Una conocida frase del filósofo George Santayana parece haber sido concebida pensando en Argentina: “Aquellos que no pueden recordar los errores del pasado están condenados a repetirlos”. Resulta difícil entender cómo es posible que después de haber asistido al fracaso rotundo de diversas políticas públicas, se insista en el absurdo de repetirlas. La estupidez, decía otro pensador, consiste en hacer las mismas cosas y pensar que se obtendrán resultados diferentes.
En el terreno económico, desde los trabajos de Ronald Coase y Douglas North, existe un amplio consenso en reconocer la importancia de las instituciones. Cuando hablamos de instituciones nos referimos esencialmente a las reglas de juego que rigen el comportamiento de las personas y las empresas. La existencia de reglas de juego estables y conocidas favorece la confianza de los agentes económicos e incentiva las decisiones de efectuar inversiones duraderas de largo plazo, vitales para el fortalecimiento de cualquier economía.
Por consiguiente, cuando nuestro iconoclasta viceministro de Economía declara que la seguridad jurídica es un “concepto horrible”, y acto seguido se procede a confiscar la empresa privada más importante del país, desde el resto del mundo nos miran asombrados. Ahora el Gobierno acaba de reglamentar la Ley de Soberanía Hidrocarburífera otorgando al viceministro Kicillof amplias atribuciones para regular todos los eslabones de la actividad, al punto que si los planes privados no se condicen con la planificación pública, el flamante “comisario” puede ordenar cambios y aplicar sanciones. Un grado de intervencionismo económico sorprendente, desechado por contraproducente en todas las economías modernas del planeta.
Como esta despreocupación por la calidad de las instituciones no es nueva, algunos resultados ya están a la vista. Argentina recibe actualmente menos inversiones extranjeras que Brasil, Chile, México, Perú y Colombia en América Latina, apenas el 5 % del total. La otra cara de este fenómeno de desconfianza es la fuga de ahorro interno hacia el exterior. Según recientes estadísticas, los ahorros de argentinos en paraísos fiscales superan ya los 400.000 millones de dólares.
El desprecio por el significado y la importancia de las instituciones tiene otras manifestaciones flagrantes. Una es la intervención política en el Instituto Nacional de Estadísticas, que ha depreciado el valor de nuestras estadísticas hasta convertirlas en una parodia de la realidad. Otra es el cambio en la regulación del Banco Central que ha dado lugar a la repetición de las viejas políticas de financiación del déficit mediante emisión monetaria, alimentando un proceso inflacionario que adquiere cada día proporciones más alarmantes.
Si ahora dirigimos la mirada al terreno de la política, observamos el renacimiento de comportamientos que parecían haber quedado definitivamente atrás, para estudio y solaz de los historiadores. La asombrosa frase del vicepresidente Amado Bodou, convirtiendo a la presidenta Cristina Fernández en la nueva “jefa espiritual de los argentinos” condensa toda la magnitud de una sobreactuación que ahora se repite con aires de comedia. No resulta menos cuestionable la decisión presidencial de imprimir un billete con la imagen de quien, con independencia de la fama internacional alcanzada, en el fondo, no es más que un icono partidario.
El uso partidario y abrumador de la cadena nacional de radiodifusión y la subvención a los medios de prensa afines al poder, fueron signos de identidad del primer peronismo. Desde entonces, han sido muchos los peronistas provenientes de aquella lejana época que han reconocido que se trataban de comportamientos sectarios, contraproducentes, que no deberían ser replicados en una democracia moderna. No obstante, aquí los tenemos nuevamente, rejuvenecidos, como si aquellos errores no hubieran dejado huella en los sucesores.
La última manifestación de este regreso al pasado la ofrece la nueva versión de la “guerra peronista” en la inusual ofensiva desplegada contra el gobernador de la provincia de Buenos Aires. Algunos no han podido evitar una inconsciente asociación con la forma en que se dirimían los conflictos internos en la década del setenta, gracias a los buenos oficios de López Rega, eficaz secretario privado y médium espiritista del general Perón.
Naturalmente, estamos muy alejados de los niveles de violencia de aquella etapa, pero en donde se revela una cierta similitud es en la prodigiosa tenacidad por tratar de imprimir al peronismo el perfil ideológico de una de sus tantas corrientes internas. Tarea absolutamente vana, puesto que si el peronismo ha conservado una indudable vigencia a lo largo del tiempo ha sido gracias a su enorme versatilidad, a su capacidad para prescindir de toda definición programática e ideológica, supliendo esa falta con la agitación de algunas consignas emocionales de escasa densidad.
Esto es lo que ha permitido que aquellos legendarios “combatientes del capital” consiguieran que con Menem el peronismo se emborrachara de capitalismo y que ahora con Cristina Fernández, se lanzaran a recorrer la tortuosa senda inversa trazada por Hugo Chávez. Mañana, el peronismo será “sciolista” o tendrá el nombre que el futuro le depare, acomodándose graciosamente al estilo de conducción que el nuevo líder decida imprimirle. Es decir que los “cartistas” que aspiran a reconducir al peronismo por la senda de una “única verdad” consagrada, seguirán sacando agua con un cesto de mimbre.
Tanta estupidez repetida, tanto esfuerzo en regresar al punto de partida de donde se iniciaron tantos fracasos, revela sin embargo la existencia de una energía en potencia que, dirigida en la buena dirección, podría dar lugar a resultados espectaculares. Algunos relacionan al tango con esta suerte de melancolía obstinada que nos devuelve siempre al pasado. Pero fue justamente Astor Piazzolla, un innovador que rompió todos los estereotipos gastados del pasado, el que consiguió que el tango se recompusiera y alcanzara gran relieve internacional. Un ejemplo que debiera servir para iluminar los oscuros terrenos en que se debate nuestro hacer político, marcado por una pulsión compulsiva a recorrer caminos ya transitados que llevan inexorablemente a nuevas desilusiones.
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