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...." el pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda todo lo que parece muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria". Leopoldo Marechal.

LA ARGENTINA DEL BICENTENARIO DE LA PATRIA.

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“Amar a la Argentina de hoy, si se habla de amor verdadero, no puede rendir más que sacrificios, porque es amar a una enferma". Padre Leonardo Castellani.

“
"La historia es la Patria. Nos han falsificado la historia porque quieren escamotearnos la Patria" - Hugo Wast (Gustavo Martínez Zuviría).

“Una única cosa es necesario tener presente: mantenerse en pie ante un mundo en ruinas”. Julius Evola, seudónimo de Giulio Cesare Andrea Evola. Italiano.

lunes, febrero 24, 2020

LOS DESCUBRIMIENTOS DE UN JOVEN BRILLANTE (FRAGMENTO DEL LIBRO "ANTICRISTO, HISTORIA DE UNA PROFECIA JESUÍTICA SUDAMERICANA", DE JAVIER GARIN).


LOS DESCUBRIMIENTOS DE UN JOVEN BRILLANTE (FRAGMENTO DEL LIBRO "ANTICRISTO, HISTORIA DE UNA PROFECIA JESUÍTICA SUDAMERICANA", DE JAVIER GARIN).
Salamanca, 11 de julio de 1790
Los jóvenes criollos americanos de buena posición tenían, a fines del siglo XVIII, sólidos establecimientos educativos donde estudiar en América. Las familias acomodadas del Río de la Plata, y en especial de la burguesía comercial de Buenos Aires, enviaban a sus hijos a la Universidad Mayor Real y Pontificia San Francisco Xavier de Chuquisaca. El prestigio de este centro de estudios, fundado por los jesuitas en 1624, reconocido por bula papal y cédula real, y consolidado en 1775 con la Real Academia Carolina para la enseñanza del Derecho, se extendía a todo el Nuevo Mundo y atraía a una multitud de estudiantes de las regiones más apartadas, conquistando a la ciudad el título de “Atenas americana”, o como diría el general Miller, “la Oxford de América”. De sus aulas surgieron trescientos cincuenta doctores que administraban justicia, litigaban o cumplían funciones públicas de un extremo al otro de las Colonias. Allí se graduaron patriotas célebres como Juan José Castelli, y muchos años después Mariano Moreno y Bernardo Monteagudo. Uno de los autores que se estudiaban con mayor asiduidad y de más honda influencia en el pensamiento de los futuros revolucionarios era el jesuita español Francisco Suárez, el “Doctor Eximius”, a tal punto que el discurso de Juan José Castelli en el Cabildo abierto de 1810 se inspiraría directamente en la doctrina de “reversión de la soberanía al pueblo” del célebre teólogo de la Compañía de Jesús. Un año después de la expulsión de los jesuitas, Carlos III ordena prohibir las enseñanzas de Suárez, al parecer tan peligrosas para el orden establecido como las del solitario Lacunza y su visión de los reyes al servicio del Anticristo…1
Pero las familias más pudientes, en forma harto excepcional, podían incluso animarse a enviar a sus hijos a España. Las universidades peninsulares más renombradas eran las de Salamanca, Valladolid y Alcalá de Henares, que en 1786 contaban respectivamente con 1859,1288 y 450 alumnos. Era Salamanca la más ilustre de todas, la más antigua de España y la tercera más antigua de Europa. Madre y modelo de universidades, Salamanca proveía la formación de la burocracia estatal y tribunalicia con los más reputados juristas. Asiento de la renovación humanística, sus aulas contaron con los profesores, teólogos, jusperitos y literatos más ilustres. Allí tuvo su sede la célebre Escuela homónima, a la cual perteneciera el mentado jesuita Suárez, entre otros conspicuos pensadores, la que innovó en derecho de gentes, economía y teología y jugó un papel destacado en el Concilio de Trento. Los expertos de Salamanca llegaron a ser consultados sobre los más variados asuntos, desde la factibilidad del proyecto de exploración de Cristóbal Colón hasta la existencia o no de alma entre los indígenas americanos y sus derechos correspondientes. Bajo el reinado de Carlos III, el claustro de Salamanca fue el corazón de la Ilustración española y una usina de las ideas más “avanzadas”. Poseía Facultades mayores de Teología, Cánones y Leyes, y otras de Arte, Medicina y Filosofía, contando también con cátedras de Humanidades, Retórica, Música, Griego y Hebreo. Era su rector el Dr. Diego Muñoz Terrero, liberal, como correspondía a la época del despotismo ilustrado2. Pero eran contados casi con los dedos los criollos que podían acceder a sus aulas. A lo largo del siglo XVIII sólo figuran inscriptos en Salamanca veintisiete criollos: apenas cuatro de Buenos Aires3. El más joven de los porteños fue inscripto con apenas dieciséis años en 1786, y sería el más famoso de todos debido a su excepcional capacidad, carisma e inteligencia. Su padre, acaudalado comerciante de origen italiano, afincado en el puerto de Buenos Aires y jefe de una familia muy numerosa,
