El rosismo de la familia Alem.
Leandro Alem había nacido el 11 de marzo de 1842 en el barrio de Balvanera, y fue bautizado en la misma iglesia parroquial. Su infancia suburbana transcurrió alrededor de la pulpería paterna en la esquina de las calles Federación y De los Pozos (hoy Avda. Rivadavia y Matheu) y los guapos faenadores de los corrales de Miserere. En aquellos días el padre, Leandro Antonio Alén, gozaba de alto predicamento en el barrio como oficial de policía a las órdenes de los más allegados colaboradores de Juan Manuel de Rosas en la Sociedad Popular Restauradora, los fieles y temidos Salomón, Cuitiño o Parra.
Los Alén venían en realidad de un antiquísimo origen vascuence natural de Vizcaya y trasladado alrededor del siglo XVII a Galicia. Avecindados en Santa Eulalia de Mondariz, en las pontevedrenses tierras de Tuy, y según lo ha estudiado el genealogista Hugo Fernández de Burzaco y Barrios, tenía acreditada nobleza de sangre en la “Real Chancillería de Valladolid”. Su escudo de armas lucía una panela ardiente de gules sobre campo de oro y uno de los vástagos de ese linaje, avecindado en Buenos Aires, contrajo matrimonio en 1789 con María Isabel Ferrer, abuelos paternos del Dr. Leandro Alem.
Otras ramas diversas del mismo tronco hispano llegaron antes o después al Río de la Plata, aposentándose en Buenos Aires, Montevideo o Asunción del Paraguay, siendo como es ya sabido, su verdadera grafía Alén, modificada posteriormente por el caudillo al trocar la “n” por “m” que mantuvieron sus descendientes, aunque provinieron todos de un común origen. Origen que por remontarse a la raza vasca descarta toda posibilidad de ascendencia árabe, pues precisamente en esa región peninsular nunca llegaron a dominar los árabes. Pese a tener el apellido la partícula “Al”, distintiva de muchos vocablos árabes, y algunos rasgos fisonómicos del caudillo en los cuales ha querido descubrirse semejanzas orientales, su linaje es profundamente hispano como lo demostraron probanzas y escudo nobiliario. El mote de “turco”, dicho con sentido peyorativo por sus adversarios, es una inexactitud propia del desconocimiento étnico-social que tenía la oligarquía entronizada en el poder después de Pavón, al mismo tiempo que denota el menosprecio a los nuevos grupos inmigratorios que llegaban al país en busca de los prometidos “beneficios de la libertad”, amparados por el igualitarismo constitucional.
El padre del Dr. Alem, porteño e hijo de gallegos, ocupaba en su medio un lugar acomodado y profesaba una total adhesión al Partido Federal, que a la larga le costó la vida. Fue seguidor del coronel Manuel Dorrego en sus bravías luchas porteñas, y muerto éste, se refugió en el campamento de don Juan Manuel a quien siguió desde entonces con veneración total. Por eso también, el gobierno “lomo negro” de Balcarce le privó del empleo policial, al que le volvió Rosas, distinguiéndole con afecto no obstante algunos trastornos de salud que muchas veces le impedían prestar servicio.
La pulpería de la calle Federación vino a ser en esos años de infancia, el mundo mágico que acercó al niño a una realidad social hecha de gauchos y guapos orilleros, vivadores de la “Santa Federación”, a cuyo entorno llegaban y se transmitían las noticias de los vaivenes que sufría el país, acosado por amenazas extranjeras y defecciones internas. Leandro Antonio, el antiguo alférez de milicias que nombrara el gobernador Dorrego, estaba jubilado del servicio policial por Rosas, aunque percibía sueldo y cumplía otros menesteres encomendados por el Restaurador. De tanto en tanto era requerido desde Palermo y allí cuidaba en las cuadras los caballos predilectos del jefe federal: el Tordillo y el Pico Blanco. Otra vez, en los cuarteles de Ciriaco Cuitiño, le tocó curar a su caballo de andar, y don Juan Manuel recompensó estos servicios con mil quinientos pesos, suma que Alén sólo consintió en aceptar una tercera parte, y devolvió el resto en carta donde decía que estaba “suficientemente satisfecho con los quinientos que quedan en su poder”.
Quizás en aquellos tiempos, trabajaba en las caballerizas de Rosas, o las frecuentaba por su modesta condición de herrero, un muchacho vasco, inmigrante y sin familia, llamado Martín Yrigoyen Dodagaray. Quizás allí se prendó de Marcelina Alén, hija segunda del mazorquero de Balvanera con quien el vasquito aprendió a cuidar los pingos rosistas. Marcelina era una de las niñas allegadas a la corte de Manuelita, y las vinculaciones familiares dieron valimiento a las gestiones hechas ante el mismo Rosas para salvar algún amigo en desgracia.
