Mucho se escribió sobre Elena Greenhill Blacker, quien supo pasar a la historia como “la bandolera inglesa”, tras su galopar por los territorios de Neuquén, Río Negro y Chubut. Los registros la diferencian de otros justicieros de la época por la cantidad de delitos cometidos, generalmente en torno al contrabando de animales, con los que tuvo en vilo a la policía territoriana.
Sin embargo, su vida puede leerse mucho más en profundidad. En un contexto donde sólo los hombres se imponían, ella se dio el lujo de sobresalir, desafiarlos, decidir cómo vivir y a quién amar, aunque fuera al margen de la ley. ¿La condena social le correspondía más por ser delincuente o por la insolencia de animarse a elegir?
Kevin Greenhill tiene hoy 25 años y en pleno siglo XXI relee y busca más datos sobre ancestros que vivieron hace casi 150 abriles. Su bisabuelo fue Percy, el hermano menor de Elena, quien tenía apenas tres años cuando toda la familia emigró desde Inglaterra a Chile en 1888, a bordo del barco a vapor “Araucanía”.
Venían como colonos a Sudamérica con la promesa de recibir unas 40 hectáreas de tierra, animales y herramientas para trabajarla. Pero la mayor parte de esa delegación abandonó el desafío con el paso de los años y regresó a su país, al confirmar que la realidad no era tan auspiciosa. Aún así, el apellido Greenhill dejó una marca, atravesada por la vida de “la inglesa”, como se recuerda a su querida “Nellie”.
“Lo que decía mi abuelo, como una gracia, era que tenía una tía ‘loca y bandolera’, que en Argentina era conocida”, cuenta Kevin, para quien también es genial tenerla en la historia familiar. Sin embargo, no todos los descendientes comparten esa sensación y varios evitan hablar del tema, incómodos y asegurando que circulan muchas mentiras al respecto.
Elena: la hija, la hermana, la esposa, la madre
Los Greenhill Blacker apostaron en el fin del mundo, convocados por contratos de Colonización para agricultores, cuenta este joven descendiente de la familia. Tradujeron su apellido para bautizar como “Campo verde” al lugar donde se instalaron, cerca del pueblo chileno de Victoria, casi a la misma altura que Las Lajas, en Neuquén.
John Alfred y Francis Emma eran los padres de Ellen, llamada como su abuela paterna. Era la mayor de sus hijos y quien los ayudaba en la crianza de los demás hermanos.
Una biblia fue el registro donde documentaron cada acontecimiento importante de este matrimonio respetuoso de las tradiciones anglicanas, aunque no eran muy devotos.
El casamiento para Elena le llegó a los 19 años, cuando llevaban seis viviendo en Chile. Y Manuel de la Cruz Astete fue el elegido: era 19 años mayor que ella y apenas unos años menor que John, su padre. “Era conveniente para él casarse con una europea”, opina Kevin.
Con Astete, que ya se dedicaba al comercio y el arreo de animales, esta delgada rubia cruzó hacia la Argentina, por Neuquén. Juntos anduvieron hasta llegar a Choele Choel, en Río Negro, cuando la zona llevaba apenas una década como territorio nacional. Tuvieron sólo dos hijos, Armando en 1898, y César Eulogio, dos años después.
“De su mundo familiar y campestre, fue llevada a una vida de frontera, de peligros, soledades y absoluta escasez. Un territorio de hombres rudos en el que ella sacó las uñas como debía hacerlo para sobrevivir”, decía Susana Yappert, en su nota para “Río Negro”, publicada en 2010. A partir de esos meses, su vida pasó a ser otra.
Elena: de la escuela y la familia, a ser acusada como la asesina de Astete
Comparándola con las mujeres de su época, Kevin destaca que “ella debe haber sido más educada, de hecho fue al colegio en Inglaterra antes de emigrar”.
“Una cosa que me llama la atención es cómo firmaba”, agrega. “He recopilado muchas firmas de mis antepasados y en general las mujeres firman con su nombre sin agregar adornos ni nada y con letra bastante mala. De hecho, muchas veces escribían ‘los comparecientes no saben firmar’”. Pero Elena no, como se ve en la planilla del Registro Civil chileno donde se casó con Astete.
Esa lucidez también la destacó Francisco Juárez, autor de su biografía novelada. “Aprendió de lo que podía, esto es, de un marido cuatrero que vivía en conflicto con la ley”.
La rutina nómade siguió desde el Alto Valle, pasando por Roca, hasta Catan Lil, en tierra neuquina, cerca de Piedra del Águila. Allí la desaparición y muerte a golpes de Manuel la dejó en el blanco de las sospechas, aunque no se explicara muy bien por qué. Se la vinculó a un peón, de hecho. No hubo retorno, y ya nunca más salió de la periferia de la ley.
