Sin contrapeso institucional opositor, las tendencias autoritarias del peronismo, que existían desde su mismo origen, se fortalecieron y agudizaron, restringiendo la democracia. Perón, que desde 1946 no había necesitado de la oposición para gobernar, dadas las mayorías logradas bajo el estricto cumplimiento de la Ley Sáenz Peña y en comicios que la misma oposición, en su momento, había considerado ejemplares, incrementó luego ese apoyo electoral gracias a las realizaciones de su gestión presidencial, sobre todo las referidas a la ampliación de las ciudadanías social y política, al tiempo que, mediante la institucionalización del movimiento sindical bajo una dirección centralizada y la intensa ayuda social de la Fundación Eva Perón, consolidó un régimen constitucionalmente instituido con la Reforma de 1949. La reelección de 1951, en comicios que además incrementaron el control oficialista del Congreso y de las situaciones provinciales, mostraba la cúspide de un poder ante el cual la impotencia de la oposición y la inexistencia de alternativas generaron un mecanismo de retroalimentación del enfrentamiento peronismo-anti peronismo, con graves consecuencias para ambos términos de esa contraposición, cada uno inmerso en su propio laberinto, y con efectos mas graves aún para el país.
Ante la ausencia de una oposición sólida, el peronismo se fue adentrando en su laberinto guiado por la aparentemente inagotable vocación de poder y capacidad de realización de Perón, en pos de una hegemonía que no dejaba margen a expresiones no signadas por el apoyo o por el rechazo. Nacido como un movimiento nacional, popular y democrático, respaldado en un fuerte acompañamiento ciudadano, el peronismo se fue desarrollando como un movimiento nacional, popular y autoritario. Los llamados a la unidad nacional, que en sus inicios tendían a buscar consensos entre diversos sectores sociales y, hasta cierto punto, políticos, cada vez más se tiñeron de intolerancia hacia el disenso. El férreo control de la prensa y los medios de difusión, la exclusión y el ostracismo, cuando no la persecución y la cárcel, de las voces disonantes, reforzaron esos rasgos de autoritarismo. Aunque no cabe caracterizar al peronismo como un movimiento ni como un régimen totalitario, ni tampoco como tiranía o dictadura, el factor democrático, basado en el incuestionable apoyo mayoritario de la ciudadanía en comicios limpios, dejaba mucho que desear en lo que concierne al respeto a las minorías e, incluso, a los integrantes críticos o menos obsecuentes del propio movimiento.
Las minorías opositoras, por su parte, entraron en el peor de los laberintos políticos: el de la impotencia, la desesperación y el recurso a la fuerza que, en su discurso, condenaban. Cumpliendo los temores que por entonces expresaba Lebensohn, el radicalismo se sumergió en el rol fundamentalmente opositor, ante la cada vez mayor ratificación del oficialismo en los comicios. El propio Lebensohn, ahondando en lo que ya había planteado en la Convención Reformadora de 1949, reiteró una y otra vez la equiparación del peronismo con el “nuevo despotismo” fascista e, incluso, nacionalsocialista: “Como en Italia y Alemania, el régimen consagró una preocupación central al apoderamiento de los sindicatos”, mediante la “satisfacción de reclamaciones inmediatas [...] para disolver en el triunfo aparente del minuto la desazón por una organización social que no se ajusta a fundamentales requerimientos humanos”. Y llegó a llamar a la CGT “nuestra equivalencia del Frente de Trabajo” nazi, para luego preguntarse: “¿Es posible que frente a un sistema que libra una guerra total nos limitemos a actuar en el escenario político, como si no rigieran nuevas condiciones forjadas por esta expresión criolla del fascismo?”. Puesto en esos términos, de lucha contra un “régimen totalitario”, el discurso de Lebensohn, encarnando la “línea combativa” de la Intransigencia, en términos de fractura social y política del país no se diferenciaba del de unionistas, sabattinistas y otras expresiones cuyo factor común ideológico y programático era, casi exclusivamente, el antiperonismo. Cuando, a partir de 1953, año de la muerte del dirigente radical de Junín, comenzó a desenvolverse una creciente violencia, a través de atentados terroristas de los que participaban cuadros del radicalismo, se entraba en la pendiente que terminaría en 1955 con la adhesión fervorosa de sus correligionarios al derrocamiento de Perón. En su semblanza de Lebensohn, publicada en 1956, Oyhanarte seguía esa misma clave de lectura del peronismo. Es llamativo, en particular, que lo presentase como “una etapa más en el proceso de las jerarquías ignominiosas del Régimen”, identificadas en “estos cuatro generales, primeros actores de la antehistoria argentina: Roca, Uriburu, Justo, Perón”. Esta identificación del peronismo con el fascismo, “el Régimen” y la “antihistoria” parece cerrar la parábola que describe la trayectoria del radicalismo desde 1930 y, sobre todo, la del Movimiento de Intransigencia y Renovación, que va desde el cuestionamiento a las posiciones del unionismo en 1946 hasta la adopción de sus principales líneas argumentativas, cuando el MIR accede a la conducción del radicalismo y encabeza la oposición. Es un camino sin retorno hacia una confrontación cada vez más exacerbada, que lo llevara a formar un bloque con sectores tradicionalmente opuestos a su ideario, agravando la perdida de apoyo popular y llevando a la fractura partidaria.
