Una Argentina que se vislumbró en Qatar.
Las lecciones que la dirigencia política puede sacar del éxito de la Selección de Messi y Scaloni. El valor del mérito.
JAMES NEILSON
Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).
El fútbol es un elíxir fuerte que puede transportar a quienes lo toman a otra dimensión. Se ponen fuera de sí. Pues bien, minutos antes de las 15 del domingo pasado, la Argentina, económica y socialmente postrada, ingirió una dosis masiva de la poción y estalló de euforia. Por instinto, centenares de miles, acaso un millón -o dos- de personas peregrinaron hace el Obelisco, aquel tótem filoso que, como una estructura erigida por los devotos de un culto de origen misterioso, domina el centro de la Capital Federal, para rendir homenaje a la selección, al país y a sí mismos.
Todos querían participar gritando “somos los campeones del mundo”, pasando por alto las penurias cotidianas y de los conflictos acrimoniosos, a un tiempo frívolos y profundos, que los habían mantenido divididos. Reinaba la felicidad, pero ya podían oírse las voces sibilinamente amonestadoras de quienes se preguntan: ¿cuánto durará? “Gloria eterna” titularía La Nación, un diario habitualmente sobrio; por un rato, los redactores olvidaron lo de “sic transit gloria mundi”, que en esta vida los momentos dorados suelen ser breves y verse seguidos por una sensación de anticlímax. También flotaba en el aire otra pregunta aún más insistente: ¿por qué? ¿Por qué puede triunfar el país en la competencia deportiva más popular, y por lo tanto una de las más exigentes, del planeta, pero fracasar de manera espectacular en casi todo lo demás.
He aquí el motivo por el que a los integrantes y partidarios del Gobierno nacional no les está resultando fácil sacar provecho de la apoteosis de Lionel Messi y sus acompañantes. No es que al grueso de la gente le parezca indigno que políticos procuren apropiarse de partes de un triunfo al que no contribuyeron, ya que es normal que lo hagan y distan de ser los únicos, sino que el contraste entre su propio desempeño y aquel de los deportistas se ha hecho tan cruelmente evidente. Todos saben que, en su propio mundial, la selección política estaría entre aquellas que nunca tuvieron posibilidad alguna de calificarse para el torneo definitivo.
¿A qué se debe esta diferencia impactante que, desde luego, no involucra sólo a los kirchneristas? En parte, a la manera en que se forma la “selección” política nacional. Si a Lionel Scaloni se le hubiera ocurrido limitarse a elegir a quienes le son “leales”, además de amigos y familiares y, desde luego, a los dispuestos a festejar las barrabasadas propias y condenar rabiosamente a las perpetradas por rivales, al equipo así constituido no le hubiera ido del todo bien. Sucede que cuando se trata de asuntos que le importan mucho, como el fútbol, la gente entiende muy bien lo que está en juego, pero en otros ámbitos se ha acostumbrado a tolerar y hasta celebrar la mediocridad. Mal que les pese no sólo a muchos políticos profesionales sino también a quienes los apoyan, convendría tomar en cuenta la idoneidad de los convocados para gobernar el país o una provincia, manejar con eficiencia reparticiones clave de la administración pública para que no se llenen de ñoquis, y cumplir tareas similares.
Frente al fútbol, todos, incluyendo a los menos dotados, son meritócratas natos. Quieren que el director técnico favorezca a los mejores. La mera idea de que uno pensara primero en el origen social de un jugador, su apellido, su condición económica o sus opiniones políticas les parecería absurda. Para más señas, a muy pocos los escandaliza el hecho de que alguien como Messi gane en una hora más que un empleado común en el transcurso de un año entero de trabajo intenso. Así y todo, aunque les parece natural que sea así, muchos se oponen con pasión a la lógica capitalista que lo posibilita.
Ahora bien, en el fútbol, como en muchas otras actividades, el éxito depende de una combinación feliz de lo individual y lo colectivo. Por maravillosamente dotado que sea un jugador, no logrará nada si no está respaldado por un equipo eficaz, pero ningún equipo estará en condiciones de ganar campeonatos competitivos a menos que todos los integrantes sean atletas bien entrenados que saben coordinar sus propios movimientos con los de sus compañeros y están dispuestos a subordinarse a un plan consentido.
