Esteban Laureano Maradona fallece en la Ciudad de Rosario el
14 de enero de 1995 a los 99 años.
Por 1986, Otelo Borroni y Roberto Vacca dirigían la serie de
documentales y fascículos inolvidables: “Historias de la Argentina Secreta”.
Hasta ese momento el apellido Maradona representaba inequívocamente a una sola
persona: el máximo jugador de fútbol que conocimos. “No sé si somos parientes.
Me han dicho que es un muchacho millonario” dijo otro Maradona. El comentario
le pertenecía a un anciano humilde, protagonista de una historia secreta, la de
El hombre que perdió el tren. Gracias a ella, se replicó el famoso apellido
sobre un desconocido doctor y naturalista, que se llamó Esteban Laureano
Maradona.
“…Si algún asomo de mérito me asiste en el desempeño de mi
profesión, este es bien limitado, yo no he hecho más que cumplir con el clásico
juramento hipocrático de hacer el bien a mis semejantes. Muchas veces se ha
dicho que vivir en austeridad, humilde y solidariamente, es renunciar a uno
mismo. En realidad ello es realizarse íntegramente como hombre en la dimensión
magnífica para la cual fue creado…” Esteban Laureano Maradona, médico rural
argentino.
Dr. Esteban Laureano Maradona (1895-1995).
Esteban Laureano Maradona fue un médico que no hizo otra
cosa que cumplir con su tarea, con abnegación y una profunda vocación de
servicio. Sin embargo, el compromiso que
asumió como profesional, la labor desinteresada y solidaria, la denuncia de la
injusticia y la defensa y atención de los indígenas y de los pobres, sumadas a
la humildad con la que enfrentó el reconocimiento de su obra, valen por sí
solas para destacar al hombre que orientó su saber y su esfuerzo en quienes
nada tenían.
Nació el 4 de julio de 1895, en Esperanza, provincia de
Santa Fe. Fue uno de los 14 hijos de
Waldino Maradona y Petrona de la Encarnación Villalba, una familia enraizada ya
en estas tierras. Descendía, por parte
de su padre, de una familia gallega (los Fernández Maradona) llegada desde
Chile en la época colonial a poco de fundarse San Juan donde finalmente se
radicaron y dieron figuras de talla histórica.
Del lado materno en cambio la ascendencia era criolla (de Santiago y
Buenos Aires), y su infancia transcurrió en gran parte en su estancia de Los
Aromos en las barrancas santafecinas del río Coronda. Ya adolescente, la familia se trasladó a
Buenos Aires, donde se recibió dos décadas después de médico en la Universidad
de Buenos Aires, en 1926, con diploma de honor.
Fue durante sus estudios, discípulo de Bernardo Houssay.
Hacia 1930, se radicó en Resistencia (Chaco). Y allí estaba cuando la revolución de Uriburu
del 6 de setiembre depuso al presidente Hipólito Yrigoyen. Si bien nunca había sido “yrigoyenista” sino
acaso lo contrario, asumió como ciudadano defender la democracia y el gobierno
constitucional pronunciando entonces fogosas conferencias en las plazas
públicas, que le valieron inmediatas persecuciones. En el entusiasmo de la juventud acaso esa
experiencia lo marcara, porque nunca luego llegó a practicarla seriamente y
definitivamente se apartó de ella. “Pese
a que llegué a ser candidato a diputado por el Partido Unitario —recordaba a
propósito del tema—, la política nunca ocupó el centro de mi vida; los políticos,
en su mayoría, siempre dicen una cosa y hacen otra, muchas veces desvirtúan la
democracia para hacer demagogia en nombre de ella”.
