Profeta de la revolución.
Lo mejor de la obra del escritor ruso aborda el drama del hombre moderno que niega a Dios para ganar una libertad ilusoria. En "Los demonios" anticipó la maldad inaudita de los bolcheviques y denunció a quienes les allanarían el camino.
Si es verdad que existen los escritores proféticos, Fiodor Dostoievksi es el más alto de sus representantes. Fastidiosa para la crítica esteticista, la categoría de profeta le cuadra a la perfección al tempestuoso escritor nacido hace dos siglos y de cuya muerte se cumplen 140 años este mes. Dostoievski (1821-1881) fue un profeta y un visionario de alcances insospechados en su tiempo, y mucho más en el nuestro, inmensamente más escéptico y trivial.
Demostró esas facultades en buena parte de su obra, pero más especialmente en Los demonios (1872), novela intensa y abrumadora de la que suele decirse, con razón, que es el más penetrante retrato del espíritu revolucionario jamás conseguido en la literatura universal.
En ella Dostoievski pintó a un grupo de inconformistas rusos de provincia sujetos a la perniciosa influencia del Occidente iluminista y racionalista que mandaba en el siglo XIX europeo. Lejos del panfleto que se había propuesto en un comienzo, el creador de Raskolnikov y el "hombre del subsuelo" evitó en la obra las caricaturas deformantes. Sus revolucionarios son creíbles porque son humanos en vez de monstruos, y eso es justamente lo que los vuelve más aterradores.
Estos "demonios" son frívolos, inconstantes, inseguros, impresionables y proclives a la impostura. Algunos de ellos han pasado un tiempo en la admirada Europa occidental, de cuya literatura y predominio cultural son devotos. Por eso desprecian a la Rusia campesina y agrícola ("Los corroe un odio animal, un odio infinito a Rusia, que se les ha infiltrado en el organismo", afirma el personaje de Shatov, subversivo disidente), y repudian la religiosidad de su pueblo, en la que ven el origen de los mayores males del país. Todos son orgullosamente ateos.
Los miembros de esta presunta "sociedad" secreta, el "quinteto" que dice seguir al carismático Nicolai Stravroguin pero que en verdad encabeza el maquiavélico Piotr Verjovenski, creen integrar uno de los muchos grupos esparcidos por toda Rusia a las órdenes de una jefatura central revolucionaria que se encontraría en San Petersburgo, o tal vez fuera del país.
Desde luego que viven engañados. Al avanzar los capítulos el "quinteto" empezará a sospechar de Verjovenski y sus maquinaciones, y dudará del alcance real de esa conjura delirante en la que todos quedarán envueltos hasta el extremo de participar en un par de asesinatos y en el suicidio inducido del nihilista Kirilov, quien se mata con ambición deicida. Al quitarse la vida Kirilov quiere reemplazar a Dios y crear al hombre nuevo, el hombre deificado que ya no teme a la muerte ni al más allá.
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La revolución que trama el "quinteto" supera en mucho el cambio radical en la organización política o económica de Rusia. Su meta es alcanzar la igualdad absoluta a través de la esclavitud física y mental. "Lo único que falta en el mundo es obediencia -declara un exaltado Verjovenski-. El ansia de saber constituye, de por sí, un devaneo aristocrático. Un germen de familia o de amor encierra ya un deseo de propiedad. Mataremos el deseo: fomentaremos la embriaguez, la intriga, la delación; organizaremos un libertinaje inaudito; ahogaremos en embrión a cualquier genio. Todo se reducirá a un común denominador, la igualdad completa".
Verjovenski enumera a quienes supone entre sus filas. Es una lista en la que hay ejemplos de actitudes liberales y progresistas y eso que hoy se llama, confusamente, "marxismo cultural", pero que no existía al momento de escribirse estas líneas. "Los nuestros -le dice a Stravroguin- no son tan sólo aquellos que matan o incendian...A todos los tengo catalogados: el maestro que, careado por sus discípulos, se burla de Dios y de la cuna de ellos, es ya nuestro; el abogado que defiende a un asesino ilustrado porque es más culto que sus víctimas y porque no puede menos que matar para procurarse dinero, es ya nuestro; los escolares que dan muerte a un mujik (campesino) para percibir la sensación de matar, son ya nuestros; los jurados que absuelven a los delincuentes son todos nuestros; el fiscal que se estremece ante un tribunal porque éste adolece de falta de liberalismo, es nuestro, nuestro. Lo son también los funcionarios, los literatos y muchos otros, muchos, muchísimos, aunque ellos mismos lo ignoren".
