Mientras el repunte de casos de coronavirus empieza a encender alarmas, con más de 11.000 positivos diarios en las últimas tres jornadas de 2020, cifras que no se veían desde hacía meses, también parece aumentar el descuido respecto de las medidas básicas para prevenir contagios, como usar tapabocas, mantener la distancia y evitar las reuniones en lugares cerrados.
Es algo que empezó a finales de noviembre, tanto en el espacio público como en el privado, dice Eduardo López, infectólogo y jefe del Departamento de Medicina del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez: "Se vio en el funeral de Maradona, en las marchas políticas y de hinchas, en las fiestas clandestinas. Hay poco control del uso de barbijo, los ómnibus volvieron a llenarse en hora pico y en la Costa, durante los fines de semanas largos de diciembre, hubo muy poco distanciamiento social".
Los expertos coinciden en que esta situación que pareciera contradictoria -dejar de cuidarse cuando el riesgo aumenta- responde a varias causas, como el hartazgo, la pérdida del miedo al virus, la negación del riesgo, la esperanza puesta en la llegada de la vacuna y una idiosincrasia nacional alérgica a las normas.
"Cuando arrancó la pandemia todo el mundo estaba asustado y por eso se aceptó de forma muy general la cuarentena. Pero a medida que pasaron los meses, se empezó a perder el miedo, apareció la necesidad de salir a trabajar, y las personas se fueron relajando -reflexiona Carlos Sica, director del Centro de Altos Estudios de Psicología Social (CAEPS)-. Cuando algo ya no nos impacta, nos acostumbramos y bajamos la guardia".
Para Claudia Gómez Prieto, secretaria académica de la Facultad de Psicología y Psicopedagogía de la Universidad Católica Argentina (UCA) y titular de la materia Intervención Psicológica en Emergencias y Desastres en esa misma casa de estudios, la extensión de las restricciones se hizo difícil de tolerar y, a la larga, desembocó en un relajamiento de los cuidados.
Pero también hay cierto componente cultural: "Los argentinos somos bastante transgresores de las normas, las interpretamos como una restricción a la libertad y no les otorgamos el valor que tienen". Así, aparece la negación. "Se le quita importancia [al virus], se piensa que le va a pasar a otros, o que si le pasa a uno no va a ser tan grave", explica. La reciente llegada de la vacuna también pesa y "genera la sensación de que podemos aflojar, lo que es un pensamiento un poco mágico".
La pandemia, mientras tanto, sigue siendo muy real. Lo sabe bien Kira Acosta, enfermera intensivista del Hospital Argerich, donde debieron reabrir un sector de UTI con ocho camas adicionales que había sido cerrado tiempo atrás ante la baja de casos. "Este fin de semana se me murieron otros tres pacientes", cuenta con resignación.
Acosta está preocupada: "La gente se olvidó que hace nueve meses le enseñamos a usar barbijo. Lo que hoy se ve adentro del hospital es muy diferente a lo que pasa afuera. Es un contraste espantoso: la gente perdió el miedo, pero nosotros lo estamos ganando y volvimos a la incertidumbre que habíamos tenido hacía varios meses".
Otra de las consecuencias del "acostumbramiento" del que hablan los especialistas es que los contagios y las muertes por coronavirus, que día a día se siguen amontonando en los partes del Ministerio de Salud, parecieran haberse naturalizado. Como si cada una de las tragedias individuales perdiese espesor en la inmensidad de las cifras. "Al principio, un muerto nos generaba un impacto terrible. Ahora, que hay más de 40.000, se convierte en algo abstracto: olvidamos que detrás de cada número hay una persona", aporta Gómez Prieto.
¿Nos volvimos más insensibles? No necesariamente, aclara: "No nos olvidamos porque no nos importa, sino porque nos resulta insoportable. Es un mecanismo para tomar distancia de la angustia".
Para Sica, es lo que "ocurre en una guerra cuando se empiezan a acumular los caídos y se pierde la rostricidad, porque los seres humanos no nos identificamos con los números, sino con una cara, con una historia".
Historias, no números
El 27 de agosto de 2020, Cristian Palermo, un técnico electrónico de 46 años del barrio porteño de Liniers, falleció en el Sanatorio Güemes, luego de contagiarse de Covid-19. Era joven, no tenía enfermedades preexistentes y ni siquiera bebía alcohol. "Mi marido era súper precavido: no tomaba transporte público, usaba barbijo, guantes y antiparras", recuerda Natalia Naimark.
A finales de julio, Cristian empezó a sentirse mal y tras un hisopado supo que tenía coronavirus. Natalia cree que en la empresa donde era trabajador esencial no lo cuidaron: "No había ventilación, no desinfectaban y hubo al menos nueve contagios".
Al comienzo, los síntomas fueron leves -fiebre, cansancio, tos- y por eso lo mandaron a aislarse junto a ella en su domicilio. Como no mejoraba, unos días después volvió al sanatorio, donde le hicieron estudios y le diagnosticaron una neumonía bilateral. El 4 de agosto, Cristian quedó internado en piso y, unos días más tarde, como ni siquiera el tratamiento con plasma funcionó, lo pasaron a una UTI. Allí le indujeron el coma y lo conectaron a un respirador.
Publicado en Diario "La Nación", 3 de enero del 2020.
https://www.lanacion.com.ar/sociedad/coronavirus-argentina-por-que-no-impactan-tanto-nid2559498
Foto Web.
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