se había enriquecido gracias al sistema del monopolio que impedía el libre comercio en las colonias, llegando a hacer una considerable fortuna, suficiente “para vivir cómodamente y dar a sus hijos la educación mejor de aquella época”, según recordaría el joven años después en su trunca “Autobiografía”. El talento de este adolescente corrió el riesgo de ser desaprovechado. Al pretender inscribirse en la Facultad de Leyes, en noviembre de 1786, el Secretario de esa alta casa de estudios se negó a admitirlo, porque el certificado emitido por el Colegio Real de San Carlos no tenía asentada, por error, la aprobación de “Filosofía” y “Moral”. El joven porteño, al ver esfumarse su futuro por una falla burocrática, dio muestras del carácter resuelto que más tarde le conquistaría un lugar de altísima gloria en las guerras de emancipación americanas: se dirigió personalmente en queja al propio Rey. Después de una serie de idas y vueltas, Carlos III admitió que el jovencito rindiera examen de las materias no registradas, lo cual hizo con éxito, pasando ese mismo día a formar parte de la matrícula4. Desde entonces, era común que se lo viera caminar muy atareado por los patios y pasillos, con una sotana de estudiante y una larga capa oscura pendiendo de sus hombros. Sobre sus cualidades intelectuales y morales, dijo uno de sus profesores que era un joven aplicado, bondadoso y caritativo, y que se destacaba por “un entendimiento sólido y lleno de luces, bellas cualidades que entre los hombres son un género de felicidad que parece los diviniza. El temor de Dios, este temor que se llama en la Escritura, ya el principio de la sabiduría, ya la sabiduría misma, ya la plenitud y la corona de la sabiduría, es el móvil de todas sus acciones. ¿De un joven de estas cualidades qué no podemos esperar? Alcanzará sin duda a ser un hombre cual todos lo deseamos, útil a Dios y al Mundo, a la religión y al Estado”5.
Era un joven delgado, alto y muy buen mozo. Un bello rostro oval de tipo italiano, enmarcado por una prolija cabellera rojiza, con bucles levemente dorados, le atraía infaliblemente las miradas de las jovencitas. Algunos de sus biógrafos llegarán a decir –aunque sin evidencias respaldatorias –que en aquellos años inició su larga carrera de seductor, contrayendo sífilis en algún lupanar: enfermedad que –al decir de estos autores– lo habría de perseguir por el resto de su vida, y aún precipitar su muerte con apenas cincuenta años de edad. Otros historiadores niegan, con razonables argumentos, que padeciese esa dolencia vergonzante. El joven porteño, luego de residir durante un tiempo en casa de su hermana en Madrid, se alojaba ahora en uno de los Colegios Mayores. Al ser tan poco numerosos los estudiantes americanos, no pasaría mucho tiempo sin que conociera, y en cierto modo ayudara a adaptarse, a otro joven nacido en el mismo continente, aunque tres años menor: el arequipeño Pío Tristán, con quién mantendría una larga amistad, que sobrevivió incluso a la circunstancia de verse enfrentados en bandos enemigos durante la Guerra de la Independencia. Contando apenas diecinueve años, nuestro joven porteño se inscribió, en enero del crucial año de 1789, en la Universidad de Valladolid, para rendir examen de bachiller en Leyes, el cual aprobó brillantemente. Desde febrero de 1789 hasta 1794, en que regresa a Buenos Aires, el notable estudiante profundizó su formación y realizó prácticas forenses con la mira de graduarse de abogado, al tiempo que se consagraba a los estudios de inglés, francés e italiano y devoraba cuanto libro sobre teoría económica y política cayera en sus manos. Montesquieu, Diderot, D’Alembert, Rousseau, Voltaire, D’Holbach, Quesnay, Turgot, el abate Condillac, el marqués de Mirabeau, se hicieron familiares a sus ojos, así como los ensayos de los españoles Cabarrús, Jovellanos y Campomanes. En su autobiografía escribirá: “Confieso que mi aplicación no la contraje tanto a la carrera que había ido a emprender, como el estudio de los idiomas vivos, de la economía política y al derecho público, y que en los primeros momentos en que tuve la suerte de encontrar hombres amantes al bien público que me manifestaron sus útiles ideas, se apoderó de mí el deseo de propender cuanto pudiese al provecho general, y adquirir