Se cerraba así un ciclo iniciado en 1930, marcado por los factores que, a partir de la crisis del modelo agroexportador y los procesos mundiales que se iniciaban entonces, pusieron a las dirigencias argentinas ante el dilema de qué respuestas dar a las necesidades de transformación estructural de la Argentina. Radicales y conservadores, como lo evidenciaron tanto en la Revolución del Parque como en la de Setiembre, no se mostraron proclives a respetar las formas republicanas y democráticas, aunque afirmasen que su acción se orientaba a instaurarlas o restaurarlas. La figura del general Uriburu, como alternativa al “personalismo” y “caudillismo” de Yrigoyen, condicionó desde el principio la Revolución del 30, en un liderazgo que habían propuesto o, al menos aceptado, el general Justo y el coronel Sarobe, con vistas a desprenderse de él en cuanto fuese posible. La maniobra le permitió a Justo presentarse, a su vez, como la alternativa al corporativismo, en cierta defensa de la “normalidad constitucional”, así fuese con una democracia retaceada, y agrupar tras de si a la heterogénea alianza antiyrigoyenista de la Concordancia. La parálisis inicial de los yrigoyenistas, las ambigüedades de Alvear, la abstención y los frustrados intentos revolucionarios permitieron a Justo, sucesivamente, ganar sin un fraude significativo las elecciones de 1931, consolidar su presidencia y proyectar la incorporación del radicalismo o de sus sectores mas significativos a su candidatura para un nuevo periodo presidencial. El levantamiento del abstencionismo en 1935 que, al igual que su implantación cuatro años antes, se justificó en la necesidad primordial de mantener la unidad partidaria, resultó funcional a Justo y se convirtió en el arma negociadora de los sectores antipersonalistas, al tiempo que la conducción alvearista de la UCR adoptaba, respecto de las transformaciones estructurales y del papel del Estado, una posición más tradicionalista o conservadora que sus oponentes. Con la excepción de sectores juveniles, como FORJA y los grupos que terminarían confluyendo en el MIR, el radicalismo no vio las prioridades de la industrialización, tampoco advirtió la necesidad de un replanteo de la ubicación de la Argentina en el mundo, y mucho menos la urgencia de fortalecer sustancialmente el mercado interno e incorporar masivamente a la población al consumo. Los grupos y líneas disidentes al alvearismo y sus posturas liberal-conservadoras, a lo largo del periodo 1935-1945 fueron sistemáticamente marginados por una conducción que, a pesar de sus alegatos en pro de la democracia, no la practicaba al interior de su Partido.
