Uno de los aspectos que más rechazo provocaron en el proyecto fallido de nueva Constitución chilena fue, sin duda, el referente al carácter "plurinacional" que pretendía atribuir al Estado.
El concepto de plurinacionalidad, formulado teóricamente por el ex vicepresidente de Bolivia Alvaro García Linera, ha sido hasta hoy receptado legislativamente en el continente solo en las cartas magnas de su país y el Ecuador.
La raíz de la plurinacionalidad -según sus propugnadores- radica en la voluntad de reconocer la preexistencia dentro de los limites del Estado de dos o más agregados nacionales, afirmando las peculiaridades culturales de cada uno de ellos frente a los abusos niveladores que pudiesen emerger del poder central.
Hasta allí, todo muy razonable. Se trataría de una aplicación entre tantas del denominado "principio de subsidiariedad", que manda que las instancias superiores no se sustituyan a las menores sino que ayuden a la legítima realización del ser de estas últimas, principio que vale tanto en el campo institucional como en el económico, en el educativo como en el social.
Sin embargo el plurinacionalismo tiende fácilmente a convertirse en un motor de desagregación. Cuando, so capa de respeto a las identidades culturales, se promueve la coexistencia dentro de un mismo Estado-Nación de diferentes sistemas jurídicos se resquebraja el tejido de la comunidad superior y se trabaja en un sentido exactamente opuesto al federalismo: no ya ex "pluribus unum" sino "ex unes plura".
Obsérvese que nuestro sistema federal, siguiendo el realismo de Juan Bautista Alberdi, se ha detenido un paso más acá del norteamericano, confiando la competencia sobre los Códigos de fondo a la federación y no a sus componentes.
La plurinacionalidad o la pluriculturalidad puede ser compatibles con grandes unidades políticas de tipo imperial; es más, son congeniales a ellas, como lo demuestran los casos romano o habsbúrgico, por ejemplo. En ambos, la existencia de una legitimidad de naturaleza cooptacional o dinástica en la cúspide del poder pone a la unidad, al menos temporalmente, a salvo de las tendencias centrífugas. No es esa la situación del Estado-Nación, constituído -como dijera Renan- por un "plebiscito cotidiano" que debe ser institucionalmente consolidado.
A través de una lengua oficial, de ciertos próceres comunes a todos, de un orden jurídico básicamente homogéneo, aquél se afirma y disuade toda pulsión particularista o secesionista. Pero entonces resulta claro que el orden de la convivencia debe ser uno para todos.
Si tal unidad no se da en los fundamentos valorativos del plexo jurídico, si -por ejemplo- se afirma la propiedad privada para unos y cualquier índole de "propiedad comunitaria" para otros, se está cohonestando la existencia de pueblos distintos en el seno del Estado. Y toda la legislación referente a los llamados "pueblos originarios" en nuestro país -desde el mismo artículo 75 inciso 17 de la Constitución- arriesga caminar en ese sentido. Como conservadores argentinos somos liberales, es decir, no renegamos de la igualdad civil proclamada en la parte dogmática del texto constitucional. Y, al propio tiempo, la consideramos uno de los elementos que cimentan la preservación de la Nación en el tiempo. Volveremos sobre el tema.
Miguel Angel Iribarne.
* Profesor emerito, Universidad Católica Argentina. Fue decano de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Católica de La Plata.
PUBLICADO EN DIARIO LA PRENSA.
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