Por James Neilson.
Desde aquel momento en que el cardenal francés, Jean-Louis Touran, dejó
boquiabierta a la muchedumbre expectante que se había congregado en la Plaza
San Pedro al informarle que un arzobispo latinoamericano llamado Jorge Mario
Bergoglio sería el próximo papa, buena parte de la Argentina está celebrando la
noticia por motivos que tienen más que ver con el orgullo nacional que con un
muy poco probable renacer religioso. De repente, el país se llenó de papistas
no sólo católicos sino también protestantes, musulmanes, judíos, umbandistas,
agnósticos y ateos. En los diarios más importantes, todos opositores,
aparecieron de golpe centenares de artículos acerca de las cualidades excelsas
de Bergoglio que, por razones misteriosas, no habían llamado la atención antes de
su elevación al pontificado. Casi todos coincidieron en que el hombre es un
santo, que en adelante nada sería igual.
Demás está decir que los más contentos por lo que acaba de suceder han sido
los hartos de la prepotencia kirchnerista. A su entender, el relato cada vez
más extravagante de Cristina se ha visto desplazado por otro, de connotaciones
universales, que es infinitamente más emocionante. En seguida, los neopapistas
se pusieron a comparar “la sencillez” y “humildad” de Bergoglio con el amor por
los accesorios costosos que se atribuye a Cristina y su honestidad personal con
la corrupción festiva que ven en el entorno presidencial, a subrayar su
voluntad nada kirchnerista de charlar amablemente con todos (y todas), sin
excluir a los periodistas, y a acordarse de sus roces frecuentes con los
Kirchner, además del desprecio evidente que sentía por el truculento estilo K.
También motivaron regocijo las divisiones que provocó en el oficialismo la
transformación en sumo pontífice del hombre que según Néstor Kirchner actuaba
como el “líder de la oposición”. Algunos que juran estar comprometidos con el
proyecto de Cristina festejaron el triunfo de un compatriota. Otros se
concentraron en denigrarlo, acusándolo de complicidad con el régimen militar y,
lo que en opinión de ciertos incondicionales de la presidenta sería peor aún,
de llevarse bien con personajes tan siniestros como Daniel Scioli y Mauricio
Macri. Por un par de horas, pareció que los contrarios al nuevo papa impondrían
su punto de vista en la Casa Rosada, pero, luego de pensarlo, la presidenta
decidió que sería mejor resignarse a convivir con la realidad antipática. No le
será fácil. Mal que le pese a Cristina, ya es tarde para que simpatizantes a su
parecer tan valiosos como Horacio Verbitsky y Horacio González modifiquen su
postura hostil hacia el clérigo que, para su indignación, se ha erigido
inesperadamente en el nuevo ídolo popular y, diría Borges si estuviera entre
nosotros, en un pretexto irresistible para brindis patrióticos.
Con astucia, Cristina aprovechó la oportunidad que le proporcionó su
primera audiencia con quien, por ahora, es el único argentino que está en
condiciones de hacerle sombra, para invitarlo, con el propósito de sembrar
cizaña, a encabezar una cruzada antibritánica, “intercediendo” en la disputa en
torno a las islas Malvinas. Puede que Bergoglio se haya sentido tentado a
complacerle, pero sería de suponer que Francisco entenderá que le aguardan
problemas un tanto más urgentes que el planteado por una causa irredentista que
se remonta a la primera mitad del siglo XIX cuyo significado es más simbólico
que territorial. Además de combatir la pedofilia clerical que en Europa y
Estados Unidos ha privado a la Iglesia Católica de su autoridad moral,
Francisco tendrá que hacer algo a fin de ayudar a millones de cristianos que en
el Oriente Medio, Pakistán y África del Norte, son víctimas de una feroz, y a
menudo letal, ofensiva islamista, procurar proteger a sus correligionarios en
China, y tratar de frenar a las llamadas “sectas” protestantes en América
latina donde ya han puesto fin al monopolio católico tradicional.
A juzgar por la forma en que ha iniciado su gestión como papa, para
Francisco será prioritaria la lucha, por fortuna pacífica, por las almas
latinoamericanas que los católicos están librando contra una multitud de
comunidades heréticas. A diferencia de su antecesor alemán, un intelectual
admirado por el director de la Biblioteca Nacional, González, porque “tenía una
idea spinozista del mundo”, Francisco quiere dar a su pontificado un perfil
popular, cuando no populista, similar a aquel de las iglesias evangélicas. ¿Un
papa protestante? Puede que Bergoglio no se haya propuesto ir tan lejos, pero
sus ataques verbales contra el lujo y su deseo reiterado de liderar “una iglesia
pobre y para los pobres” hacen recordar la prédica de los muchos reverendos
luteranos, calvinistas y otros que, a través de los siglos, han denunciado al
catolicismo por la afición notable de sus “príncipes” a las riquezas
terrenales. De todos modos, las afirmaciones de Francisco en tal sentido le han
granjeado el aplauso de quienes, según las pautas imperantes, son ricos o,
cuando menos, relativamente prósperos, y que no tienen ninguna intención de
dejar de serlo.
