Nace un día desconocido, de un año incierto. Tal vez haya sido 1766, o quizás 1767. Nadie lo sabe con certeza. Lo que sí conocemos, es que era porteña, nacida en la Ciudad de Buenos Aires.
Era negra como la noche misma. Tal vez nacida esclava, aunque la historia no lo registra. Y si nació con dueño, tampoco sabemos cómo consiguió su libertad.
Se llamaba María Remedios del Valle.
El primer registro histórico que existe de ella, fue cuando combatió contra el inglés, aquella vez que los gringos se quisieron quedar con la ciudad que la había visto nacer. ¡Habrase visto tanto atrevimiento! Allá fue María, a echarlos a balazos.
Cuando el Pueblo de Mayo gritó ¡Revolución!, allí estaba María, preparada para la acción. Marchó al norte, junto a su marido, y sus dos hijos, como parte de la Primera Expedición al Alto Perú. Los continuos reveses de aquella fatídica cruzada, hizo que se quedara sola, al morir los hombres de su familia.
Cuando llegó Manuel Belgrano, se presentó delante de él, y pidió ser incorporada. Manuel era reacio a la participación de las mujeres en la milicia, y le negó el pedido. Pero pronto, el destino le brindó la oportunidad para demostrar su compromiso con la causa revolucionaria.
“Tucumán” se llamó aquella batalla, en donde desobedeciendo las ordenes de Belgrano, María se metió entre la balacera, ayudando a los heridos, dando su pecho materno para que algún moribundo partiese, y alentando a los combatientes.
Y ya formando parte del Ejército del Norte, acompañó al General hasta la gloriosa jornada de“Salta”, y luego más allá, al Alto Perú.
Supo ser de los inmortales derrotados en “Vilcapugio”.
Y supo también ser integrante de aquel trío de mujeres, que bajo las balas realistas, acompañaron a los soldados patriotas en la “Batalla de Ayohuma”, y que pasaron a la historia como “Las Niñas de Ayohuma”.
Fue herida en combate, y tomada prisionera por los hombres del Rey: Su osadía de levantar las armas en contra de Fernando VII, sumada a su condición de mujer, le valieron el castigo de ser azotada impiadosamente durante nueve días. Su cuerpo moreno llevaría por siempre las marcas de aquel castigo cruel
Pudo escapar de su encierro, y como no podía ser de otra manera, volvió a sumarse a la lucha emancipadora, esta vez al lado del gaucho inmortal, Don Martín Miguel de Güemes.
Hasta que un buen día, la Guerra de Independencia terminó. Y así María partió hacia la lejana Buenos Aires, cargada de gloria y de cicatrices.
Dicen que se afincó en un rancho mísero, en las afueras de la ciudad. Dicen que frecuentaba los atrios de las principales iglesias porteñas, vendiendo pastelitos, tortas fritas o empanadas, para así poder matar el hambre que la miseria le imponía.
Dicen que a quien quisiera escucharla, le contaba de sus batallas y combates, en un tiempo ya lejano, en donde supo defender las armas de la Patria. Se hacía llamar la “Capitana”, aunque para decir la verdad, casi todos solamente la tomaban como una pobre vieja senil y desvariada.
Pidió que se la pensionara, en honor a sus viejas luchas. Pero el estado le dijo que no.
Ya sexagenaria, el General Juan José Viamonte la encontró casi de casualidad, mendigando en una calle de Buenos Aires, y preguntándole su nombre, la reconoció.
Viamonte hizo un pedido a la Junta de Representantes de la Provincia de Buenos Aires, solicitando una pensión para la anciana Capitana, Guerrera de la Independencia.
Luego de muchas idas y vueltas, la Junta decidió otorgarle una pensión muy exigua, apenas de treinta pesos, que a duras penas podía ayudar en su miseria a la gloriosa negra.
Ya en sus años finales, la suerte de María Remedios del Valle, fue cambiando poco a poco. Era el momento del reconocimiento. Fue ascendida a Sargento Mayor de Caballería (grado hoy día inexistente, pero equivalente al actual Teniente Coronel).
Juan Manuel de Rosas fue el último que supo rescatar los sacrificios de tan noble mujer. Le reconoció su grado, la colocó en la planta activa del Ejército, y le aumentó considerablemente el sueldo.
María Remedios del Valle, esa parda gloriosa, murió anónimamente en noviembre de 1847.
Mujer de cuna pobre, supo ganarse un lugar entre los Próceres que hicieron grande esta Nación. Su condición de mujer, y mucho menos el color de su piel, no fueron impedimentos para que ella conquistara el respeto de los soldados junto a los que combatió. La trataron como una igual, ganándose ese lugar con coraje y sacrificio. Sólo cuando existe un corazón generoso y desinteresado, se puede llegar hasta donde llegó María.
Ella supo de qué se trataba aquella lucha heroica, y quiso ser partícipe voluntaria. Ella entendió que era el parto doloroso de una Nueva Nación en la faz de la Tierra, y no quiso ser menos, que la Madre de la Patria.
Autor: Eduardo Javier Osuna Mundani.
Fuente de información e imagen: Libertadores de Pueblos - Facebook.
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