LA PERONA
por el escritor español Juan Cruz.
La visita de Eva Perón (La Perona la llamaron en Andalucía) a España fue un símbolo mayor para Franco, porque ella vino a sellar una amistad que nos quitó el hambre y nos abrió, un poco, al mundo, y también un enorme dolor de cabeza para aquel hombre en quien ella no vio a un general sino a un farmacéutico, como subraya Abel Posse.
Esa especie de llave que le trajo luz y trigo al franquismo más desconsiderado, el que seguía persiguiendo en los montes a los fantasmas de la oposición guerrillera, pervive con la fuerza de un obús que se fue apagando, con la muerte, para resurgir como un mito que vivió aquí y aún vive con mucha más fuerza, y con mayor nitidez, que la propia figura de Juan Domingo Perón, que durante tantos años fue nuestro vecino.
Mi generación nació con el hambre y con Evita en el vocabulario. Vendría la leche en polvo de los norteamericanos, gracias a la cual subsistíamos en las escuelas, pero el trigo argentino que trajo Evita fue, del Norte al Sur, pasando por la Sevilla que la sigue evocando, el alimento mayor de una época en la que era grandioso tan sólo el miedo. Y Franco no era grande, era un ser de una crueldad atosigante al que la argentina que fue su visitante salvadora puso en su sitio, en la esquina oscura de aquella historia.
Ella brilló, habló lo que le dio la gana, asoció su presencia a la de una mujer liberada en un universo en el que las mujeres cumplían el viejo dicho español (la mujer, pata quebrada y en casa) y sobresalían tan sólo si los hombres le firmaban el permiso. En medio de ese mundo burocrático, católico y ruin, Evita reclamó respeto para ellas, las llamó a la lucha por la liberación y juntó su destino al de los pobres y descamisados, de los que reclamó una revolución que se precisaba para que dejara de haber tantos ricos y tantísimos pobres.
Le trajo trigo, pero La Perona le trajo a Franco un nudo en la garganta en el que ella se regodeó; burlarse de Franco estaba al alcance, tan sólo, de los audaces, y aquella joven, que era más elegante que doña Carmen sin tener que colgarse collares, y hablaba mucho mejor que Franco sin tener que subirse a los taburetes para parecer más alta, como hacía el general, bajó de los palacios a la tierra usando un lenguaje que asustó al régimen.
Pero el régimen tuvo que aguantar; era una ayuda y una venganza. Años después, muchos años después, como si fuera la visita de un fantasma, Evita habitó entre nosotros; recuerdo con la emoción de haber asistido a una narración igualmente fantasmal pero redonda, literariamente implacable, cómo contaba Tomás Eloy Martínez su visita a aquella dama conservada en formol, peinada con delectación rigurosa por su marido en la quinta de Puerta de Hierro. Como si peinara un mito, minuciosamente, el heredero de sí mismo, y heredero a la vez del imán que ella tuvo, Perón vivía con la energía de esa supervivencia de la mujer que prometió volver. Tomás regeneró los tejidos de aquella historia en libros en los que alienta su capacidad de ficción pero en los que sobrevuela la perplejidad poética del escritor ante lo que vio y ante lo que escuchó. Aquí había dejado Evita las palabras de su rebeldía, y desde ese cuerpo que la falsa longevidad instaló para siempre en la mitología transmitió el mensaje de su herencia. Cuando Perón volvió a su país, en un avión que era como el camión en el que se devolvía lo que quedó del trigo, tenía a su lado a una mujer, María Estela, que aquí se había hecho amiga de los Franco, a los que Evita había zaherido. La vi una vez, saliendo de un cuarto de baño, junto a Pilar Franco, la hermana del dictador. A Evita no la vi nunca, claro, pero siempre que Tomás Eloy contaba cómo se combaba su pelo bajo el peine de los que cuidaban su cuerpo hecho momia, parecía que la resucitaba como la resucitan los andaluces que aún recuerdan su perfume de señora sin alhajas, recorriendo España para poner de los nervios a Francisco Franco.
Pero el régimen tuvo que aguantar; era una ayuda y una venganza. Años después, muchos años después, como si fuera la visita de un fantasma, Evita habitó entre nosotros; recuerdo con la emoción de haber asistido a una narración igualmente fantasmal pero redonda, literariamente implacable, cómo contaba Tomás Eloy Martínez su visita a aquella dama conservada en formol, peinada con delectación rigurosa por su marido en la quinta de Puerta de Hierro. Como si peinara un mito, minuciosamente, el heredero de sí mismo, y heredero a la vez del imán que ella tuvo, Perón vivía con la energía de esa supervivencia de la mujer que prometió volver. Tomás regeneró los tejidos de aquella historia en libros en los que alienta su capacidad de ficción pero en los que sobrevuela la perplejidad poética del escritor ante lo que vio y ante lo que escuchó. Aquí había dejado Evita las palabras de su rebeldía, y desde ese cuerpo que la falsa longevidad instaló para siempre en la mitología transmitió el mensaje de su herencia. Cuando Perón volvió a su país, en un avión que era como el camión en el que se devolvía lo que quedó del trigo, tenía a su lado a una mujer, María Estela, que aquí se había hecho amiga de los Franco, a los que Evita había zaherido. La vi una vez, saliendo de un cuarto de baño, junto a Pilar Franco, la hermana del dictador. A Evita no la vi nunca, claro, pero siempre que Tomás Eloy contaba cómo se combaba su pelo bajo el peine de los que cuidaban su cuerpo hecho momia, parecía que la resucitaba como la resucitan los andaluces que aún recuerdan su perfume de señora sin alhajas, recorriendo España para poner de los nervios a Francisco Franco.
* Publicado por Diario "Perfil", 22-7-2012. Imágenes: Internet.
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