Con alguna exageración, Telmo Manacorda sostiene que “Marcelina tuvo tanto ascendiente con don Juan Manuel que le salvó la vida a don Samuel Quiroga cuando iban a fusilarlo y ella pidió por él”. Otro biógrafo de Alem afirma también exageradamente, que la joven era una especie de “reina de Palermo”, todo lo cual es poco creíble dada la diferente situación social y política que tenían ambas familias. Pero es indudable que tuvo acceso al mundo cortesano de Palermo y un profundo misterio ha quedado acerca de los alcances de esa frecuentación. Como un saldo directo y legítimo, la relación que anudaran ahí Marcelina Alén y Martín Yrigoyen, culminó con el casamiento de ambos en 1847.
Todo terminó con la caída de Rosas. La familia Alén sintió la derrota como algo que destruía peligrosamente su estabilidad hogareña y económica. Comenzó a ser perseguida, bajo el estigma de mazorqueros, a sufrir los riesgos del revanchismo unitario. El pulpero Leandro debió esconderse muchas veces, desaparecer de la casa y huir de las persecuciones, ante el dolor de la mujer y sus hijos, entre los cuales, Leandro, que contaba con 10 años propicios a comprender y medir la inmensidad de la tragedia. En ese ambiente sobresaltado, la hermana Marcelina dio a luz su tercer vástago: Hipólito Yrigoyen Alén. El acontecimiento ocurrido el 13 de julio de 1852, conturba aún más, provoca llantos alegres y temerosos, y por alguna sutil e impenetrable razón es ocultado oficialmente. Cuatro años después recién será bautizado e inscripto el nacimiento del sobrino de Leandro Alem, cuando estén apagados los ecos sombríos del cañón de Caseros y la sombra del abuelo ahorcado comience a esfumarse. “Años más tarde, Hipólito Yrigoyen, acaso pensando en los sufrimientos de Marcelina, dará un valor simbólico al hecho de haber estado en el vientre de su madre en aquellos días”, asevera Manuel Gálvez.
No habría de durar mucho esa intranquilidad. Al fin, cansado de aguantar las persecuciones unitarias, el mazorquero Alén desenterró sus pistolas y su cintillo punzó, montó a caballo y en diciembre de 1852 se sumó las huestes federales del coronel Hilario Lagos. Estas pusieron sitio a Buenos Aires, como reacción a la revuelta de 11 de setiembre que había depuesto las autoridades “prourquicistas” y resuelto la secesión de las provincias argentinas.
El hijo del ahorcado
El antiguo bienestar de la familia Alén estaba deshecho. ¡Cómo extrañar entonces aquél arranque desesperado del pulpero federal, al abandonar todo para irse con las huestes de Lagos, y jugar en esa última partida su destino y el de los suyos! La patriada le fue adversa y le costó la vida.
Valentín Alsina, el viejo rivadaviano, y Bartolomé Mitre, el joven liberal, integraban el ejecutivo y la legislatura porteña, con todo el empuje del patriotismo urbano dispuesto a retener el cetro del país para Buenos Aires. Lagos debió levantar el sitio, carcomido por el oro de los comerciantes filtrado sinuosamente al campamento para soliviantar sus tropas. Venció el soborno y una generosa disposición de “olvido de agravios”, más aparente que real, hizo volver a la ciudad a muchos sitiadores. Alén y su amigo el coronel Ciriaco Cuitiño, quien tanto le distinguía con su amistad afectuosa como buen padre de familia, fanático en su lealtad a Rosas, y ennegrecido por una injusta fama criminal; estaban entre los soldados que regresaban.
En ese intermedio de separación, la familia debió abandonar la pulpería de la calle Federación y reducirse a consecuencia de los apremios económicos. El regreso del padre tras esa mentirosa expresión legal y perdonavidas del gobierno aceleró definitivamente la tragedia familiar. Ocupaba el gobierno desde julio de 1853, Pastor Obligado, y la reacción contra los mazorqueros provenía de ex rosistas ahora conversos del liberalismo, decididos a mantener los privilegios de Buenos Aires. El nuevo gobierno en consecuencia, destituyó a los jueces sospechados de tibieza, designando para presidir el Tribunal de la Provincia a Valentín Alsina, como siempre cargado de odios rencorosos. El P. E. pidió de inmediato a la legislatura una ley para el juzgamiento de los presos a raíz del sitio, o de los que fuere necesario detener. Se ordenaba al tribunal judicial, “acortar los términos y aún actuar en todas las horas del día y la noche”. Los diarios tronaban sus exigencias imperiosas de “justicia” y venganza para terminar con los “rosines”, y en ese clima exaltado se dispuso la detención, acusación y juzgamiento de Antonio Reyes, Ciriaco Cuitiño, Manuel Troncoso, Silverio Badía, Fermín Suárez, Manuel Gervasio López y Leandro Antonio Alén.
El 11 de agosto (Obligado había sido elegido el 24 de julio y sólo diez días antes de eso concluyó el sitio de Hilario Lagos) el gobierno elevó las acusaciones. Para castigar esa insólita reaparición de los mazorqueros nada mejor que acusarlos de los crímenes cometidos durante el terror de 1840 y el haber pertenecido a la Sociedad Popular Restauradora, cargos que también pudieron esgrimirse contra notorios funcionarios del momento como el ministro Lorenzo Torres, “purificado” por su conversión al liberalismo en 1852.
