Pero no sólo la fe y la patria unen al más famoso hincha de San Lorenzo y a mi tocayo martirizado en España. Ambos son porteños y descendientes de esas dos grandes corrientes inmigratorias que poblaron nuestro país: la italiana, en el caso del papa, y la española para el santo primigenio.
Sus familias, también, tienen algo en común, pertenecen a la clase media, nivel social denostado hoy desde las alturas del poder.
Pero siguen las coincidencias, Francisco nació en Flores y Héctor en Boedo, ambos barrios próximos y ubicados en la centralidad geográfica de la ciudad de Buenos Aires. Y no para ahí la cercanía, el club San Lorenzo, objeto del amor futbolístico de nuestro papa, se ubica en Almagro, barrio natal del santo argentino.
Pero no todo es agradable y próximo en la existencia de estos dos religiosos. Las vueltas de la vida, para decirlo con una fórmula muy nuestra, rodearon con odio y crimen a parte de sus vidas. Héctor murió fusilado por los comunistas en la revolución de Asturias, cuando afloraban los primeros síntomas de la Guerra Civil Española. Francisco, como tantos argentinos en la década del 70, quedó atrapado entre el fuego de los que iniciaron la "Guerra popular prolongada" –sus integrantes eran más de origen áulico que popular– y los militares que respondían con una operatoria más parecida al "Crimen organizado", que a la de una acción legal y profesional que debieron hacer como brazo armado de la Nación.
Para ese entonces la Iglesia produjo mártires y cómplices. Francisco debió recorrer el estrecho y escarpado camino que quedó entre la ascensión de los mártires y el precipicio de los cómplices. Hoy, un sector ligado a la misma ideología que detentaban los que mataron a Héctor pretende arrojarlo al despeñadero de los cómplices.
Un mediático promotor de este odio antipapal, conocido relator deportivo y musical, olvidándose de sus vínculos con la dictadura militar uruguaya, acusa a Francisco de "genocida".
Ante los excesos verbales de este tipo de personajes, recuerdo siempre a Eric Hobsbawm, el gran historiador marxista del siglo XX, que no ahorraba severidad cuando juzgaba a los fundamentalistas de su propia ideología. Y también lo tengo presente cuando el uso arbitrario del lenguaje blande la palabra "genocida", sin el respaldo que justifique esta terrible realidad. Al respecto Hobsbawm decía que la reiteración sin fundamento de este término lo que logra es banalizarlo.
Creo que no fue casualidad que el papa Francisco, en su primera homilía, ahondara en el concepto del perdón. Lo hizo precisamente cuando otros persisten en promover el odio; aparece así con claridad cuál es la distancia entre uno y otro concepto, casi la misma que existe entre la fe y la ideología.
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