Pocos hombres -entre ellos, muy pocos políticos- poseen el don de la coherencia, esa relación de integración y unidad entre origen, conducta, pensamiento y acción. Quienes logran alcanzarla se convierten en figuras prototípicas, en referencias permanentes que ejercen una función orientadora e influyen sobre los demás, aún más allá del tiempo que les toca vivir.
Larralde sigue siendo, cincuenta y seis años después de su desaparición, uno de esos casos excepcionales. Hijo de “una inmigrante que trabajó como sirvienta y de un obrero que perdió su vida mientras conducía un carro”, fue fiel a su origen proletario que lo comprometió de manera definitiva con los humildes, con los desamparados, que sintió y reconoció como los hermanos a los que destinó los frutos de su inteligencia, aplicada a resolver la cuestión social. El artículo periodístico “Frente al 17 de Octubre” que publicó en “El Centinela” de Avellaneda en noviembre de 1945, es clara demostración de su identificación con los desposeídos, cuyas necesidades comprendió y compartió más allá de cualquier contradicción política o cultural.
A diferencia de la mayor parte de los dirigentes que llegaron a la conducción del radicalismo en la segunda mitad de los años cuarenta del siglo pasado, Larralde no fue un producto de la Universidad post reforma, sino el resultado de un esfuerzo autodidacta que pasó por la lectura de los grandes pensadores sociales y de las luchas reivindicatorias de los trabajadores.La Unión Cívica Radical fue el vehículo que eligió para impulsar la transformación social. Por eso, concibió la militancia política como una tarea liberadora, ejecutada también a favor de quienes nos desconocen o nos enfrentan. Nunca interpretó la política como un “cursus honorum”, sino como una vocación al servicio del bien común.
Las ideas que elaboró, difundió y defendió, nunca se convirtieron en una concepción sectaria o excluyente. Supo que el aprecio por la propia libertad exige respetar el pensamiento diferente y adoptar una actitud de apertura mental que permita ponderar su valor, reconocer su parte de verdad. Por eso, tuvo -y conservó hasta su muerte- interlocutores de distinto signo ideológico que, en algunos casos, estaban en las antípodas de sus convicciones. Poseyó un nivel de independencia y objetividad que favoreció su capacidad de mediación e integración. Nunca aceptó el sectarismo irracional o la adhesión acrítica. El pensamiento bien fundamentado fue el factor determinante en la toma de decisiones en el plano político.
Un prestigioso constitucionalista dijo alguna vez que el poder es la capacidad de influir sobre las decisiones sociales. Larralde concibió el poder de otra manera. Lo ubicó en otro espacio, le otorgó otra dimensión moral cuando saludando a Jesús, afirmó sin vacilaciones que en el desprecio de todo poder está todo el poder.
La democracia es eso: cada hombre ejerciendo la capacidad de forjar su propio plan de vida y al mismo tiempo, participando en la formación del destino colectivo, sin someterse a la fuerza, al dinero o a cualquier otra influencia externa no consentida.
Esa decisiva apuesta por la libertad tiene una actualidad que salta a la vista: la imperfecta democracia argentina de hoy confunde la sede real del poder ubicándolo en los cargos públicos y sobreestimando el valor de las jerarquías formales. Esa confusión desvaloriza el principio de soberanía popular, tiende a la oligarquización de la dirigencia política y favorece la instalación de privilegios injustificados y de corruptelas deformantes.
Pero, además, a partir de ese error conceptual, la política pierde su contenido ideológico y se transforma en una actividad pragmática que persigue, como objetivo prioritario, apoderarse de una porción del presupuesto público.
No hace falta hablar de su honestidad. Para aquella generación política, la honestidad no era un tema: estaba descontada, formaba parte de lo normal, de lo habitual, de lo indiscutido.
Ahora bien: esa honestidad natural no pasaba solo por los aspectos materiales de la realidad. Incluía el pensamiento. Implicaba alejarse de la demagogia, de la mentira, de la desaprensión argumentativa, de la desconsideración frente al otro, aunque fuera un adversario absoluto. En definitiva: la honestidad era un signo de respeto que cerraba el círculo de la coherencia.