El caso estaba perdido “ab-initio” pero aún sabiéndolo, asumió la defensa de Alén, el Dr. Marcelino Ugarte, quien afrontó la impopularidad en aras del mismo sentido de justicia que le llevó a demostrar la total inocencia de su defendido en las muertes de algunos unitarios, imputadas como base del proceso. De los tres unitarios ajusticiados entre 1840-42 que figuraban en el proceso contra Alén, se demostró que al recibir la orden de quitarle la vida a uno, la desobedeció porque no venía de autoridad suficiente; en el otro caso, sólo había procedido como policía a la detención del acusado sin intervenir en su posterior fin; y en el último pudo argumentarse que señaló a la policía el domicilio de un prófugo y nada más. Muchos años después de la muerte de Alén, una confesión “in-extremis” se atribuyó con arrepentimiento la responsabilidad de esta muerte por la cual fuera condenado el pulpero federal.
Todo era inútil. Lo sabía Alén, su familia, su abogado. Rápidamente se apuró la sentencia. El 9 de diciembre la firmó el juez del crimen en primera instancia. Cuitiño “Jefe del Escuadrón de Vigilantes de Policía y de la Sociedad Popular conocida por la Mashorca”, y Alén, “vigilante primero de a caballo”, eran condenados a “la pena ordinaria de muerte con calidad de aleve, con suspensión en la horca de sus cadáveres”. Diez días demoró la Cámara en abocarse al fallo, cuatro en producir sentencia definitiva firmada por su presidente Valentín Alsina, y tres el gobernador Obligado en poner el cúmplase y fijar para la ejecución el 29 de diciembre de 1853 a las nueve de la mañana.
Fue también inútil todo pedido de clemencia. “El espíritu de venganza está presente en esta sentencia inicua”, afirmó Alvaro Yunque, nada favorable al rosismo. Y agregó en su biografía del caudillo, “Alén tuvo la fatalidad de ser juzgado junto con Cuitiño, célebre ya, por lo que hizo y por lo que no hizo. De ser juzgado solo, el honrado y buen hombre de Balvanera no hubiera recibido más pena que unos meses de prisión. Pagó por el amigo. Luego su hijo pagaría por él”.
Enfrentaron al pelotón de fusileros en la mañana del 29 de diciembre. Soportaron el escarnio de atravesar las calles en una carreta de bueyes, recibiendo los denuestos, gritos y vejámenes de la multitud, en una alucinante escena de la Francia revolucionaria, los “sansculottes” y la guillotina diecioechesca. A golpes de tambor llegaron los dos condenados al tablado construido sobre la Plaza de la Concepción (actual Alfonso Castelao) hacia el sur de la ciudad. Cuitiño con coraje y rebeldía enfrentó a soldados y magistrados, protestando a gritos su inocencia por haber cumplido órdenes de las autoridades legales y de su gobernador el ilustre don Juan Manuel de Rosas. Alén, demacrado, victima de una apoplegía que le impedía caminar erguido, -recrudecían en esas horas sus antiguos trastornos físicos y psíquicos-, era un pálido espectro que marchaba a su fin. Había confesado y testado la noche anterior; sin valor para despedirse de su familia, dejó unas cartas a su esposa e hijos reiterando sus sentimientos religiosos y su inocencia.
Una antigua tradición afirma que aquella mañana de la ejecución, el pequeño Leandro estaba en la Plaza para ver morir a su padre. El caudillo nunca habló de ello. Guardaba íntimamente como un tesoro oculto y profundo, clavado en lo más recatado del amor filial, los recuerdos de esos momentos espeluznantes. Era “el hijo del ahorcado”, según la fácil denominación dada a los fusilados por delitos infamantes cuyos cadáveres sufrían la pena póstuma de ser colgados en la horca para exhibición y ejemplo público. Nadie iba a acercársele a su familia, ni a perder la ocasión de saciar venganzas reales o fingidas mordiendo el diente en los escasos bienes de su magra testamentería.
La familia debió hacer nuevos sacrificios, reducirse más, ocultarse de amigos y enemigos. La defensa del Dr. Ugarte la publicó el Dr. Miguel Navarro Viola, eminente opositor al régimen, que dirigía “El Plata Científico y Literario”, en 1854. Dos años después de la causa, el mismo Ugarte fue expulsado de la ciudad al arrogarse el gobierno las mismas aborrecidas “facultades extraordinarias” de otros tiempos, para reprimir la sublevación del general Jerónimo Costa, el inolvidable héroe de Martín García. El ejército de Mitre termino sacrificando en la matanza de Villamayor el 31 de enero de 1856 al militar rendido, que dejó como trofeo esa “espada ruin y mohosa” cuyo fusilamiento celebró Sarmiento en “El Nacional” al considerar con ello, “acabada la mazorca”.
Fuente
Alen Lascano, Luis C. – Alem y Saldías, entre la política y la historia.
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Gálvez, Manuel – Vida de Hipólito Yrigoyen – Buenos Aires (1939).
Manacorda, Telmo – Alem, un caudillo, una época – Ed. Sudamericana, Buenos Aires (1941).
Fuente de información: Portal www.revisionistas.com.ar
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