renombre con mis trabajos hacia tan importante objeto, dirigiéndolos particularmente a favor de la patria. Como en la época de 1789 me hallaba en España y la Revolución de Francia hiciese también la variación de ideas, y particularmente en los hombres de letras con quienes trataba, se apoderaron de mí las ideas de libertad, igualdad, seguridad, propiedad, y sólo veía tiranos en los que se oponían a que el hombre, fuese donde fuese, no disfrutase de unos derechos que Dios y la naturaleza le habían concedido, y aun las mismas sociedades habían acordado en su establecimiento directa o indirectamente”.6 Sucede, sin embargo, que este inquieto joven no era un liberal al uso, aunque lo parecía a primera vista. Era muy conocido por su fuerte devoción y apego al catolicismo. De regreso en Salamanca, había sido designado Presidente de una Academia jurídico-económica (“la economía política hacía furor”), pero la libertad con que discutía sobre las ideas modernas no le impedía cumplir celosamente los deberes religiosos. Aunque las obras más osadas de los autores franceses, y de otros pensadores considerados heréticos o subversivos, resultaban accesibles en forma clandestina –pues había en España y en América una corriente subterránea de circulación de libros raros y atrevidos e ideas no convencionales que ninguna censura podía contener, y en la que abrevaban los jóvenes, ávidos de novedad–, nuestro estudiante no quería en modo alguno faltar a sus deberes de irreprochable católico. Es así que tomó la pluma y escribió –en latín– la siguiente nota a Su Santidad Pío VI, como antes había escrito al Rey: “Beatísimo Padre: “Manuel Belgrano, humilde postulante, a Vuestra Santidad expone que él mismo, después de haber estudiado la carrera de letras, se dedicó al derecho civil, en el que obtuvo el grado de bachiller, y a otras facultades, siendo al presente presidente de la Academia de Derecho Romano, Práctica Forense y Economía Política en la Real Universidad de Salamanca. Por lo cual, para tranquilidad de su conciencia y aumento de la Erudición, a V. S suplica le conceda permiso para leer y retener libros prohibidos en la regla más amplia”. A vuelta de correo le llegó de los Estados Pontificios la siguiente respuesta, también en latín: “Por nuestro Santísimo Beatísimo Pontífice Pío VI. “De la audiencia del Santísimo. “Julio 11 de 1790. “El Santísimo concedió bondadosamente al postulante la licencia y facultad pedida de leer y retener, durante su vida, todos y cualesquiera libros de autores condenados y aun de herejes, de cualquier manera que estuvieren prohibidos, custodiando, sin embargo, los dichos libros para que no pasen a manos de otros. Exceptúanse los pronósticos astrológicos que contienen supersticiones y los que ex profeso tratan asuntos obscenos”.7 Con este permiso en mano, el joven Belgrano se dispuso a leer, formalmente autorizado, los libros que ansiaba. Pero entonces, como el resto de su vida, su interés no se dirigía exclusivamente a los asuntos mundanos. También le interesaban las discusiones espirituales y teológicas. Una en particular habría llegado a sus oídos y a los de otros estudiantes en el período que va desde la autorización pontificia hasta la fecha de su regreso al Río de la Plata cuatro años más tarde: una obra misteriosa y profética que, al decir de quienes la habían leído en manuscritos, resúmenes o copias, no sólo contenía impensadas interpretaciones sobre el Apocalipsis y el Anticristo sino que también daba la llave para comprender algunos de los extraordinarios acontecimientos que con la Independencia de las Colonias norteamericanas y la Revolución Francesa, habían puesto de cabeza el orden establecido. Manuel Belgrano ardía por conocer esa novedad y juzgar por sí mismo de las acusaciones que sobre ella pesaban. Y una de las cosas que más lo sedujeron fue que su autor era un ignoto teólogo americano,