La genialidad de Dostoievski no se limitó a denunciar el fanatismo de los "señoritos" del incipiente socialismo revolucionario. Fue más allá. En Los demonios hizo también la sátira de los progenitores de estos jóvenes incendiarios, la inconsciente generación anterior que preparó el terreno para sus delirios homicidas.
Ahí están Stepán Trofimovich, padre distante del maligno Verjovenski y antiguo maestro de Stavroguin, tarea por la cual llegó a ser acusado de "corruptor de la juventud y propagandista del ateísmo en la provincia". Stepán Trofimovich es uno de esos intelectuales oportunistas, maleables, que tan comunes son en su especie, un afrancesado con todas la de la ley (sus parlamentos rimbombantes están entreverados de frases en la lengua de Voltaire), y a la vez un hombre desaliñado, perezoso e indolente que hacia el final de la historia, sin embargo, advertirá su error, se arrepentirá, expiará su falta y buscará el perdón de Dios.
También es el caso de Yulia Mijailovna, la esposa del irresoluto gobernador provincial Von Lembke, mujer influyente de la alta sociedad que por esnobismo se deja rodear por los revoltosos y sin querer termina favoreciendo sus intrigas hasta el extremo del absurdo y la tragedia. O el de Varvara Petrovna, viuda de un general y madre de Stavroguin, otra dama frívola que consiente al hijo díscolo y no corresponde el amor que siente por ella su amigo y protegido Stepán Trofimovich.
Y queda Karmazinov, "el hombre más inteligente de Rusia", escritor célebre y pagado de sí mismo con el que Dostoievski parodió a Iván Turgueniev (1818 - 1883), luminaria de su propia generación en las letras rusas con el que nunca congenió.
Todos estos personajes obran así por sus complejos frente a lo que creen que es el pensamiento correcto, temerosos de quedar al margen del "espíritu de la época". Y los revolucionarios lo saben. Es otra vez Piotr Verjovenski el que "informa" a Stravroguin que el socialismo está avanzando entre otras razones gracias a una "fuerza esencial, el cemento que todo lo solidifica", que es "la vergüenza de la opinión propia". "¿Quién la habrá creado -ironiza- y quién habrá sido el "gracioso" que se ha tomado el trabajo de elaborarla, ingeniándose para que no haya quedado en la cabeza de nadie una sola idea propia, porque todos la tendrían por deshonrosa?"
También apeló a su propia experiencia. Al igual que los personajes de la novela, en su juventud Dostoievski había sido uno de esos intelectuales cercanos a los círculos subversivos que maquinaban la ruina de la "santa Rusia". Por esa vinculación fue arrestado, deportado a Siberia y sometido a un simulacro de fusilamiento que le trastornó la vida y, al mismo tiempo, lo vacunó para siempre contra la tentación revolucionaria.
Se ha dicho que en Los demonios Dostoievski profetizó a los bolcheviques y a todos sus descendientes. Es una afirmación certera. Verjovenski, Stravroguin, Liamshin y los otros son prototipos exactos de Lenin, Stalin o Trotski. Lo son por sus planes extremistas y fanáticos de transformación social, pero también por el cinismo con el que usan la ideología para encubrir el trastorno de sus mentes y la depravación de sus almas. Antes que en la política o la economía, Dostoievski situaba el origen de su maldad inaudita en la negación de Dios y el desprecio diabólico por Su creación.
"En efecto -escribió Henri Troyat en su recordada biografía de Dostoievski-, el socialismo, el socialismo ruso, no pretende solamente organizar el bienestar de la clase obrera ni regular la vía terrenal del hombre. Pretende limitar a esa felicidad inmediata toda nuestra vida. El socialismo no es una etapa en el destino de la humanidad. Es la religión de la humanidad. Es el fin de la humanidad. No acompaña al cristianismo; lo reemplaza. No hay Dios, ni inmortalidad del alma, ni redención, ni dicha, fuera de la felicidad material, tangible, accesible a cada uno".
La novela, además, fue profética en otro sentido. Dostoievski previó al detalle los males que causarían los nuevos agitadores y se preocupó por desnudar sus miserias más íntimas para que, en el futuro, no hubiera reivindicación posible de sus tropelías. Frente a sus "demonios", modelos de los que conoció la historia en el siglo XX, no valen las explicaciones por las circunstancias ni las transferencias de culpas ni los fines elevados que justifican medios atroces. Tampoco sus revolucionarios merecían ser recordados como "jóvenes idealistas".
PUBLICADO EN DIARIO "LA PRENSA".
https://www.laprensa.com.ar/508603-Profeta-de-la-revolucion.note.aspx
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