El alvearismo, por otra parte, no mostraba un proyecto claramente diferenciado del justismo en lo político, a pesar de sus denuncias del fraude electoral, al que terminaba convalidando al integrar los órganos legislativos surgidos por esa vía. Esa escasa diferenciación se volvió más notoria a partir de 1938, tanto en la participación de hombres del radicalismo en escándalos de corrupción junto con representantes de la Concordancia, cuanto en la orientación general de la política nacional. En la conflictiva relación entre Justo y Ortiz, en la que el expresidente buscaba utilizar a su sucesor para garantizar una nueva presidencia en las elecciones de 1943, los radicales se mostraron dispuestos a acordar con el nuevo primer mandatario y antiguo correligionario, en la medida en que se mostrase dispuesto a garantizar comicios que permitieran triunfos de la UCR. El estallido de la Segunda Guerra, ante la cual tanto Alvear como Justo se manifestaron desde un comienzo a favor de los aliados, con una clara simpatía también de Ortiz, a lo que no fue ajeno el papel de Gran Bretaña y las logias masónicas, marcó un nuevo acercamiento entre ambos ex presidentes y antiguos amigos. Para entonces, el proyecto original del gobernador Manuel Fresco, rupturista respecto de los tradicionales lineamientos de radicales y conservadores, y su posterior viraje autoritario proto-fascista, habían sido desarticulados por Justo, quien también chocaba con la actitud neutralista del vicepresidente Castillo, a cargo del gobierno a partir de la enfermedad de Ortiz. Así iba cobrando cuerpo el llamado a la primera Unión Democrática, en la que no estaba descartada del todo la posible confluencia del radicalismo alvearista y los sectores justistas de la Concordancia. En muy poco tiempo, la potencial entente quedó descabezada por las sucesivas muertes de Alvear, Justo, Ortiz y Julio A. Roca (h). El error de Castillo al consagrar a Patrón Costas como “sucesor”, con la frustración de expectativas que significaba una nueva ficción electoral y, al mismo tiempo, la amenaza del fin de la neutralidad, llevó a que el movimiento militar de 1943 al principio fuese respaldado por la casi totalidad de las fuerzas políticas y que, inicialmente planeado para setiembre, se adelantase tres meses. Para entonces, las formas seudo-democráticas, el fraude aceptado por sus propias víctimas y la serie de escándalos de un sistema corrupto, dejaban el terreno libre para la toma del poder por los militares, que se presentaban como los encargados de conducir una regeneración política, ética, económica y cultural del país. Más allá de cualquier especulación contrafáctica, esta claro que tanto la Revolución de Junio como el GOU hubieran sido impensables con el general Justo vivo, dado que éste conservaba su prestigio y ascendiente político sobre los mandos militares, circunstancias que le permitían mantener a raya a las variadas logias castrenses.
El gobierno juniano, atravesado por sus propias contradicciones y luchas entre facciones, contaba a su favor con la debilidad de las fuerzas políticas, que desde 1930 no habían hecho más que desprestigiarse y fragmentarse. Sobre esa base pudo avanzar en políticas de control e intervención estatal en la economía, promoción industrial, reformulación de las relaciones laborales y previsión social que venían madurando, y en parte aplicándose, hacía tiempo. En su camino hacia la concentración del poder dentro del gobierno militar, Perón hizo suyas esas políticas, las hegemonizó y las realizo con más decisión que sus adversarios internos, a quienes desplazó de manera sistemática, para lo que recompuso líneas y ajustó el discurso a las circunstancias. El peronismo, surgido en ese marco, fue siempre un fenómeno excepcional. La acción del ubicuo coronel parecía guiada por esa reflexión de Friedrich Nietzsche, incluida en sus Fragmentos póstumos: “No hay hechos, solo hay interpretaciones. ¿Dónde está la verdad? La verdad es una conquista de la voluntad de poder”. Como afirmaba Hipólito Paz, con conocimiento de causa: “Peron no fue la causa del fenómeno sociopolítico que encarnó. Fue la consecuencia de un conjunto de condiciones que él supo percibir, de premisas mayores que olfateó con instinto de animal político, para inferir las consecuencias y darles, con visión de estadista, forma, color, sentido y movimiento. Así nació su doctrina”.