Lo mismo puede decirse de las comunidades nacionales. Hay muchas razones para suponer que, a pesar de los éxodos sucesivos de las décadas últimas, la notoria fuga de cerebros que ha experimentado, la Argentina sigue contando con el “capital humano” suficiente como para ponerse a la altura de los países principales del mundo, pero que hasta ahora ha carecido por completo de la capacidad para aprovecharlo. Es, pues, una cuestión de organización, del fracaso del “modelo” que se ha desarrollado. Si bien es penosamente evidente que el construido por generaciones de populistas, algunos más irresponsables que otros, que se formaron en una cultura política sui géneris que la mayoría quisiera repudiar, ha resultado ser un triturador despiadado de proyectos personales, sean éstos modestos o sumamente ambiciosos, ningún intento de desmantelarlo para reemplazarlo con uno mejor ha prosperado.
El domingo pasado, muchísimas víctimas de aquella máquina perversa pudieron alejarse fugazmente del mundo en que se sienten atrapados a sabiendas de que pronto tendrían que regresar al lugar deprimente en que estaban antes de que aquellos cuatro goles de penal interrumpidos por las hazañas del guardameta les abriera una puerta por la cual pudieron salir. Como sabían muy bien, para escapar, necesitarían que ocurriera algo más, mucho más, que lo que vieron por televisión el domingo.
Como suele suceder en momentos como éste, muchos están procurando extraer enseñanzas del periplo accidentado pero finalmente afortunado de La Scaloneta que, de un modo u otro, pudo mantenerse a flote hasta alcanzar el triunfo. Ayudaron las palabras y la postura nada triunfalista del director técnico mismo que aludió repetidamente al “esfuerzo”, a la necesidad de prepararse, de aprender de los errores cometidos y de nunca resignarse a ser derrotado. También se refirió a la ayuda de la gente; otros hubieran hablado de la presión. De todas formas, la actitud asumida por Scaloni era pragmática y detallista; con el apoyo anímico de los futbolistas que convocó, le permitió superar todas las muchas dificultades en el camino.
¿Funcionaría igualmente bien una estrategia parecida en el nada sencillo mundo político? La verdad es que no hay motivos para dudar de que, con tal de que consiguieran convencer a los veinte millones o más que juegan en la gran selección nacional de que valdría la pena hacer el esfuerzo necesario, una serie de gobiernos pragmáticos y realistas podría hacer de la Argentina un país próspero y relativamente equitativo. Por supuesto que siempre habrá algunos que logren mucho más que otros; nos guste o no, el mundo siempre será así.
Por suerte, ni Scaloni ni sus ayudantes, para no hablar de los futbolistas de la selección nacional, se adhieren a los principios reivindicados por quienes simpatizan con el gobierno actual y le suministran ideas. Aquellos sí creen en el valor del esfuerzo individual y exigen que todos pongan el hombro en pos del objetivo común. Asimismo, son exitistas porque saben muy bien que pasar por alto los fracasos de algunos sería fatal para el conjunto, lo que a veces puede parecer muy duro, pero que en cualquier emprendimiento colectivo es esencial. ¿Pide tanto la sociedad a quienes se califican de dirigentes? No hay muchos motivos para creerlo. Si no estuviera dispuesta a conformarse con la mediocridad de los escogidos para gobernar el país, se hubiera abandonado hace tiempo la práctica malsana de ofrecerle a la ciudadanía listas de candidatos encabezados por algunos personajes conocidos seguidos por otros, elegidos a dedo por los jefes, cuyos nombres no significan nada.
El destino de toda sociedad, sea la de una empresa o un país, depende en gran medida de la capacidad de quienes están a cargo de aprovechar plenamente los talentos disponibles. Puede que una de las razones básicas del extraño desastre colectivo que ha sufrido la Argentina consista en la negativa de los que más poder político han acumulado a reconocer que el talento es un bien muy escaso y que hay que buscarlo para entonces intentar asegurar que florezca..
Se trata de una realidad, para muchos ingrata, que entienden tanto las elites de los países relativamente ricos a los que emigran contingentes de jóvenes que no encuentran oportunidades aquí, como los jerarcas del Partido Comunista de China que, por su parte, no vacilan en privilegiar a los más capaces, pero que en la Argentina demasiados políticos y politizados prefieren repudiar por suponer que, en última instancia, su propio poder depende de la movilización del rencor de los menos capaces. Para el gobierno actual, hay que nivelar hacia abajo para que todos sean igualmente pobres y, a juzgar por los resultados de las pruebas que se han realizado, igualmente ignorantes. Como nos informó en una oportunidad Alberto Fernández, el “mérito” es lo de menos. De más está decir que una sociedad así conformada no podrá competir en un mundo en que, como muchos prevén, el status de las distintas naciones se verá determinado cada vez más por la calidad educativa de sus habitantes.
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Imagen: Noticias Perfil.
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