La escena se repite cada verano o casi todos los veranos, pero nunca deja de generar emociones. Casi de memoria puedo detallar el camino y sus atractivos, los vi cientos de veces, pero aún así me sigue emocionando.
Vaya uno a saber por qué no nos desprendemos nunca del lugar donde nacimos. Es como que no nos terminamos de ir jamás.
Desde lejos se ve la cúpula de la iglesia centenaria del pueblo y una vía abandonada de aquel ferrocarril que le dio vida por años. Son las primeras señales de que estamos cerca, son minutos desde ese punto hasta el ingreso a Andalgalá desde el este. Y en ese trayecto son tantas las sensaciones que se sienten que no se pueden describir. La ruta se abre a nuestro paso, aparece el acceso a Villa Vil, y ahí nomás está el río La Cañada, siempre seco, pero bravo, tanto que lo vemos sin agua e igual imaginamos lo que es capaz de llevar a su paso. Son esos ríos que abren o cierran el ingreso al pueblo. Se muestran pacíficos casi todo el año y de tanto en tanto recuerdan que están ahí y que son capaces de mostrar su peor cara.
Pasado ese puente empiezan a aparecer las casas humildes, pequeños cultivos, rostros morenos castigados por el sol, por los años, por la vida dura. Aparecen las pequeñas fábricas de dulces que de solo imaginarlas se nos hace agua la boca.
Curvas y más curvas nos llevan a la plaza del pueblo siempre viva, siempre con gente, siempre con vivos colores que nos hacen ver esa mezcla de orígenes, de viejas y tradicionales familias turcas, libanesas a judíos que alguna vez llegaron a Andalgalá y jamás se fueron, españoles de apellidos reconocidos y lugareños de rostros inconfundibles donde los diaguitas dejaron su sello.
Tal vez esas emociones las lleve en la sangre, o tal vez sean solo mías, pero las siento a pesar de varias décadas de ausencia.
Vuelvo y siento aromas a pueblo, a dulces en pailas enormes, a pan casero, a aceitunas. Aromas a pueblo que invita a conocerlo, calores que tienen ese sello inconfundible.
Publicado en Diario "Río Negro", domingo 22/03/2020.
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