
Un yerno de «mala» familia.
Resulta sorprendente igualmente que el famoso pensador socialista, promotor de la lucha de clases, llegara a escribir otra carta en la que expresaba sus dudas sobre el marido de una de estas hijas. La razón: no tenía claro que fuera de buena familia. Una actitud no muy propia de alguien que pregonaba contra la opresión y defendía a las clases obreras más desprotegidas y desfavorecidas.
Otra dato curioso es que, a pesar de las penurias económicas que arrastró, el autor del «Manifiesto comunista» tuvo una criada trabajando en su casa durante toda su vida. Su nombre era Helene Demuth y servía a familias ricas desde los diez años. Después de pasar por varias mansiones llegó a la de la baronesa Westphalen, la suegra de Marx. Cuando la hija de esta se casó con el pensador, les regaló a su sirvienta, que tuvo que seguir al matrimonio hasta París y Londres aunque solo hablaba alemán.
Por su trabajo, Karl Marx no la pagaba ni un solo céntimo, a pesar que se encargaba de las tareas domésticas, de cuidar a sus siete hijos y de administrar los pocos recursos de la familia. Y por si no fuera poco, el filósofo mantuvo con ella una relación extramatrimonial. En 1850 dejó embarazada a su mujer y, aprovechando un viaje de esta a Holanda para conseguir fondos para la causa marxista, también a su criada. Él no lo reconoció, hasta el mundo de que le dijo a su esposa que el padre era su amigo Engels. Hasta le puso el nombre de su colaborador.
A causa de esto, la mujer de Marx no podía ver a Engels. Marx mantuvo la mentira durante un tiempo, pidiéndole a su esposa que no le recriminara nada a su amigo, que no solo le regaló un piso, sino que asumió una paternidad que no le correspondía. Y cuando la señora von Westphalen por fin conoció la verdad, aquello se convirtió en una especie de herida familiar silenciada para los restos. «No se hablaba del asunto, en parte porque el hecho les parecía escandaloso a la luz de la moral burguesa imperante en la época, y en parte porque no se ajustaba a los rasgos heroicos e idílicos propios de un ídolo de las masas. Se borraron, pues, todas las huellas de ese hijo y, sólo la casualidad, preservó de la destrucción una carta que aclaraba el asunto», escribió el filósofo alemán Hans Blumenberg, en «Karl Marx en documentos propios y testimonios gráficos» (Salvat 1984).
Pero ahí no acabaron las andanzas del fundador del comunismo. Además de su afición por los prostíbulos londinenses, cuentan Otero y Giménez que, mientras su mujer estaba convaleciente con varicela, intentó abusar de su sobrina. Todo ello mientras su familia sufría un revés tras otro. De sus siete hijos, solo consiguieron sobrevivir tres hijas. Y de estas, una murió de cáncer a los 38 años y las otras dos se suicidaron. Una de ellas, Laura, lo hizo junto con a su marido, Paul Lafargue, uno de los introductores del marxismo en España y autor del famoso «El derecho a la pereza». Habían pactado hace años ya que se quitarían la vida cuando su salud no les permitiera mantener su independencia vital y lo cumplieron pasados los 60 años. La otra, Eleanor, se envenenó a los 43 al descubrir que su compañero, el socialista Edward Aveling, se había casado en secreto con una amante.
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