Ignaz Semmelweis fue un médico húngaro de origen alemán que hoy es reconocido como el creador de los procedimientos antisépticos. Google reconoció la labor del médico, en medio de la pandemia mundial por el nuevo coronavirus.
Además, el gran buscador brindó información sobre el modo correcto de lavar las manos, según la Organización Mundial de la Salud. Semmelweis fue el primero en reconocer los beneficios de la correcta higiene de esta parte del cuerpo humano.
Un día como hoy, en 1847, Semmelweis fue nombrado Jefe de Residentes en la clínica de maternidad del Hospital General de Viena, donde dedujo y demostró que requerir que los médicos desinfecten sus manos reducía en gran medida la transmisión de las enfermedades.
Fue durante una infección misteriosa, a mediados del siglo XIX, conocida como "fiebre infantil", que provocó altas tasas de mortalidad en madres primerizas en Europa. Durante un tiempo, Semmelweis se dedicó a encontrar la causa y dedujo que los médicos estaban transmitiendo material infeccioso de operaciones y autopsias anteriores a madres susceptibles a través de sus manos.
A raíz de esta conclusión, requirió que todo el personal médico se lave las manos entre los exámenes de los pacientes y, como resultado, las tasas de infección en su división comenzaron a caer en picada.
Hoy, Semmelweis es recordado como "el padre del control de infecciones", que no solo revolucionó en su momento la obstetricia, sino también todo el campo médico. Actualmente, el lavado de manos es una de las formas más efectivas de prevenir la propagación de enfermedades.
Publicado en Diario "La Nación", 20/03/2020.
Siempre preocupado por los más desvalidos, pero fue recluido
en un manicomio por defender la higiene.
Ignaz Semmelweis, el médico católico que defendió el lavado
de manos para combatir el contagio.
Si bien es difícil imaginar un momento en que el lavado de
manos fuera opcional para los propios médicos y cirujanos, en realidad se trata
de una práctica relativamente moderna. Y se debe a un médico católico húngaro,
el Dr. Ignaz Semmelweis. Sus colegas de profesión no le hicieron caso a pesar
de los resultados sorprendentes de sus investigaciones y acabó su vida recluido
en un manicomio. Los últimos días de su vida, aunque sumido en una profunda
tristeza ante lo que sucedía en los hospitales y la impotencia para salvar
vidas, debió tener el consuelo de los santos y los mártires que entregaron su
vida para defender la verdad. Su vida
fue un un testimonio de misericordia y una inspiración para muchos. Esta es la
historia tal y como la recoge la BBC, y que explica la situación de
insalubridad en la que se vivía en los hospitales hasta el siglo XIX.
En 1825, al visitar a un paciente que se estaba recuperando
de una fractura en el Hospital St. George en Londres, sus familiares lo vieron
acostado sobre sábanas húmedas y sucias llenas de hongos y gusanos. Ni el
afligido hombre, ni los demás que compartían el espacio, se habían quejado de
las condiciones pues creían que eran normales. Quienes tenían la mala suerte de
ser admitidos en ese u otros hospitales de la época estaban acostumbrados a los
horrores que residían en su interior.
Todo apestaba a orina, vómito y otros fluidos corporales. El
olor era tan ofensivo que el personal a veces caminaba con pañuelos apretados
contra sus narices. Los doctores, por su lado, tampoco olían exactamente a
rosas. Raramente se lavaban las manos y los instrumentos, y dejaban a su paso
lo que la profesión alegremente denominaba ”el tradicional hedor hospitalario”.
Los quirófanos eran tan sucios como los cirujanos que
trabajaban en ellos. En medio de la habitación solía haber una mesa de madera
manchada con reveladoras huellas de carnicerías pasadas, mientras que el piso
estaba cubierto de aserrín para absorber la sangre. Y había alguien a quien le
pagaban más que a los doctores: el “cazador de insectos en jefe”. Su trabajo
era librar los colchones de piojos.
Los hospitales eran caldo de cultivo para la infección y
solo proporcionaban las instalaciones más primitivas para los enfermos y
moribundos, muchos de los cuales estaban alojados en salas con poca ventilación
o acceso a agua limpia.
En este período, era más seguro ser tratado en casa que en
un hospital, donde las tasas de mortalidad eran de tres a cinco veces más altas
que en entornos domésticos. Como resultado de esta miseria, se les conocía como
“Casas de la Muerte”.