La realidad social en la que Larralde inscribió su pensamiento era diferente de la actual: en la Argentina de los años 50 y 60 funcionaba una industria compuesta por grandes grupos fabriles con miles de trabajadores. Estábamos cerca del pleno empleo, el nivel de pobreza era reducido y la diferencia de ingresos entre el diez por ciento más rico y el diez por ciento más pobre de la sociedad, alcanzaba menos de la mitad de la actual.
Hoy, el escenario es claramente distinto: la industria ha perdido participación relativa a favor del sector servicios. La desocupación adquirió carácter estructural y el ingreso se ha concentrado, ampliando de manera notable la diferencia entre ricos y pobres.
Además, la velocidad y profundidad del cambio tecnológico diseñan un escenario que hay que entender y procesar. La robotización, la inteligencia artificial, el internet de las cosas y la economía digital condicionan el mundo laboral. En ciertas tareas, el trabajo humano ya es descartable y esa tendencia se acelerará en el futuro inmediato, planteando nuevos problemas sociales de compleja resolución que pondrán en riesgo la convivencia pacífica.
En este nuevo escenario de alta potencialidad conflictiva, el pensamiento de Larralde sigue siendo útil. En primer lugar, desde los valores: alcanzar el mayor nivel de igualdad posible en la distribución de los bienes es hoy un objetivo aún más importante que en el pasado, porque las injusticias se han ampliado de manera brutal, a punto tal que la pobreza afecta a un tercio de la sociedad.
Su pensamiento social es, en definitiva, una garantía de libertad. En primer lugar, libera de la pobreza, de la necesidad material, de la sumisión económica. Pero también libera de los falsos poderes, aquellos que hay que despreciar: la riqueza usada como instrumento de subordinación, los cargos públicos entendidos como fuente de autoridad personal, ilimitada, irresponsable e impune, la fuerza arbitraria no sometida a control legal independiente.
Larralde siempre supo a quién quería representar: al hombre de trabajo, que sólo cuenta con sus manos y su esfuerzo para ganarse la vida. Al desamparado, que debe enfrentar en soledad el aislamiento, la indiferencia ajena y muchas veces la propia ignorancia. A ellos destinó su espíritu solidario, su inteligencia, su imaginación y su voluntad. Comprendió que las soluciones de fondo pasan por cambiar las condiciones objetivas: la forma de distribuir el ingreso determina la calidad de vida, los niveles de igualdad. Es decir, define la suerte de aquellos que no poseen otra herramienta que su capacidad de trabajo.
El artículo 14 bis de la Constitución es su producto más trascendente. Constituye, en sí mismo, un programa de reforma social que incluye propuestas de dimensión transformadoras aún incumplidas: participación en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección; constitucionalización del derecho de huelga y de las garantías para los representantes de una organización sindical libre y democrática reconocida por la simple inscripción en un registro especial; seguro social obligatorio a cargo de entidades nacionales o provinciales administradas por los interesados, con autonomía financiera y económica.
La síntesis de su propuesta transformadora en materia social es la afirmación incluida en su conferencia emitida por Radio Rivadavia el 1º de Mayo de 1961: Para nosotros, el triunfo definitivo es la supresión del régimen del salariado”. Esa es su definición de mayor dimensión revolucionaria: la supresión del régimen del salariado implica eliminar el vínculo de dependencia económica, jurídica y social que caracterizó la relación entre capital y trabajo desde los orígenes del industrialismo hasta hoy. Esa propuesta revolucionaria convierte al trabajador en un socio que no vende su energía y su tiempo, sino que forma parte por derecho propio de un proceso colectivo que le permite acceder a una cuota de la riqueza que contribuye a crear como productor o consumidor.
El pueblo fue el destinatario de su discurso. A él se dirigió permanentemente, porque sostuvo que el hombre común debe ser el protagonista central en la sociedad democrática ideal. Ese discurso encontró en la coherencia entre sus ideas y su conducta, el mayor argumento para garantizar su credibilidad.
Por eso, el destino lo premió cuando decidió que muriera en el Berisso proletario, sobre una tribuna, desgranando frente al pueblo su claro, querido y constante mensaje libertario.
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