Pocos países cuentan con más ventajas que la Argentina. El
clima es benigno, los recursos naturales abundantes, no sufre de
sobrepoblación. La geografía la mantuvo alejada de las dos conflagraciones
planetarias más recientes. Sus tradiciones culturales son occidentales, de
suerte que debería serle relativamente fácil adaptarse a los cambios constantes
que son propios de la civilización fáustica que ha creado el mundo moderno. Los
conflictos étnicos o sectarios son de baja intensidad. Con todo, si bien a veces
algunos políticos reconocen que al país le ha tocado sacar un boleto ganador de
la gran lotería internacional –como dijo en una ocasión Eduardo Duhalde,
citando al pensador brasileño Helio Jaguaribe, la Argentina "está
condenada al éxito"–, muchos más se sienten atraídos por los placeres
lúgubres de la autocompasión. Para ellos, la Argentina es un país víctima
rodeado de conspiradores malevolentes
Por cierto, Cristina no es la única persona que cree que la
Argentina es, desde vaya a saber cuántos años, el blanco de "ataques
especulativos" destinados a impedirle levantar cabeza. La noción de que al
resto del mundo le encanta verla sufrir está compartida por muchos políticos e
intelectuales. La atribuyen a la envidia de sujetos miserables que ansían
apoderarse de las riquezas del país y que, desde finales del siglo XVIII, están
confabulando en su contra.
Se trata de la tesis principal de los
"revisionistas" que se rebelaron contra el triunfalismo
"liberal" burgués de inicios del siglo pasado y que, a través de sus
escritos, contribuirían a moldear el pensamiento de generaciones de dirigentes
radicales, peronistas e izquierdistas que harían de la autocompasión colectiva
una fuente al parecer inagotable de votos y dinero. Tales personajes
resultarían ser pioneros; no sólo en las zonas menos desarrolladas del mundo
sino también en las más ricas han proliferado últimamente movimientos cuyos
líderes se afirman víctimas de injusticias ancestrales.
Para frustrar a los conspiradores foráneos que supuestamente
están resueltos a apropiarse de las riquezas naturales del país, comenzando,
según Jorge Capitanich, con el agua (pronto vendrán por el aire también),
algunos nacionalistas sueñan con la autarquía, mientras que otros se limitan a
denunciarlos en foros internacionales, como acaba de hacer Cristina en La
Habana. Sin embargo, intentar vivir con lo nuestro, como un ermitaño, en el
mundo actual cada vez más globalizado, sería peor que inútil y parecería que
los presuntos responsables de todas las desgracias nacionales no se dejan conmover
por discursos moralizadores de la presidenta. Lejos de impresionarlos, sólo
motivan extrañeza.
Para el resto del mundo, el caso argentino sigue siendo
desconcertante. No lo entienden ni los quejosos profesionales. Sucede que a los
interesados en las vicisitudes del país les cuesta entender cómo un pueblo que,
a primera vista, cuenta con tantas ventajas naturales extraordinarias se las ha
arreglado para empobrecerse y cómo sus gobernantes, a pesar de todo lo
ocurrido, persisten en cometer los mismos errores con la aprobación evidente
del grueso de la ciudadanía.
La perplejidad que sienten es lógica. Hacia mediados del
siglo pasado, la Argentina ostentaba un ingreso per cápita muy superior a los
de Italia, España, el Japón y Corea del Sur. En París, los encandilados por la
extravagancia de ciertos visitantes notorios decían "tan rico como un
argentino", como décadas después dirían "tan rico como un jeque
árabe". La Argentina dominaba América Latina. Parecía razonable suponer
que no tardaría en erigirse en una auténtica potencia mundial. Pero un día optó
por conformarse con lo ya conseguido, que, de acuerdo común, no era poco.
Convencida la clase dirigente de que una buena cosecha sería suficiente para
resolver problemas que en otras latitudes requerirían un esfuerzo mancomunado
muy grande, se limitó a debatir en torno a la mejor forma de disfrutar lo
brindado por una naturaleza generosa. A partir de entonces la Argentina rodaría
cuesta abajo a una velocidad creciente
El "modelo" kirchnerista es el más reciente de una
serie de proyectos que, nos aseguraron, servirían para frenar la caída, pero, como
todos los anteriores, ha fracasado de manera inapelable. ¿Significa que una vez
quitados los escombros, tarea ésta que durará por lo menos un par de años y que
no será nada fácil, por fin el país habrá tocado fondo? Es posible, pero en el
2002, luego del derrumbe de la convertibilidad, muchos creían que en adelante
todo sería mejor. La misma esperanza se había difundido diez años antes, cuando
Domingo Cavallo acorraló la hiperinflación, y en 1983, cuando Raúl Alfonsín
desplazó no sólo a los militares sino también a los peronistas. Y, no lo
olvidemos, también surgió en 1976, cuando las Fuerzas Armadas se encargaron del
gobierno con la aquiescencia de buena parte de la ciudadanía.
¿Tenían algo en común todos estos proyectos? Sí, todos se
basaban en la idea de que sería relativamente sencillo revertir la decadencia
nacional, que sería suficiente más orden, más respeto por la Constitución, una
moneda más confiable o un reparto más equitativo de la riqueza disponible. Pero
se engañaban los convencidos de que sólo era cuestión de algunas reformas
menores. En un mundo en que, hasta para los países que en efecto inventaron lo
que llamamos la modernidad, es sumamente difícil mantenerse entre los más
avanzados, recuperar el terreno perdido en el transcurso de varias décadas no
sería sencillo en absoluto, aun cuando, por enésima vez, la suerte geológica
pudiera asegurarle al gobierno salvador una cantidad fenomenal de dinero fácil.
Si todo dependiera de los recursos naturales, la Argentina
ya estaría entre los países más opulentos del mundo. No lo está en buena medida
porque su mera existencia suele obnubilar tanto a los gobernantes que pasan por
alto factores mucho más importantes, pero a su entender aburridos, como la
seguridad jurídica, la necesidad de contar con instituciones eficaces, la
calidad de los servicios públicos, el esfuerzo de cada uno, el sentido de la
responsabilidad, la educación y así por el estilo. Países como el Japón, Suiza
y Corea del Sur, sin muchos recursos naturales pero que han privilegiado tales
factores, son ricos. Otros, en que los recursos abundan, son pobres. Podría
decirse que la Argentina sí es un país desafortunado, ya que es víctima de la
maldición de la riqueza natural, pero escasean los dispuestos no sólo a
reconocerlo sino también a actuar en consecuencia.
Publicado en Diario "Río Negro", 31 de enero de 2014.
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