Decir que los seres humanos tenemos en nuestra personalidad zonas oscuras y conductas contradictorias junto a actitudes claras y procederes racionales parece una obviedad. Que el comportamiento humano no es lineal y tiene una cuota alta de contradicción lo demuestran la Historia y nuestras propias conductas personales.
Esta antinomia llega a límites brutales cuando la persona que ejerce una determinada actividad comete un acto en absoluta oposición a la función que cumple. Es el caso de un sacerdote pedófilo o de un policía que roba. Cuando un referente moral es el autor de un abuso aberrante y el custodio de los bienes públicos y privados se ocupa en saquearlos el contrasentido de la conducta humana llega a límites extremos.
Los intelectuales y pensadores que en el siglo XX promovieron la ruptura del vínculo natural del ser humano con lo sagrado y suplieron la religión por la ideología como referencia ética no fueron ajenos a las contradicciones ni a las conductas objetables.
Jean-Paul Sartre (1905-80) fue –y lo sigue siendo– referencia ineludible del pensamiento de izquierda y guía ideológico de la juventud universitaria que se proyectó a partir del Mayo francés del 68.
Fue famoso, entre otras cosas, como polemista, controversia que podía ejercer con ferocidad por la dureza de sus juicios, como cuando se transformaba en censor ético e ideológico de algún colega.
Gustave Flaubert (1821-80), el autor de la célebre novela "Madame Bovary" y al que Sartre le dedicó su extenso ensayo "El idiota de la familia", es increpado por el autor de "La náusea", quien le dice: "Yo hago responsable a Flaubert de los crímenes que se cometieron contra los comuneros por no haber escrito una palabra para condenarlos".
Sartre, autoerigido en severo inquisidor, acusaba a Flaubert por no denunciar la violenta represión de la Comuna de París (1871) que produjo miles de víctimas.
El filósofo existencialista tiene, por su parte, un historial de denuncias dirigidas generalmente en una dirección pero simultáneamente ignoraba crímenes que, con frecuencia, le eran cercanos.
En 1960 Sartre y Simone de Beauvoir (1908-86) visitaron al comandante Guevara en su despacho en La Habana. Desde esa oficina el Che observaba, con cierto regodeo, el fusilamiento de los prisioneros del nuevo régimen. Esta metodología criminal, que fue expuesta sin tapujos por Guevara en un famoso discurso (11/12/64) en Naciones Unidas: "Hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando", no mereció una sola palabra de condena por parte de Sartre.
La relación de pareja que Sartre tuvo con Simone de Beauvoir, vista como ícono por la izquierda sesentista francesa y por la setentista vernácula, fue famosa por su explícito intercambio de parejas, las relaciones extramatrimoniales, las persistentes aventuras lésbicas de Simone –no obstante convivir con otra mujer–, el compartir entre ambos una misma amante y la "experiencia" homosexual de Jean-Paul con un marinero.
"Tengo el convencimiento de que soy un cerdo", solía decir Sartre. A lo que Beauvoir se apresuraba a convencerlo de lo contrario: "Puras palabras huecas que se devoran a sí mismas" (Rosa Montero: "Simone de Beauvoir. Voluntad de ser". Alfaguara, 1995)
De esta especial relación de pareja sólo cabe celebrar que no hayan tenido hijos, pues posiblemente a alguno de ellos le hubiera tocado la trágica suerte que le cupo a un vástago de Picasso.
Es interesante incursionar por el existencialismo sartreano guiados por la inteligencia y la sensibilidad de alguien que conoció bien el pensamiento del filósofo francés, Norman Mailer, el autor de "Los desnudos y los muertos", emblemática novela del siglo XX.
El escritor norteamericano acusa a Sartre como al que "desvió el existencialismo, lo hizo descarrilar". Y al referirse a su pensamiento, carente del sentido de la trascendencia, lo define "como un ingeniero que diseña un automóvil que no requiere conductor ni acepta pasajeros".
Los artistas suelen conocer mejor el alma humana que los intelectuales; hasta Freud admitió esta primacía en Shakespeare.
El escabroso, largo e inconcluso capítulo del colaboracionismo francés con la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial se prolonga cada vez que aparece un notorio y nuevo nombre que lo integra.
Ernst Jünger (1895-1998), capitán del Ejército del Tercer Reich y notable escritor, fue agregado cultural alemán en el ocupado París y encargado de monitorear a la "intelligentsia" francesa que había decidido no exiliarse ante el avance germano. Tanto la derecha como la izquierda intelectual parisina tuvieron una relación amable y hasta obsecuente con Jünger.
Instalado en su despacho del Hotel Majestic, el militar alemán recibía las iracundas visitas de Luis Ferdinand Celine, quien le exigía que tomara medidas contra los judíos. Y en audiencias más amables veía al conde de Keyserling, escritor, y a Drieu La Rochelle, escritor y director de la Nouvelle Revue Française. Frecuentaba a Jean Cocteau, autor teatral; al actor Jean Marais, a quien llamaba "un Antinoo salido del pueblo" (se refería al joven amante que tenía el emperador romano Adriano), y al gran actor Sacha Guitry. Encuentros que los artistas franceses completaban ofreciendo regalos al funcionario germano e invitándolo a comer a sus casas.
Dentro de esta tónica condescendiente con el poder ocupante alemán, el editor Gastón Gallimard publica la traducción francesa de "En los acantilados de mármol", una de las obras famosas de Ernst Jünger.