Perseguido por el régimen que derrocara a Yrigoyen, partió
para Paraguay donde comenzaba entonces la Guerra del Chaco Boreal, con apenas
una valija de ropa, un revólver 38 y su diploma de médico como todo
equipaje. Ya llegado, ofreció sus
servicios a un comisario de Asunción, pero pidió que no lo sometieran a ninguna
bandera porque su único fin era el “humano y cristiano de restañar las heridas
de los pobres soldados que caen en el campo de batalla por desinteligencias de
los que gobiernan”. Tan nobles palabras
le valieron la cárcel por unos días: no le creyeron y lo tomaron por un espía
argentino. Poco después ya liberado, lo
tomaron como camillero en el Hospital Naval, donde en tres años llegó a ser
director, atendiendo en esa etapa a cientos de soldados de ambos bandos. Fue para ese entonces que conoció a la que
sería el único amor de su vida: Aurora Ebaly, una jovencita de 20 años
descendiente de irlandeses y sobrina del presidente paraguayo. Ya comprometidos, el romance estaba llamado a
ser fugaz: el 31 de diciembre de 1934 Aurora murió con el año víctima de la
fiebre tifoidea. Pero fue largo el
recuerdo que Maradona encendió en su memoria, pues no se casó nunca y nunca
volvió a noviar.
Acaso el dolor del duelo fue uno de los motivos que lo
alejaron de Paraguay no bien terminó la guerra.
Tras donar los sueldos que ganó a soldados paraguayos y a la Cruz Roja,
escapó, de los honores y agasajos que le realizaron. No pocos dijeron que este médico tuvo mucho
que ver con el fin de la guerra, pero él mismo se encargó de minimizar las
versiones: “Pese a lo que algunos dijeron, yo no fui quien directamente hizo
firmar la paz entre ambos países.
Solamente colaboré para que se juntaran las comisiones que habían
viajado desde Europa con los delegados de Bolivia y Paraguay”.
Volvió entonces a Argentina.
Había proyectado las etapas de su viaje: regresaría a su país en barco,
hasta Formosa, y allí tomaría el tren que pasaba por Salta, Jujuy y Tucumán; en
esta ciudad visitaría a un hermano, que era intendente; después llegaría a
Buenos Aires, donde vivía su madre. Fue
en ese tren donde le salió al encuentro su destino definitivo en el monte
formoseño. El próximo pasaba a los tres
o cuatro días, y en ese intervalo la gente del lugar y de los campos vecinos
acudió a hacerse asistir, y todos le pidieron insistentemente que se quedara,
ya que no había ningún médico en muchas leguas a la redonda. Y también fue entonces cuando simplemente y
según sus palabras “Había que tomar una decisión y la tomé… quedarme donde me
necesitaban. Y me quedé 53 años de mi
vida”.
Y se estableció en Estanislao del Campo, entonces el Paraje
Guaycurri, un villorrio formoseño sin agua corriente, gas, luz o teléfono. Y a poco de vivir allí, vio aparecer a los
aborígenes de las cercanías, tobas y pilagás.
Llegaban de cuando en cuando, como espectros en fuga, miserables,
desnutridos y enfermos a los comercios y viviendas de los límites del poblado,
ofreciendo canjear plumas de avestruces, arcos, flechas y otras artesanías por
alguna ropa o alimento que necesitaban.
El corazón de Maradona se conmovió y latió con ellos, con su dolor y su
desamparo, y se transformó en un compromiso asumido como obligación moral de
hacer algo por ellos, desde entonces y durante toda su vida. E hizo muchísimo: no es fácil resumirlo, el
lector habrá de llenar los espacios cotidianos que mediaron en medio siglo…
Primero acercarse, ganar su confianza demasiado herida, atenderlos, curarlos,
oírlos y aprender sus lenguas y costumbres hasta ser aceptado en las tribus.
En Estanislao del Campo vivía solo en una modesta casita que
adquirió en 1939 en quinientos pesos.
Tenía una sola habitación (que hacía de alcoba, gabinete de estudio y
consultorio), una galería y una pequeña cocina, todo de pared y piso de
ladrillo y techo de zinc. Al retrete y
al aljibe, que estaban en el patio, los compartía con una familia vecina. No había tampoco luz eléctrica.