Independientemente de la apoyatura que el ideario peronista tenía en la Doctrina Social de la Iglesia, su proyecto inicial estaba más cerca de un conservadurismo popular que de una democracia cristiana. El gran temor de los militares, pero no sólo de ellos, fue siempre el desarrollo del comunismo en las estructuras representativas del movimiento obrero. No siempre los avances logrados por esa corriente, e incluso la pervivencia de expresiones del anarquismo, eran vistos en su real magnitud por empresarios y políticos, pero Perón los colocó en un primer plano de su atención y, en ese sentido, la realidad sindical de otros países de la región, como Chile, Uruguay o Bolivia, le daba motivos para preocuparse. Por otra parte, América Latina tenía expresiones proto-fascistas muy fuertes: el primer Vargas en Brasil; Busch, Toro y Bilbao en Bolivia; la Revolución Juliana en Ecuador; Trujillo en la Republica Dominicana, entre varios otros. Todos estos ejemplos de lo que podría interpretarse como un fascismo periférico resultan muy diferentes al peronismo, más allá de algunas formas autoritarias o expresiones fascistoides. Perón, convencido de la necesidad de impulsar el mercado interno y el consumo como prioridad para el desarrollo industrial, desde el vamos basa su política en la creación de derechos laborales y en la vigilancia para asegurar su cumplimiento. Los regímenes de descanso, las vacaciones pagas, los estatutos específicos para ciertas actividades, los derechos de agremiación, las jubilaciones y pensiones, la negociación colectiva y el arbitraje para solucionar conflictos, eran todos institutos laborales en mayor o menor medida existentes; pero fue a partir de la acción de Perón y sus colaboradores en la Secretaría de Trabajo y Previsión que se generalizaron llegando a la mayoría de los asalariados; además, se veló por su aplicación efectiva y, no menos importante, se los aseguró mediante la creación de la Justicia del Trabajo. Paralelamente, y sin descuidar sus propias redes de lealtades y adhesiones dentro de las Fuerzas Armadas, al tiempo que intentaba ganar respaldo en el empresariado industrial, Perón inicialmente retomó la idea de Justo, en cuyo círculo se formó y desarrolló la mayor parte de su carrera militar, y buscó acordar con el radicalismo su proyecto político. Hay ejemplos que muestran que se trataba de un acuerdo posible: por una parte, la abundante incorporación a su movimiento de militantes radicales provenientes de casi todas las corrientes internas; por la otra, el programa de transformaciones económicas y sociales contenido en la “Declaración de Avellaneda” del MIR, a lo que se puede sumar, posteriormente, la redacción del articulo 14 bis por Crisólogo Larralde en el texto constitucional de 1957.
En todo caso, la negativa de Amadeo Sabattini a ese acuerdo y el rechazo del conjunto del MIR a Perón dieron una particular vuelta de tuerca a los acontecimientos. Frustrada esa alianza, los trabajadores organizados gremialmente, como lo evidenció la crisis de octubre de 1945, se constituyeron en la principal base de apoyo de Perón, lo que derivó en el poder que adquirió el sindicalismo en el movimiento que se estaba gestando. En las elecciones de 1946, Perón se impuso ampliamente, mostrando que gran parte del voto tradicionalmente radical lo había acompañado, como surge de analizar los resultados por distrito en todo el país. Por su parte, los intransigentes, pese a desaprobar la Unión Democrática, en pos de defender la unidad partidaria quedaron atados al “Comando de la derrota” del unionismo, mientras que el naciente peronismo contaba con peso propio para prescindir, a nivel nacional, de su colaboración para gobernar. Así, desde el inicio de su presidencia, sin contrapesos, se fortalecieron las tendencias autoritarias que, por su formación, ya traía Perón.