Por favor, lavarse las manos.
En medio de ese mundo que aún no entendía los gérmenes, un
hombre intentó aplicar la ciencia para detener la propagación de la infección.
Se llamaba Ignaz Semmelweis. Este médico húngaro trató de implementar un
sistema de lavado de manos en Viena en la década de 1840 para reducir las tasas
de mortalidad en las salas de maternidad. Fue un intento digno pero fallido,
pues fue demonizado por sus colegas. Y eventualmente llegó a ser conocido como
el “Salvador de las Madres”.
Un mundo sin gérmenes.
Antes del triunfo de la teoría de los gérmenes en la segunda
mitad del siglo XIX, la idea de que las condiciones miserables en los
hospitales desempeñaran un papel en la propagación de la infección no pasaba
por la mente de muchos médicos.
“Es difícil para nosotros imaginarnos un mundo en el que no
se sabía de la existencia de gérmenes ni bacterias”, le dijo a la BBC el doctor
Barron H. Lerner, miembro de la facultad de la Escuela Langone de Medicina de
la Universidad de Nueva York. “A mediados del siglo XIX, se pensaba que las
enfermedades se propagaban a través de nubes de un vapor venenoso en el que
estaban suspendidas partículas de materia en descomposición llamadas
'miasmas'”.
Desequilibrio notable.
Entre las personas con mayor riesgo estaban las mujeres
embarazadas, particularmente las que sufrían desgarros vaginales durante el
parto, pues las heridas abiertas eran el hábitat ideal para las bacterias que
médicos y cirujanos llevaban de un lado al otro. Lo primero que notó Semmelweis
fue una discrepancia interesante entre las dos salas obstétricas del Hospital
General de Viena, cuyas instalaciones eran idénticas. Una era atendida por
estudiantes de medicina masculinos, mientras que la otra estaba bajo el cuidado
de parteras.
La que era supervisada por los estudiantes de medicina tenía
una tasa de mortalidad 3 veces más alta. Quienes se habían dado cuenta de ese
desequilibrio antes lo habían atribuido a que los estudiantes varones eran más
rudos en su trato con las pacientes que las comadronas. Creían que eso
comprometía la vitalidad de las madres, haciéndolas más susceptibles a
desarrollar fiebre puerperal. Pero a Semmelweis no le convencía esa
explicación.
El sacerdote o la mugre.
Poco después, notó que cada vez que una mujer moría de
fiebre infantil, un sacerdote caminaba lentamente por la sala de médicos con un
asistente tocando una campana. Semmelweis teorizó que ese ritual aterrorizaba
tanto a las mujeres después dar a luz que desarrollaban una fiebre, se
enfermaban y morían. Después de hacer que el sacerdote tomara otra ruta y abandonara
la campana comprobó, frustrado, que el cambio no había surtido ningún efecto.
Pero en 1847, la muerte de uno de sus colegas por una
cortada que se había hecho en la mano durante un examen post mortem, le dio la
pista que necesitaba.
Una leve herida fatal.
Cortar cadáveres abiertos en ese tiempo conllevaba riesgos
físicos, muchos de ellos fatales. Cualquier herida o grieta en la piel
producida por el cuchillo de disección, por leve que fuera, era un peligro
siempre presente, incluso para anatomistas más experimentados, como el tío de
Charles Darwin -con el mismo nombre-, quien murió en 1778 después de sufrir una
lesión mientras diseccionaba a un niño.
Mientras su colega moría, Semmelweis notó que sus síntomas
eran muy similares a los de mujeres con fiebre puerperal. ¿Sería que los
médicos que trabajan en la sala de disección llevaban “partículas cadavéricas”
con ellos a las salas de parto?
Después de todo, Semmelweis observó que muchos de los
jóvenes iban directamente de una autopsia a atender a las mujeres. Como no se
usaban guantes ni otras formas de equipo de protección en la sala de disección,
no era raro ver estudiantes de medicina con trozos de carne, tripas o cerebros
pegados a su ropa después de que las clases hubieran terminado.
La gran diferencia entre la sala de médicos y la de parteras
era que los médicos realizaban autopsias y las parteras, no. ¿Sería esa la
clave del misterio que atormentaba a Semmelweis?
Tumbar y reconstruir.