Vale la pena destacar todo esto, porque agiganta la
dimensión espiritual del hombre. Era
hijo de una estanciera, médico de profesión, y podría haber vivido como mimado
de la suerte en medio de las comodidades de una gran ciudad; sin embargo,
prefirió las privaciones de una zona agreste para el mejor servicio en favor
del prójimo. Pudo morir millonario, pero
vivió donando sus bienes y provechos para mitigar dolores y necesidades de los
demás. Fue un verdadero e inagotable
fontanar de virtudes, y su vida todo un ejemplo de altruismo, abnegación y
filantropía.
Y en el monte y las tolderías se escribió el capítulo más
admirable de este hombre de extraordinaria riqueza y fuerza espiritual volcada
en amor a su prójimo más necesitado. Su
labor no se circunscribió solamente a la asistencia sanitaria: convivió con
ellos, se interiorizó de las múltiples necesidades que padecían y trató de
ayudarlos también en todos los aspectos que pudo: económicos, culturales,
humanos y sociales. Realizó gestiones
ante el Gobierno del Territorio Nacional de Formosa y obtuvo que se les
adjudicara una fracción de tierras fiscales.
Allí, reuniendo a cerca de cuatrocientos naturales, fundó con éstos una
Colonia Aborigen, a la que bautizó “Juan Bautista Alberdi”, en homenaje al
autor de “Las Bases . . .”, colonia que fue oficializada en 1948. Les enseñó algunas faenas agrícolas,
especialmente a cultivar el algodón, a cocer ladrillos y a construir sencillos
edificios. A la vez, los atendía
sanitariamente, todo, por supuesto, de manera gratuita y benéfica, hasta el
extremo de invertir su propio dinero para comprarles arados y semillas. Cuando edificaron la Escuela, enseñó como
maestro durante tres años, hasta que llegó un docente nombrado por el gobierno.
Además de sus tareas filantrópicas, Maradona, que era un
apasionado de las ciencias naturales, realizaba investigaciones sobre la gea,
la flora y la fauna del lugar y anotaba sus observaciones, sus impresiones y
sus ideas. Escribió muchos libros, en su mayor parte todavía inéditos. Entre
ellos podemos mencionar “A través de la selva”, “Recuerdos campesinos”,
“Historia de la ganadería argentina”, “Plantas cauchígenas”, “Una planta
providencial”, (el yacón), “Vocabulario Toba pilará”, “La ciudad muerta”
(historia de los primeros días de la ciudad de Concepción del Bermejo),
“Páginas sueltas” (recopilación periodística), “Historia de los Obreros de las
Ciencias Naturales (de Botánica y Zoología Americanas)”, “Dendrología”, y
varios más.
Varias veces le ofrecieron puestos; nunca prestó
conformidad. En 1981 un jurado compuesto
por representantes de organismos oficiales, de entidades médicas y de
laboratorios medicinales, lo distinguió con el premio al “Médico Rural
Iberoamericano”, que se adjudicaba acompañado de importante suma de
dinero. Rechazó a ésta de plano, y en el
mismo acto de la entrega, logró que con ese fondo se instituyeran becas para
estudiantes que aspiraban a ser médicos rurales. Cuando ya era anciano, el gobierno quiso
destinarle una pensión vitalicia; tampoco aceptó. Su norma inquebrantable de conducta rezaba
“todo para los demás, nada para mí”.
Fue postulado tres veces para el Premio Nobel y recibió
decenas de premios nacionales e internacionales, entre los que se cuenta el
Premio Estrella de la Medicina para la Paz, que le entregó la ONU en 1987. Sin embargo, no le importaban los
honores. Había escrito su historia en el
silencio, y la fama lo asaltó tiñendo su figura de ribetes legendarios y
valores espirituales alejados de las sociedades de este tiempo, que
paradójicamente lo admiraron por ello.
