Como el personaje de Vargas Llosa de Conversación en La Catedral que se pregunta “¿Cuándo se jodió el Perú?”, en el bar de Lima donde se sitúa la novela, o como canta Jaime Roos en Los Olímpicos sobre los uruguayos... “Uruguayos/ uruguayos/ dónde fuimos a parar/ Antes éramos campeones/ Les íbamos a ganar/ Hoy somos los sinvergüenzas/ Que caen a picotear”, si el lector de esta columna acepta un café en El Hipopótamo o en el Derby, alrededor del Parque Lezama, en algún momento nos quedaremos en silencio, mirando pasar la tarde en la ventana, pensando lo mismo, quizá en términos más vulgares, más nuestros: “¿Cuándo fue que nos fuimos a la mierda?”.
¿Cuándo y por qué comenzó a importarnos todo un carajo y forzamos los límites de la convivencia hasta reventarlos? No los de la ley que se nos impone, sino los propios, los que nos hacen ser una persona. Esos que desmienten al tango, porque no es lo mismo “ser derecho que traidor”, por ejemplo. ¿En qué momento empezamos a culpar siempre a otro, a negar, a encubrirnos con el discurso de que no podíamos ser “el boludo” que se queda afuera cuando todos “entran”?
Es probable que haya sido a causa de la última dictadura. Ya, antes, llevábamos varios años quebrando los pactos, los acuerdos, la Constitución, pero ahora hasta los golpes de Estado previos parecen dramas menores frente a lo que sucedió después. Fue en los primeros años de esos trágicos 70 cuando se despreció la vida. Matar pasó a ser un acto de justicia. Y la venganza comenzó a servirse en caliente. Secuestrar, torturar, eliminar, aniquilar, erradicar, reprimir fueron los verbos maestros del poder. Hasta el punto de “desaparecer”, “no estar”, como decía Videla, “ni vivos ni muertos”. Y desaparecimos, miles físicamente y millones como sociedad, como proyecto, como promesa, como cultura. Cultura entendida, según T.S. Eliot, “ como todo aquello que hace que la vida merezca la pena ser vivida”.
A más de treinta años, esa explicación, la dictadura como causa y consecuencia, es necesaria pero no suficiente para entender todo lo que sucedió después. Hay una responsabilidad que, en parte, les cabe también a los gobiernos democráticos. Alfonsín, según admitió, no supo o no pudo echar las raíces y desarrollar la construcción de ciudadanía, el debate de ideas, los apoyos mutuos, la alternancia en el poder, la igualdad ante la ley.
Agotados por las resistencias tardías de los carapintadas, desesperados por el fracaso económico, nos saqueamos de paciencia, y en ese desencuentro con la fe democrática regresamos al peronismo, donde el discurso populista de Menem prendió en campo fértil. “La patria morena”, “la revolución productiva”, “el salariazo”. El líder que no iba a defraudar arrasó con lo poco que quedaba de esperanza. Dictó los indultos a Firmenich y Videla, entre otros, y en poco tiempo traicionó todas las palabras dadas y las promesas hechas. El mensaje que bajaba desde el poder era: “Mírenme. Vean cómo miento. Cómo hago lo contrario de lo que digo. Síganme. Todo está permitido”.
El “favor” pedía “retorno”. Los barrios se cerraron. Colocamos rejas, cámaras, alambres de púa. El que no mafia no mama. La policía hizo su negocio. El narco tomó posesión de la tierra de nadie, contrató a sus “soldaditos” y comenzó la guerra. Sálvese quien pueda. El que no es un criminal es cómplice o es víctima.
Desde entonces, la muerte parece ser el único motor de nuestra historia. Tuvo que morir, violada, asesinada, María Soledad en Catamarca para terminar con el régimen feudal de los Saadi. Tuvo que morir, apaleado, el soldado Carrasco para terminar con el servicio militar obligatorio. Tuvieron que morir 52 personas en la masacre de Once para que se ocuparán de los trenes. Tuvieron que morir fusilados los pibes Kosteki y Santillán, durante la gobernación de Felipe Solá, para que Duhalde adelantara las elecciones. Tuvo que morir Mariano Ferreyra para que finalmente un sindicalista, José Pedraza, fuera preso. Costó muertos terminar con Cavallo. Y sin contar los muertos de hambre, de necesidad, de olvido, de pena, de nada, de tantos que ni siquiera movieron la aguja de la vida.
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