Elena tomó las riendas
En Argentina “se relacionaron muy estrechamente con personas que se dedicaban a eso [contrabando de animales] y fueron aprendiendo”, opina Kevin, tratando de encontrar la explicación al giro que dio la vida de Elena desde ese noviembre de 1904. Ella tenía 29 años y sus hijos apenas 6 y 4.
Imputada, la castigaron enviándola de nuevo a Neuquén capital, pero eso no la hundió. Martín Coria, entendido en leyes, fue quien la defendió ante la justicia, y ella lo eligió para que sea su nuevo compañero.
Con él regresó a su nuevo hogar, Catan Lil, y se casaron el 30 de agosto de 1905. Elena empezó así una nueva etapa, en la que consolidó su destreza con las armas y el contrabando de ganado. Con Martín hicieron una dupla que desafió a la policía de la época, que contraatacaba como podía ante las distancias, la falta de agentes e insumos.
Cruzaron el Limay y se afincaron en el paraje rionegrino de Montoniló, hoy 40 kilómetros al noreste de Jacobacci. Allí, por un lado regenteaban un almacén de ramos generales, sin pagar a sus proveedores, y por otro crecían en el robo de hacienda y la estafa.
“Es extraño también que ella nunca regresara a Chile, por lo que asumo que a sus padres o algunos hermanos no les parecía bien [su estilo de vida] o se pelearon por alguna razón. Quizás también era un poco contraria a la función que en esa época tenían las mujeres en la sociedad y que probablemente su madre anglicana le entregó”, reconstruye Kevin sobre el tema.
En medio de todo ese proceso, sus hijos fueron enviados a Buenos Aires con una hermana de “Nellie”, que sería Henrrietta, la que le seguía en edad.
Durante esa sucesión de delitos, un enfrentamiento marcó el principio del fin de esta mujer que se acostumbró a actuar vestida “como lo hacían los hombres”, según le criticaban. Quizás era la manera en que más cómoda se sentía o que más útil era para el estilo de vida que había elegido. Lo que no le faltaba era el revólver en mano y el fusil Winchester en la cintura.
Se dio el lujo de humillar a la policía
Con armas largas justamente respondió a la comisión policial que llegó desde Chubut ese día a cargo del comisario de Telsén, Domingo Caligaris. Los buscaban después de la estafa y robo de unas 2.500 ovejas a una viuda.
La “inglesa” estaba sola en la casa de adobe crudo en Montoniló, del lado de Río Negro, junto a la cocina y su máquina de coser, mientras Coria negociaba las ovejas robadas no muy lejos.
En medio del contraataque de la mujer, dos oficiales quedaron “prisioneros”. A uno de ellos lo desarmó de un solo disparo, mientras que el otro se rindió.
Estuvieron retenidos varios días, en calzoncillos y obligados a hacer tareas domésticas, lo que terminó de completar la humillación y de convertirla a ella en leyenda.
El desenlace en Gan Gan
En venganza, tiempo después y ya muerto Coria producto de una enfermedad, llegó la emboscada. Fue cuando Elena y su nuevo compañero de vida, el entrerriano Martín Taborda, con quien ya habían compartido andanzas, volvieron a pisar tierras chubutenses.
La policía tenía el dato de que pasarían por Paso Chacay, camino a Gan Gan, y otro comisario, en este caso, Félix Valenciano, aplicó la estrategia.
Elena y Taborda respondieron a balazos hasta donde se pudo. Él huyó, pero la “Grinil”, como la llamaban, rodó junto a su caballo. Un disparo a su cabeza, en el suelo, le dio remate para asegurarse que ya nunca más tendrían que lidiar con ella.
Como recuerdo, un pequeño cerro volcánico lleva su nombre, pero pocos son los detalles que se registraron de su partida en la biblia familiar: “Murió en Argentina”, dice a secas, casi por obligación.
La “ley de fuga” fue la que le aplicaron a “la Inglesa”, en ese juicio informal, sin defensa ni estrado. No era extraño su uso por aquellos años.
Si bien no se le conocieron actos de solidaridad, como a otros bandoleros, en su tumba no faltaban las flores. Nada quedó de su rancho y el capital que pudo juntar pasó a manos de su hermano Heriberto, que terminó de perderlo todo.
Con el tiempo, las tierras de “Campo Verde” en Chile se vendieron, lo que generó una ruptura familiar. Recién en la década del ‘90 y en 2016 volvieron a reunirse los descendientes, tratando de dejar atrás los conflictos. Aún así, cada uno siguió su camino, pero con la leyenda de Elena provocando desde el pasado.
Fuentes:
- Archivo Diario “Río Negro”.
- Libro “La bandolera inglesa”, de Elías Chucair (Jacobacci).
- Reseñas sobre “La bandolera inglesa en la Patagonia” de Francisco N. Juárez..
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