Motivos para cantar en el bicentenario
por Carlos SCHULMAISTER.
Toda manifestación o expresión artística o estética de carácter colectivo que no vive por sí misma sino mediante resurrecciones rituales no prueba solamente una crisis estética sino fundamentalmente la crisis ética de sus fundamentos.
Cincuenta años atrás la infancia estaba poblada de canciones. Uno andaba por las calles de la vida cantando, tarareando y silbando a toda hora. Los altoparlantes de las propaladoras en las plazas pueblerinas se hacían eco de las grandes radios de Buenos Aires difundiendo los temas del hit parade, y en los kioscos se vendían los cancioneros de todos los géneros musicales para satisfacción del niño, la dama y el caballero.
Aquellas viejas canciones tenían melodías agradables y pegadizas, lo cual las hacía fácilmente recordables. Hoy, en cambio, todo es distinto. ¿Quién se atreverá a silbar o tararear un rap u otros géneros musicales percusivos o con sonidos informes de fondo sobre los que se agrega la voz humana a grito pelado?
No caben dudas acerca de la decadencia de muchas estéticas actuales, pero como el gusto musical es algo subjetivo cada uno habrá de excitarse con el propio y no con el del otro. Y lo mismo vale para el baile, por ejemplo para el hip hop.
Ni siquiera en la emblemáticamente tanguera Buenos Aires se podrá hallar hoy, año 2009, alguien entonando o silbando no digo un tango… pues ni siquiera un jingle o una copla futbolera. Cantar, silbar, tararear, ya no son actos personales espontáneos ni tienen la significación para nuestras vidas que tuvieron en el pasado. Hasta sus complejas funciones sociales se han degradado para ser producidos con objetivos mercantilizados o politizados.
Otras formas del canto están en retirada o ya no están: son los himnos, las marchas y las canciones patrióticas escolares, especialmente en los llamados “actos patrios”. Las disposiciones oficiales de antaño prohibían explícitamente que en ellos se utilizaran discos con versiones cantadas: sólo se permitían las versiones instrumentales pues estaba claro que eran los presentes quienes debían cantar, y sin “muletas”... En cambio hoy ya no se canta: se hace como que sí, pero se escucha una versión grabada, sin la cual el bochorno resultante sería ignominioso.
Durante más de un siglo el canto patrio fue un canto ritualizado, asociado a una concepción metafísica e irracional de la Patria y del patriotismo que sólo en la última década ha comenzado a revisarse aunque sin intervención de las autoridades educativas. Hoy el rito continúa pero como macchietta, pleno de indiferencia intelectual y emocional por parte de alumnos y docentes.
Si la fe en la Patria ha disminuido (por lo menos en esa concepción paternalista) también la Fe religiosa lo ha hecho paralelamente, como lo prueba la agonía del canto en la misa de la Iglesia Católica, tanto como se han extinguido las procesiones en las que los fieles también cantaban.
Como sabemos y recordamos, los cantos sagrados, guerreros y cívicos, todos cantos regimentados, han estado siempre impuestos verticalmente mediante didáctica de machaque, y así han llegado al presente, cargados de formalidades externas, acompañados de una inmensa oquedad en los corazones y las mentes de los asistentes, que en todo caso son meros participantes pasivos.
Tampoco las canciones populares y folclóricas son necesariamente frutos espontáneos y genuinos de la mentada libre creatividad popular, ya que a menudo han sido instituidos por tiranías, dictaduras y populismos, además de los omnipresentes mass media; aún -y sobre todo- en naciones supuestamente soberanas, donde en realidad el único soberano es el plato de lentejas, por más reflejos modernizantes por aquí y por allá para consumo de esclavos y clientes.
O sea que un pueblo que canta no siempre será un pueblo feliz, como sostenía San Agustín. Los esclavos de la antigüedad cantaban hasta cuando eran azotados en sus inhumanos trabajos.
A menudo -y mucho más actualmente- el canto, el baile y otras formas de la expresividad en general han sido catárticos pero no liberadores o generadores de autoconciencia y autonomía personales, como resultado de metodologías de inducción colectiva por parte de quienes dan a la gente pan y circo, choripán y espectáculos, para que “estalle la alegría”.
¿Será por eso que el canto colectivo en público ya se ha perdido entre nosotros, siendo reemplazado por la mera escucha, mediada por la radio, el televisor, el CD o el DVD? ¿Será por que no somos felices? Si el canto personal es expresión de alegría, ¿será que nos faltan motivos para estar alegres tanto como estados de bien estar?
Recordemos que nuestros dolores colectivos suelen enmascararse tras aquellas inducciones de “alegría”, “emoción” y “fe” mediáticas, administrativas, protocolares y ritualizadas a que antes me referí. Entonces, ¿qué hacer con ellas sabiendo que además de ilegítimas son narcóticas, obligatorias y persuasivas?
Más aún, ¿qué deberían hacer los docentes en las escuelas y en las clases de música?: ¿ser fieles ejecutores de los designios oficiales? Si lo hicieran anularían el valor intrínseco de la dimensión expresiva de los seres humanos, y anularían la libertad que le es consustancial; ni más ni menos que lo que ha sucedido hasta ahora.
Una alternativa sería el rompimiento de cadenas, pero no como es habitual en el sistema educativo -para caer en el nihilismo conceptual-, sino para crear espacios de libertad creadora. Tarea educativa que, obviamente, no será administrativa, pasiva, ni gatopardista, y que requiere debates, fines, estudios y formas serios y profundos.
Pero esto último se relaciona con toda la realidad. He aquí, pues, por qué -pese a lo que generalmente se cree- el canto, la música, la danza, no son temas menores de la vida social y cultural.
Imágenes internet.-
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