Su nombre real era Deolinda Correa y vivía con su pequeño hijo y su marido, Clemente Bustos, en el pueblo de Angaco, provincia de San Juan. La vida que llevaban junto al recién nacido era tranquila y hermosa, según dicen, hasta que alrededor del 1840 lo reclutaron a Bustos para ir a pelear en el enfrentamiento de unitarios y federales.
Deolinda se negó a continuar una vida sin su marido: decidió preparar alforjas con dos “chifles” de agua y provisiones, cargar a su hijo y emprender viaje hacia el encuentro de Bustos. Algunas versiones dicen que no salió enseguida a su búsqueda, sino que lo hizo cuando fue avisada de que la vida de su esposo corría peligro. Lo que sí es cierto es que la huida del pueblo en el que vivía también se vio forzada para escapar de un policía que la acechaba.
Una vez en camino, se sumergió en los desiertos sanjuaninos en la zona de Vallecito donde siguió las huellas que dejaron aquellos a los que estaba siguiendo, por lo que tenía marcado el sendero por el que debería ir. Sin embargo, tras días de calor, caminata y al terminarse lo que tenía para alimentarse e hidratarse, cayó tendida sobre un algarrobo donde finalmente falleció.
Al día siguiente, unos arrieros que estaban caminando por el lugar se sintieron atraídos por el llanto de un bebé y fueron a buscarlo. Cuando llegaron al lugar, encontraron al bebé sobre Deolinda y a la mujer sin señales de vida. Su pequeño pudo mantenerse despierto gracias a los pechos de su madre que aún podían darle de comer, por lo que se mantuvo prendido a ellos, según cuenta la historia. Los arrieros enterraron a Correa bajo el árbol donde la encontraron y se llevaron al niño, del que nunca se supo con certeza su destino.
El milagro que la consagró.
Sus fieles aseguran que el primer milagro que la Difunta
Correa concedió fue el de dejar con vida a su pequeño hijo que pudo continuar
alimentándose gracias a ella. Muchos dicen que cuando sintió que iba a morir,
pidió un favor a alguna virgen para que, al menos, permitiera al niño vivir.
Sin embargo, al tiempo de su muerte en el desierto, algo pasó que hizo que el
mundo entero comenzara a pedirle ayuda.
Así fue como a la mañana siguiente, Zeballos comenzó a caminar y encontró a su ganado reunido, tranquilo mientras pastaba. Entonces, el pastor cumplió su promesa y donde antes había sólo una cruz, al tiempo había un gran santuario al que muchas personas comenzaron a visitar tras escuchar la historia del milagro conferido.
Los devotos de la Difunta Correa.
Así como Zeballos lo hizo en Vallecito, otros seguidores de
la Difunta Correa, como la bautizaron, erigieron altares en distintos puntos
del país a los cuales se dirigen para rezar o llevar ofrendas. Es común al
pasar por los santuarios ver grandes cantidades de botellas, estas generalmente
tienen agua “para que nunca le falte el agua a la Difunta”.
Si bien los arrieros fueron los primeros adeptos a “La
Difunta”, pronto los camioneros se sumaron ya que creen en la protección que
puede darles por estar, los altares, a los costados de la ruta. Cerca de ellos
suelen parar a descansar, dejarle agua y alguna oración para luego seguir su
viaje.
En el santuario original hay actualmente un Oratorio al que se puede visitar en cualquier época del año, sin embargo en fechas puntuales como Semana Santa, el Día de las Ánimas, la Fiesta Nacional del Camionero o la Cabalgata de la Fe la cantidad de fieles en el lugar se multiplica llegando a reunir hasta 300 mil personas.
Publicado en Diario "La Capital" de Rosario.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
La diferencia de opiniones conduce a la investigación, y la investigación conduce a la verdad. - Thomas Jefferson 1743-1826.