tocayo suyo: el jesuita desterrado Manuel Lacunza. Contrariando la leyenda peninsular que atribuía a los criollos una inferioridad intelectual y cultural insalvable, América demostraba ser capaz de producir pensadores de fuste, admirados y discutidos en Europa por las mentes más robustas…8 ¿Cómo es que llegan a Salamanca noticias, y aún ejemplares copiados a mano, de la obra teológica de Lacunza, quien vivía a la sazón en otro país y no había logrado imprimir sus escritos? Recordemos que en 1789 el jesuita chileno había remitido al Consejo de Indias en España una versión no definitiva de la obra –que recién concluyera un año más tarde–. Surge de una carta del jesuita argentino Gaspar Juarez, de enero de 1791, que los eruditos de la Compañía se esforzaron por publicar la obra en diversos idiomas 9. Los amigos de Lacunza, que ya lo consideraban un teólogo revolucionario, habrían propuesto sacarla en letra de molde mediante una suscripción de dinero de contribuyentes entusiastas. Pero el autor puso como condición obtener primero las aprobaciones pertinentes. Pronto se encontraron con la resistencia y desaprobación de la jerarquía eclesiástica. La autorización del Consejo de Indias se fue dilatando y jamás se hizo efectiva. El Padre Manuel Luengo escribió en su Diario: “La venida del Mesías no se ha impreso todavía, y verosímilmente no se imprimirá jamás”10. La orientación filojudía del escrito de Lacunza, que daba especial importancia a la conversión de los judíos –por quienes manifiesta una viva simpatía totalmente inédita en el clima antisemita tradicional del clero– movió a un grupo de judíos venecianos a ofrecer a los jesuitas la publicación de la obra a su costa, pero Lacunza no lo consintió11. Las primeras copias completas de una obra de más de mil quinientas páginas que alcanzaron gran circulación fueron traducciones manuscritas, dos en latín y una en italiano, que podían conseguirse con esfuerzo en Roma en 179412. El propio Lacunza, en carta al ministro español Antonio Porlier, en la que intenta bienquistarse con la monarquía para evitar obstáculos a su obra, explica que la escribió en español, pero que se avino a hacerla traducir al latín “en atención al escrúpulo de algunos a quienes parece todavía una especie de sacrilegio escribir de cosas tan sagradas en otra lengua que la que tienen por sagrada, como si todos los antiguos Padres y escritores eclesiásticos, latinos y griegos, no hubiesen escrito en otra lengua que en la suya propia”…13 Pero la verdadera razón de que el nombre de Lacunza y su obra fueran célebres –mucho antes incluso de estar terminada– fue que el propio autor había redactado un esbozo de veintidós páginas que le servía de guía y que, en forma ajena a su voluntad comenzó a circular clandestinamente por Europa y América desde muchos años antes, al menos desde la década anterior14. Así lo manifiesta el propio Lacunza en el Prólogo que más tarde escribiría, donde lo califica de “papeles sueltos (…) que contra la voluntad de su autor se arrojaron al aire imprudentemente, cuando debían más antes arrojarse al fuego”. Preocupado por la censura que lo amenazaba, se esfuerza en explicar: “No me atreviera a exponer este escrito a la crítica de toda suerte de lectores (…) si no hubiese (…) consultado a muchos sabios de primera clase (…). Mas como este examen privado (…) no pudo hacerse con tanto secreto que de algún modo no se trasluciese, entraron con esto en gran curiosidad algunos otros sabios de clase inferior (…), y fue necesario, so pena de no leves inconvenientes, condescender con sus instancias. Esta condescendencia inocente y justa ha producido, no obstante, algunos efectos poco agradables, y aun positivamente perjudiciales: ya porque el escrito todavía informe se divulgó antes de tiempo y sazón; ya porque en este estado todavía informe se sacaron de él algunas copias contra mi voluntad, y sin serme posible el impedirlo; ya también y principalmente, porque Algunas de estas copias han volado más lejos de lo que es razón, y una de ellas, según se asegura, ha volado hasta la otra parte del océano, en donde dicen ha causado no pequeño alboroto, y no lo extraño, por tres razones: primera, porque esa copia que voló tan lejos, estaba incompleta, siendo solamente una pequeña parte de la obra; segunda, porque estaba informe, no siendo otra cosa que los primeros borrones (…); tercera, porque a esta copia en sí misma informe, se le habían añadido y quitado no pocas cosas (…)”.15 A ese “extracto informe” se lo conoció como el “Anónimo Milenarista”.16 En los últimos meses de 1786 circuló también por Buenos Aires: el Padre Ortega, de la Catedral, lo difundía con calor entre los curas y algunos laicos, y aún entre las monjas catalinas, antiguas discípulas de los jesuitas. El papel anónimo habría llegado a un habitante de la ciudad portuaria que se carteaba con Lacunza, a modo de respuesta a dudas teológicas. Causó gran impresión, pues explicaba en términos muy directos nociones entonces totalmente insólitas: que Cristo volvería por segunda vez mil años antes del juicio final para inaugurar una época de justicia y paz universales en la tierra, bajo su reinado directo; que el Anticristo no sería un individuo malvado sino un cuerpo moral o sistema que tendría a su servicio a los reyes y poderosos del mundo; y que –terrible escándalo–, la propia Iglesia sería tal vez parte de la apostasía anticristiana… El abogado cordobés Dalmacio Velez Baigorri –padre del Vélez Sarfield, el autor del Código Civil Argentino– supo de aquel folleto y compuso una fogosa refutación. Se inició así una polémica que obligó al Virrey Loreto a intervenir, prohibiendo la circulación tanto del folleto cuanto de la refutación, y ordenando recoger todos los ejemplares del primero y remitirlos al Comisario del Santo Oficio17. De manera que, cuando Belgrano, joven practicante en España, andaba detrás de esta obra con autorización papal para leerla, ya en América era conocida en forma abreviada y estaba oficialmente denunciada como peligrosa. No exagera el investigador Chaneton cuando, acerca de la difusión de esos textos, escribe: “Desde la Habana al Cabo de Hornos, no quedó villa americana de cierta importancia a donde no llegaron ejemplares del ‘milenario’ lacunziano”.18 Que la obra completa ya circulaba en España lo prueban las palabras que el Padre Fray Pablo de la Concepción, carmelita descalzo de Cádiz, escribió para la edición de 1812: “ Hará ya como veinte años que leí por la primera vez dicha obra manuscrita con todo el interés y atención de que soy capaz. Desde entonces se excitó en mí un vivo deseo de adquirirla a cualquiera costa (…) Logré mi deseo en efecto, y ya ha algunos años que tengo a mi uso una copia (…) Todas las veces que la he leído, se ha redoblado mi admiración al ver el profundo estudio que tenía su autor de las Santas Escrituras, el método, orden, exactitud que adornan su obra, y sobre todo la luz que arroja sobre los más oscuros misterios y pasajes de los libros santos”.19 No hay constancia documentada de que el libro de Lacunza cayera entonces en manos de Belgrano en su versión completa. Existen, sin embargo, razones para creer que el futuro general revolucionario pudo haberlo leído en España por primera vez, pues a través de los años, ya de regreso en América, se empeñó en obtener una copia fidedigna y se quejó de que las que circulaban contenían numerosísimos errores y tergiversaciones20. Esto no puede afirmarlo sino quien haya conocido y frecuentado una versión fiel de la obra. A lo largo de su extensa carrera pública, serán constantes, como luego veremos, las manifestaciones de Belgrano en torno a cierto núcleo de creencias que no resultan ajenas al ideario lacunciano. Su usual apelación a la Divina Providencia, su convencimiento, manifestado una y otra vez de que “ siendo nuestra Revolución obra de Dios, Él es quien ha de llevarla hasta su fin, manifestándonos que toda nuestra gratitud la debemos convertir a su Divina Majestad y de ningún modo a hombre alguno”; sus conocidas recomendaciones a San Martín acerca de imitar en el respeto a la Religión el ejemplo de los generales de Israel; su profundo humanismo cristiano; su negativa a ejecutar prisioneros de guerra; su compasión hacia los soldados vencidos, las mujeres, los indígenas y los pobres; todo ello nos daría indicios de la cercanía de Belgrano al espíritu profético de Lacunza, si no tuviéramos las más amplias e irrefutables pruebas de que el gran revolucionario argentino era un decidido partidario del “lacuncismo” y uno de sus más firmes defensores y propagandistas en América.

Extraído de la página facebook de Javier Garin.

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