El amante del desequilibrio
Marcelo Antonio Angriman.
El 25 de noviembre de 2020 será recordado como el día en que la pelota quedó huérfana, aquel en que un país entero perdió a su mayor ídolo futbolístico de todos los tiempos.
Cómo cuesta ser equilibrado frente a un amante del desequilibrio.
En puridad, es una misión imposible, ya que no se puede ponderar positivamente un defecto.
Más en el fútbol la gambeta, la finta, el engaño, el dejar a uno o más rivales despatarrados en el piso, es una enorme virtud. Un bien preciado, solo para elegidos.
Desafiar las respuestas torpes, mecánicas y mundanas de cuerpos profanos por otras propias de un esteta que termina sus magníficas obras en las redes adversarias es tarea de artistas. Es ese el desequilibrio que amamos, el del asombro, el que inventa trayectorias y ridiculiza las más indiscutidas teorías.
Ya con esas cualidades bastaría para contar una grandísima historia, pero para que la misma contenga una épica hace falta que el héroe encarne tras de sí un sueño colectivo. El de aquellos que siempre quisieron llegar a lo más alto y nunca pudieron lograrlo.
Para que la película sea completa se precisa de un bandido. De uno que venga del lugar más recóndito de la tierra, de un barrio perdido, mientras más pobre mejor.
¿Qué es un descomunal jugador sino un bandolero, que ante la mirada incrédula de los veintiún mortales restantes y de todo un estadio se lleva a la chica por la que todos pelean? Esa que todos pretenden seducir y nadie consigue hacerlo.
Esa que un día cae rendida a los pies de quien la trató como nadie, para conformar una sociedad que no sabe de traiciones. Una unión dispuesta a tomar por asalto a cientos de miles de personas, que gustosamente aceptan ser víctimas de sus más ignominiosas fechorías a cambio de pócimas de felicidad.
Por eso, en las miles de canchas donde se practica fútbol en el mundo, hoy hay solo pelotas alquiladas. Balones tediosos que cumplen con su horario de oficina vestidos de fajina, sin la alegría que solo sus poquísimos dueños son capaces de provocar.
El 25 de noviembre de 2020 será recordado como el día en que la pelota quedó huérfana, aquel en que un país entero perdió a su mayor ídolo futbolístico de todos los tiempos, de quien paradójicamente y por el motivo que fuese no se paró de hablar durante 44 años.
De un capitán que llevó a la selección nacional al firmamento del fútbol mundial y puso de rodillas al poderoso norte italiano tras su paso por el hasta allí canijo Napoli.
De los desequilibrios extrafutbolísticos, de los que en alguna que otra columna críticamente he referido, prefiero guardar expresa reserva ante la congoja de la partida. Puede que un gesto de gratitud sea el de no mezclar la genialidad con la ejemplaridad, en el delgado andarivel que roza la emoción con la razón.
También el de referir a él y en su honor en clave de metáfora, para imaginar que otras jugadas son posibles. Ya la Argentina tiene muchos puntos de discordia para que un extraordinario jugador se transforme en otra nueva estéril discusión.
Quizás el mejor homenaje que se pueda hacer a Diego Armando Maradona, por él y por todos, sea el de dejarlo descansar en paz.
Como dijo al enterarse de la noticia Gary Lineker, uno de sus humillados vencidos en la memorable derrota de Inglaterra por 2-1, en el Mundial 86: “Reportan desde Argentina que Maradona ha muerto. Por lejos el mejor jugador de mi generación y el mejor de todos los tiempos. Después de una bendecida vida pero algo complicada, quizás encontrará algo de consuelo en las manos de Dios”.
Pueda ser que el recuerdo de esos abrazos, del llanto compartido con los seres queridos, de la gloria de aquellos días de 1986, nos lleve a discernir las partes positivas del descomunal jugador de fútbol que fue Diego Armando Maradona.
*Abogado, Prof. Nac. de Educación Física, docente universitario.
Publicado en Diario "Río Negro", 28/11/2020.
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