Los peronistas ven en Bergoglio a un compañero, uno que, para más señas, en
los años setenta militó en la Guardia de Hierro, una facción conformada por
individuos tan insensibles que les pareció apropiado adoptar el nombre de una
agrupación fascista rumana cuya crueldad sádica asqueó incluso a los
integrantes brutales de las SS hitlerianas. Aunque los entusiasmados por la
entronización de un papa argentino prefieren minimizar la importancia de tales
detalles biográficos, tratándolos como si fueran mentiras viles, no los
olvidarán los que temen verse perjudicados por las reformas drásticas que según
parece tiene en mente. Como Joseph Ratzinger tuvo la ocasión de aprender, la
curia vaticana siempre ha sido un “nido de víboras” – así lo calificó un amigo
del papa emérito -, en que todo vale en las luchas internas.
Sea como fuere, no cabe duda de que cuando es cuestión de relaciones
públicas Francisco es muy superior al retraído pensador teutón cuya gestión se
basó en la convicción de que, para poner fin al repliegue del cristianismo en
Europa, sería necesario que el credo se fortificara doctrinariamente. En menos
de dos semanas, Francisco se ha forjado la imagen de ser un papa bondadoso,
rebosante de calor humano, al que le angustia el destino de los pobres y que
está plenamente dispuesto a compartir sus penurias, viajando como ellos en el
atestado transporte público porteño y viviendo en un departamento modesto
cuando podía haber disfrutado de una limosina y las comodidades de un palacio
episcopal.
Tanta austeridad personal impresiona, claro está, pero sucede que sería
desastroso para los pobres que el ejemplo brindado por Bergoglio hiciera
escuela; las economías modernas dependen del consumo de bienes y servicios que
a juicio de un asceta son superfluos y por lo tanto repudiables. El lujo será
un pecado, pero si demasiados prestaran atención a las exhortaciones del papa
Francisco, optando por anteponer a todo lo demás el futuro hipotético de su
alma inmortal, el resultado inevitable sería una gran depresión mundial.
Bergoglio combina el conservadurismo cultural, ya que se opone tenazmente
al matrimonio “igualitario” y, desde luego, al aborto, con la variante del
progresismo socioeconómico favorecido por muchos peronistas que sostiene que la
inequidad es en el fondo un problema ético, de suerte que si los ricos, trátese
de países o personas, fueran más generosos, no habría pobres. O sea, que hay
que privilegiar el reparto por encima de la producción. Por desgracia, el
asunto no es tan sencillo. Aunque los esfuerzos de los estrategas católicos por
aprovechar el hundimiento del comunismo y las dificultades del socialismo
democrático erigiéndose en defensores de los pobres, tratándolos paternalmente
como víctimas del “capitalismo salvaje”, le ha reportado ciertos beneficios
políticos, en ninguna parte han contribuido a mejorar decisivamente el estándar
de vida material de los rezagados o “excluidos”. En cambio, sí lo han hecho los
gobernantes poco solidarios de sociedades de cultura política y social que los
bienpensantes consideran reaccionaria, como las de Suiza y las ciudades de
Singapur y Hong Kong.
Además de procurar hablar en nombre de quienes supuestamente no tienen voz
propia, Francisco, como todos los papas anteriores recientes, aspirará a
incidir en la conducta sexual de los fieles. En teoría, será el dictador
espiritual de los aproximadamente 1.200 millones de católicos que hay en el
mundo, el encargado de decirles lo que nunca deberían hacer; en realidad, su
influencia será tan escasa como la de sus antecesores. He aquí una razón por la
que la Iglesia Católica corre peligro de degenerar en lo que el nuevo papa
llamó una “ONG piadosa”, una eventualidad que se ha comprometido a ahorrarle,
pero que, en Europa al menos, a esta altura parece virtualmente inevitable.
Será por este motivo que los cardenales decidieron que sería una buena idea
abandonar el viejo continente, que desde su punto de vista ha recaído, acaso irremediablemente,
en el paganismo hedonista precristiano, para buscar un pontífice, si bien uno
de raíces italianas, en un lugar “del fin del mundo” en que las perspectivas
lucen un tanto mejores.
Publicado en revista “Noticias de la
Semana”, (Nro. 1891), 22 de mayo de 2013, páginas 22/23.
Una nota prácticamente liberal, con resabio conservador en lo político. Hasta aquí no hay problema, no sería la primera, pero contiene una frase avergonzante: "El planteado por una causa irredentista que se remonta a la primera mitad del siglo XIX cuyo significado es más simbólico que territoria" ¿Más simbólico que territorial? ¿La base de OTAN en Malvinas es simbólica? ¿Las pretensiones británicas sobre Antártida y los recursos de Sudamérica también? Muchas gracias al autor del blog por dejarnos compartir nuestra impresión, aunque el autor de la nota no llegue hasta nosotros. Saludos cordiales, buen día!
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