Por Fernando Sorrentino.
Únicamente en Italia hay un porcentaje mayor de apellidos
italianos que en la Argentina (entre los que se cuentan, por ejemplo, los de
mis cuatro abuelos y, desde luego, el mío). Y esta hiperabundancia, que se
considera ahora el más natural de los hechos, fue, sin embargo, motivo de
enconos en otras épocas.
Abundan los testimonios literarios de animadversión al
gringo, vocablo de desdén y desvalorización destinado a todo extranjero no
hispanohablante. Gringos eran el inglés y el irlandés; gringos, el alemán y el
francés. Pero, sobre todo, gringo era, en razón de su elevado número, debido al
aluvión inmigratorio, el italiano.
Con la única excepción del gringuito cautivo / que siempre
hablaba del barco (pasaje maestro de conmovedora y sobria ternura –II, vs.
853-858–), todos los gringos del Martín Fierro (I: 1872 - II: 1879) son
presentados en situaciones de error, de cobardía, de ridiculez. Es evidente que
José Hernández (1834-1886) no sentía la menor simpatía por ellos. Recordemos
los 42 versos destinados íntegramente al denuesto de los gringos en general, no
de un gringo en particular, que corren en I, vs. 889-930, y que empiezan con
“Yo no sé por qué el gobierno / nos manda aquí a la frontera / gringada que ni
siquiera / se sabe atracar a un pingo. / ¡Si creerá, al mandar un gringo, / que
nos manda alguna fiera!”. Etcétera, etcétera.
El escritor argentino Eugenio Cambaceres (1843-1888) –né
Cambacérès: sangre francesa por rama paterna; inglesa, por la materna– se tomó
el trabajo (que no es poco) de redactar toda una novela, En la sangre (1887),
para “demostrar” que los italianos inmigrantes llevaban en la sangre todos los
defectos y vicios habidos y por haber.
Según consigna Borges en su Evaristo Carriego (1930), este
poeta menor (1883-1912), cuyo paradójico apellido materno era Giorello, solía
vanagloriarse: “A los gringos no me basta con aborrecerlos: yo los calumnio”.
Este sentimiento de hostilidad se manifiesta en una anécdota
sobre una famosa traducción.
El general Bartolomé Mitre (1821-1906), presidente de la
Argentina desde 1862 hasta 1868, tenía diversas inquietudes intelectuales,
entre ellas la de traductor. Convencido de que la versión española de La divina
commedia realizada por el conde de Cheste (1879) traicionaba el buen gusto y el
buen sentido, decidió acometer su propia traducción, que concluyó en 1893.
Según parece, los escritores contemporáneos desconfiaban de
las bondades de la versión de Mitre. Y el cuentecillo narra que otro escritor,
también militar y con fama de socarrón, el general Lucio V. Mansilla
(1831-1913), le preguntó un día:
–¿En qué anda trabajando, general?
–Estoy traduciendo La divina commedia.
–Hace bien –comentó Mansilla–. A los gringos hay que
perjudicarlos.
Claro, no hay manera de saber si en verdad Mansilla se atrevió
a decir tal cosa en voz alta, o si sólo la dijo entre dientes, o, acaso, si
únicamente inventó para sus amigos un episodio que le habría encantado
protagonizar.
PUBLICADO EN DIARIO LA PRENSA.
https://www.laprensa.com.ar/525392-De-gringos-perjuicios-y-traducciones.note.aspx
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