Cuando el general Alfred Jodl –quien firmó la rendición de Alemania y fue posteriormente ejecutado como criminal de guerra–, de visita en París, comunicó a sus allegados los planes de exterminio que Hitler (el escritor alemán lo llama "Kniébolo") se proponía llevar a cabo, Jünger quedó espantado. Y comentó en su "Radiaciones I: Diarios de la Segunda Guerra Mundial (1939-1943)" (Tusquets, 2005): "También es preciso saber que muchos franceses aprueban esos planes y están ansiosos de prestar servicios de verdugos".
Sartre y otros integrantes de la "gauche" (izquierda) parisina no tuvieron demasiados problemas durante la ocupación. Jean-Paul pudo estrenar sin inconvenientes "Las Moscas" y publicar "El ser y la nada" en 1943 y "A puertas cerradas" en 1944 gracias a la autorización concedida por Gerhard Heller, el jefe de la censura alemana.
La actividad docente del filósofo francés durante la ocupación nazi, como la de Beauvoir, se desarrolló con normalidad, lo que permitió a ambos ascender en el escalafón de la escuela pública francesa.
El 22 de julio de 1942 Jünger visitó el estudio de Picasso. El militar alemán tuvo una prolongada y amena reunión con el pintor español. Picasso, ubicuo y condescendiente, le dijo al oficial de la Wehrmacht que había leído su "En los acantilados de mármol" –la edición francesa que editó Gallimard, como dijéramos–. A raíz de esta referencia del pintor español ambos conversaron "sobre el pintar y escribir de memoria".
Es posible que Jünger haya visto "Guernica" en el atelier de Picasso. En su Diario no hay una referencia directa a ese famoso cuadro pero este comentario del militar alemán: "una serie de cabezas asimétricas, me parecieron horrorosas" podría corresponder a los estudios que Picasso realizó antes de concretar el cuadro que conmemora el bombardeo nazi al pueblo vasco.
Esta relación amable con el capitán de la Wehrmacht le permitió a Picasso estrenar sin inconvenientes su obra de teatro "El deseo atrapado por la cola" en casa del dirigente comunista Michel Leiris.
No todos los intelectuales franceses que permanecieron en París durante la guerra fueron condescendientes con el poder ocupante alemán.
Albert Camus –Medalla de la Resistencia, en 1946– debió moverse con documentación falsa a nombre de Beauchard para poder sobrevivir en el París ocupado.
Fue director y editorialista de "Combat", publicación clandestina de la Resistencia. En ese medio Camus publicó sus "Cartas a un amigo alemán" que, como su autor las define, "son un documento de lucha contra la violencia". Fueron dedicadas a su amigo René Leynaud, fusilado por los nazis.
Concluida la guerra, Sartre evidenció su adhesión al marxismo y desde esa posición ideológica ignoró los crímenes perpetrados por Stalin en la Unión Soviética. Llegó a insultar a Solzhenitsyn por su denuncia del Gulag, la ignominiosa serie de campos de concentración creados por Lenin a poco de asumir el poder.
No obstante estos significativos silencios, el autor de "El ser y la nada" no perdió su unilateral vocación denunciadora. En medio de la turbulencia del Mayo del 68, Sartre insultó públicamente a De Gaulle. Un fiscal ordenó la detención del filósofo y André Malraux, ministro de Cultura, comunicó la novedad al presidente. De Gaulle preguntó por qué el fiscal había detenido a Sartre y Malraux le respondió: "Porque lo insultó a Ud., Sr. presidente". El general pensó un momento y ordenó: "Destituya al fiscal y libere a Sartre" y pronunció una frase memorable: "No se encarcela a Voltaire".
Resulta interesante comparar la opinión que De Gaulle tenía de Sartre y la que éste tenía del presidente francés. Para el filósofo, el creador de la Quinta República Francesa sólo merecía un insulto. Mientras tanto, De Gaulle liberaba de una posible condena de cárcel a Sartre y lo valoraba superlativamente al compararlo con Voltaire.
El final
La lectura de "La ceremonia del adiós", obra escrita por Simone de Beauvoir a manera de despedida de su compañero, depara algunas sorpresas.
El libro es ajeno a lo ceremonial, es más bien la descripción puntual y distante de la decadencia física e intelectual de Sartre. La decrepitud de Jean-Paul, agravada por su adicción al alcohol y el cigarrillo, es descripta por Simone con aséptica frialdad, lo que da pábulo a lo dicho por Nathalie, una de las jóvenes amantes de la filósofa: "Es como un reloj dentro de una heladera".
Beauvoir se permitió alguna concesión a los sentimientos en pocas oportunidades. No reaccionó así ante el sufrimiento de su compañero, lo hizo sólo ante los comentarios que el propio Sartre hacía de sus dolencias. Fueron las palabras las que construyeron la relación entre ellos y las palabras reemplazaron a los sentimientos. Esta característica de los galos, potenciada entre intelectuales, la percibe la aguda sensibilidad de T. E. Lawrence: "...los franceses seguían siendo incorregibles prosistas, hombres que contemplan las cosas a la directa luz de la razón y el entendimiento y no con los ojos semicerrados, brumosamente, a la luz del brillo esencial de las cosas...". ("Los siete pilares de la sabiduría")
Quien logró la adhesión de miles de jóvenes universitarios, quien se transformó en objeto de culto en no pocas universidades del mundo –las nuestras públicas, por supuesto–, quien fue referencia ineludible de buena parte de los intelectuales de su época, murió solo. Ni Simone ni las mujeres con las cuales convivía o alternaba estaban a su lado. Parecería que la actitud piadosa es ajena a los ideólogos famosos.
Publicado en Diario "Río Negro" (edición Nro. 23598), 17 de abril de 2014, página 21.
Las imágenes son de internet.
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