El fútbol argentino es un nuevo símbolo de la inagotable estupidez humana. Ver a los jugadores de Godoy Cruz y Boca trenzarse a golpes de puño y salir presurosamente para protagonizar un segundo round en el gimnasio del Malvinas Argentinas es una imagen penosa del deporte. Hasta los Titanes de Martín Karadajian hubiesen tenido un comportamiento más honroso.
Mirar con dejos de incredulidad a un DT golpear a un plateísta, dejándolo al borde del KO, es la definición más acabada del significado de la vergüenza ajena. Observar con desconcierto cómo se para un partido a los 30' de un ST para que un grupo de energúmenos vestidos de fantasmas "verdugueen" al clásico rival, con la pantalla cómplice del estadio acompañando la ocurrencia, es izar bien alto las banderas de la idiotez.
Saber que un niño de 13 años fue asesinado de un balazo por la sencilla razón de llevar puesta la camiseta de Newell's es la demostración cabal de la demencia con que vive buena parte de nuestra sociedad.
Divisar a la barra de Colegiales llevando un féretro de uno de sus miembros, copando una avenida y cometiendo todo tipo de tropelías a su paso, es una pesadilla. En esto se ha convertido el fútbol argentino. Una película de terror donde no faltan gángsters, corruptos y crispación extrema. Restos de lo que supo ser alguna vez una comedia sentimental compartida para toda la familia.
Sólo las estelas de ese costado sensible permiten que el navío del fútbol siga a flote sobre aguas cada vez más revueltas. Con partidos de baja estofa y alto presupuesto, el fútbol es el entretenimiento popular que oculta y desnuda, al mismo tiempo, la realidad argentina como ninguno. Y si no recupera su esencia deportiva, languidecerá hasta desfallecer.
Será allí cuando habrá que darle la razón a Albert Einstein, que sin ser argentino ni futbolero, pareció haber surcado estas tierras y adelantarse a los tiempos, cuando dijo: "Hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y del Universo no estoy seguro".
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