Antes de que se entendiera bien el asunto de los gérmenes,
era difícil encontrar un remedio para la miseria en los hospitales. El obstetra
James Y. Simpson (1811-1870) -el primer médico en demostrar las propiedades
anestésicas del cloroformo en humanos- argumentó que si la contaminación
cruzada no se podía controlar, los hospitales debían ser periódicamente
destruidos y construidos de nuevo.
El cirujano John Eric Erichsen (1818-1896) -autor de
“Ciencia y el arte de la cirugía”- concordaba: “Una vez que un hospital se ha
vuelto incurablemente afectado por la piemia (infección purulenta), es tan
imposible desinfectarlo por cualquier medio higiénico conocido, como lo es
desinfectar un viejo queso de los gusanos que se han generado en él”, escribió.
Sólo había una solución: la demolición. Semmelweiss no creía que fueran
necesarias medidas tan drásticas.
Sólo tres palabras
Tras concluir que la fiebre puerperal era causada por
“material infeccioso” de un cadáver, instaló una cuenca llena de solución de
cal clorada en el hospital y comenzó a salvar vidas de mujeres con tres simples
palabras: “Lávese las manos”.
Aquellos que pasaban de la sala de disección a las salas de
parto tenían que usar la solución antiséptica antes de atender a pacientes
vivos.
Las tasas de mortalidad en la sala de estudiantes de medicina
se desplomó. En abril de 1847, la tasa era del 18,3%. Inmediatamente después de
un mes de instituido el lavado de manos, las tasas cayeron a poco más del 2% en
mayo.
Triunfo sin laureles.
El experimento continuó; los resultados de Semmelweis eran
muy convincentes, sus datos habían sido recogidos minuciosamente y sin duda
salvó la vida de muchas madres durante ese periodo. No obstante, no pudo
convencer a todos sus colegas de los méritos de su teoría de que los incidentes
de la fiebre puerperal se relacionaban con la contaminación causada por el
contacto con cuerpos muertos.
Aquellos dispuestos a poner a prueba sus métodos a menudo lo
hacían de manera inadecuada, produciendo resultados desalentadores. “Hay que
tener en cuenta que lo que él estaba diciendo -aunque no en esas palabras- era
que los estudiantes de medicina estaban matando mujeres, y eso era muy difícil
de aceptar”, explica Lerner.
Tras varias críticas negativas de un libro que publicó sobre
el tema, Semmelweis arremetió contra sus críticos y llegó a tildar a médicos
que no se lavaban las manos de ”Asesinos”.
El futuro que no llegó a ver.
Cuando no le renovaron el contrato en el hospital de Viena,
Semmelweis retornó a su nativa Hungría, donde asumió el cargo de médico
honorario relativamente insignificante y no remunerado de la sala obstétrica
del pequeño Hospital Szent Rókus de Pest. Tanto ahí como en la clínica de
maternidad de la Universidad de Pest, donde más tarde fue profesor, la
propagación de la fiebre puerperal era rampante hasta que él virtualmente la
eliminó.
Pero ni las críticas contra su teoría ni la ira de
Semmelweis hacia la falta de voluntad de sus colegas para adoptar sus métodos
de lavado de manos se apaciguaron. Su comportamiento se volvió errático. A
partir de 1861 empezó a sufrir de depresión severa y se volvió distraído. Y
cada conversación lo llevaba al tema de la fiebre puerperal.
Un día, un colega lo llevó al Asilo de locos vienés con el
pretexto de visitar un nuevo instituto médico. Cuando Semmelweis se dio cuenta
de lo que estaba sucediendo y trató de irse, los guardas lo golpearon
severamente, le pusieron una camisa de fuerza y lo confinaron a una celda
oscura. Dos semanas después, Semmelweis murió porque una herida en su mano
derecha se había vuelto gangrenosa. Tenía 47 años.
Lamentablemente, nunca jugó ningún papel en los cambios que,
en última instancia, serían llevados a cabo por pioneros anteriores a la teoría
de los gérmenes, como Louis Pasteur, Joseph Lister y Robert Koch.
Una de las últimas cosas que Semmelweis escribió son
inquietantes: “Cuando reviso el pasado, sólo puedo disipar la tristeza que me
invade imaginando ese futuro feliz en el que la infección será desterrada... La
convicción de que ese momento tiene que llega inevitablemente tarde o temprano
alegrará mi hora de morir”.
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