Esa notoriedad le fue tan ajena como los homenajes o las retribuciones
dinerarias: simplemente no alteraba su vida ni la aceptaba como algo merecido o
que valiera la pena. En una carta
dirigida a Eduardo Bernardi, al referirse a los premios, escribió: “Es todo
humo que se disipa en el espacio”. Sus
frases, siempre amables y sin altisonancias, son en sí mismas un legado más
para la reflexión cuando ya su figura es una ausencia grande:
“Si algún asomo de mérito me asiste en el desempeño de mi
profesión, éste es bien limitado; yo no he hecho más que cumplir con el clásico
juramento hipocrático de hacer el bien”.
“Muchas veces se ha dicho que vivir en austeridad, humilde y
solidariamente, es renunciar a uno mismo.
En realidad ello es realizarse íntegramente como hombre en la dimensión
magnífica para la cual fue creado” …. “estoy satisfecho de haber hecho el bien
en lo posible a nuestro prójimo, sobre todo al más necesitado y lo continuaré
haciendo hasta que Dios diga basta”.
Y mucho bien hizo, y ese bien habría de ser muy necesitado
pues Dios tardó en decir basta. Recién
cuando ya desbordaba los 91 años a mediados de 1986, enfermó y aceptó ir a
vivir en Rosario con la familia. Su
sobrino, el doctor José Ignacio Maradona y su esposa Amelia junto a sus diez
hijos lo rodearon de afecto los nueve últimos años de su vida. De una lucidez asombrosa, que conservó hasta
su muerte, estudiaba con los más chicos medicina e Historia. Su más cercano amigo durante 35 años, Abel
Bassanese, cuenta que en el día anterior al de su deceso habían estudiado temas
sobre el Virreinato del Río de la Plata.
Murió de vejez, sin sufrimientos físicos ni morales -en la santa paz de
los buenos y justos- poco después de despuntar la mañana del 14 de enero de
1995, cuando le faltaban apenas unos meses para cumplir los cien años.
Maradona era de físico pequeño, limitado por una talla de un
metro con cincuenta y tres centímetros y una constitución delgada. Pero dentro de esa moderación, las
proporciones hacían evidente acto de presencia y con ellas, una sencilla y
graciosa elegancia. Además,
conjuntábanse otras dotes que imprimían a la generalidad de su persona un
aspecto interesante y agradable. Así, al
cutis blanco lo recubrían unas facciones tan armoniosas y regulares que de
ellas no merece destacarse ningún detalle en especial, como no sea violentando
las leyes de la verdad y la justicia. Su
frente era apenas inclinada, sus ojos pardos y más bien chicos, su nariz recta,
delgada y mediana, su boca y orejas también medianas, estas últimas contiguas a
un cráneo cuya nuca se prolongaba con la discreción de la justa medida. Todo ese conjunto, que visto de frente era
ligeramente oval, estaba coronado por una cabellera lacia que fue de color
castaño oscuro hasta que entró en la madurez, pero que paulatinamente se fue
decolorando, para llegar a ser completamente blanca a poco de cruzar la línea
del medio siglo. Sin embargo, se le mantuvo
abundante, hasta que comenzó a ralearse un tanto en la senectud, acaso para
estar a todo con la enjutez de ese rostro de asceta.
Pero es en la esfera moral donde resplandecían con toda
magnitud las más estimables cualidades de Esteban Maradona, aquéllas que más lo
singularizaban y ennoblecían; y a ellas debemos referirnos.
Su mente -propia para altas preocupaciones, tanto
científicas como humanísticas- era absolutamente libre, su carácter dulce y
jovial, su espíritu fino y bondadoso, su humildad extrema, y su altruismo
sublime.
Fue el “Doctorcito Dios”, el “Doctor Cataplasma”, el
“Doctorcito Esteban”, el “médico de los pobres”, como lo llamaban sus
pacientes, con profundo amor y devoción.
Su recuerdo, tal como quizá lo hubiera querido, se funde con
el homenaje a todos los médicos rurales argentinos, cuyas historias anónimas
nos esconden sus nombres y sus desvelos: el 4 de julio, día de su nacimiento ha
sido declarado por ley Día Nacional del Médico Rural.
Fuente de información: www.revisionistas.com.ar
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