A partir de entonces, y en una clara diferenciación con el proyecto justista, Perón buscó homogeneizar las diferentes estructuras políticas en que se apoyaba. La creación del Partido Único de la Revolución Nacional, cuyo nombre muestra la influencia de Lázaro Cárdenas y el Partido de la Revolución Mexicana, que le llegaba por vía del general Mosconi, fue expresión de la concentración del poder que buscaba Perón, a expensas del frente que lo había llevado a la presidencia, especialmente del Partido Laborista. Unificada esa estructura, primero en el PURN y luego en el Partido Peronista, Perón avanzó de manera acelerada en la concreción de su proyecto de país. La nacionalización del BCRA, de los depósitos bancarios, de los reaseguros, del comercio exterior y de los principales servicios públicos, además de la intensa obra para expandir la infraestructura de todo tipo, se aceleraron para proclamar, en 1947, la Independencia Económica. Dos años después se promulgó la Constitución y, en el marco del Año del Libertador, en 1950, se consagró la Nueva Argentina, a la que se proclamó inspirada en la Tercera Posición y en el proyecto de constituir una “comunidad organizada”, nociones identificadas con esa Nación económicamente libre, socialmente justa y políticamente soberana que el peronismo reivindicaba como sus tres banderas. En lo institucional, los cambios no parecían sustanciales. La Constitución de 1949 mantuvo los principios del gobierno representativo. No introdujo reformas de tinte corporativista ni modificó la división tripartita del poder. Su fortalecimiento del Ejecutivo no salía de los marcos de una república, marcadamente presidencialista pero república al fin, sin incorporar mecanismos de tipo plebiscitario ni mucho menos dictatorial. Pero su articulado y la redacción de las innovaciones incorporadas hacían del nuevo texto algo muy diferente en sustancia a lo que reflejaba la Constitución de 1853. En la nueva Constitución, la política era vista como algo integral y orgánico, muy diferente a lo sostenido por el ideario liberal, llevando a interpretar la representación y la democracia como medios para la realización colectiva, que estaba por delante y por encima de la individual. Esa Nueva Argentina proyectaba un capitalismo con justicia social, bajo una conducción autoritaria y carismática. El modelo incluía una apertura al mundo, que cobró mayor impulso con el Segundo Plan Quinquenal, integrándose al capitalismo occidental mediante lo que, en años siguientes, se llamaría desarrollismo, manteniendo la industrialización sustitutiva de importaciones e incorporando inversiones para las industrias de base, con saneamiento fiscal, sindicatos controlados y reforma militar integral. Un modelo que también intentaba, retomando, corregidos y aumentados, intentos anteriores, construir una integración política y económica regional para aumentar su capacidad de negociación y expandir su doctrina internacionalmente.
El peronismo desarrolló una enfervorizada gestión política y económica entre 1946 y 1950, posiblemente necesaria para transformar una sociedad que sufría la exclusión de sus mayorías desde hacía décadas y en la que el bienestar de algunos no provocaba el “derrame justiciero” y daba algunas muestras de no poder esperar cambios que hubieran sido mas sólidos y perdurables pero que hubieran llevado mucho mas tiempo. Olvidaban una extraordinaria lección de Keynes, quien en 1921, en una noción que luego quedaría asociada al concepto moderno de estado de bienestar, hablaba de aunar la “eficiencia económica con la justicia social y la libertad individual” como clave de la política. Sin duda, los saltos cuantitativos y cualitativos dados mediante la gigantesca obra pública, la modernización del Estado, los avances en la salud, en la educación, en la seguridad social, la desbocada carrera de los trabajadores hacia el consumo, entendible dado que hasta entonces nunca habían sido el centro de las preocupaciones, significaban impulsar a las clases trabajadoras y medias a “gozar de la vida”. Pero cabe la pregunta: ¿gozar de la vida con libertad individual y política plena, como sostenía Keynes? En el ideario y en la praxis de Perón, estos aspectos propios de las libertades democráticas y de los derechos individuales, aunque no eran formalmente negados, quedaban para mas adelante, en el mejor de los casos, si es que alguna vez habrían de llegar. Concebida como emanada “del ejercicio de la justicia en defensa de los derechos humanos”, y estos como los que aseguran “la dignidad del Pueblo”, para el peronismo la libertad era entendida como “la resultante real de ese estado de justicia”. El propio Perón afirmaba que la “libertad, para que sea libertad, ha de ser la que el Pueblo quiere”, lo que dejaba librado sus alcances y sus limites a la decisión del pueblo o, en términos efectivos, a la de quien supiese interpretar esa voluntad popular.
Perón era un hombre extremadamente cultivado para la época que le tocó actuar, no solamente si se lo compara con sus camaradas de armas, sino también con la mayoría de los líderes de su tiempo en el plano internacional. Pero eso no implica que su matriz mental no respondiese a un esquema autoritario en el cual se formó y donde se sentía cómodo. Era un hombre, sociológicamente hablando, de la primera posguerra. Llamativamente su compañero de ruta, amigo y sostenedor de su proyecto político, el coronel Domingo Mercante, mostraba un talante muy diferente. Componedor, negociador, respetuoso del orden jurídico y de la jerarquía política de la oposición, ligaba sus logros al consenso. Podría decirse que ejecutaba un modelo de conducción moderno, más propio de la segunda posguerra y acorde con las estructuras políticas que empezaban a emerger y consolidarse en Europa Occidental. Así, el régimen peronista, como un ser bifronte, mostraba un mismo objetivo político, generaba logros similares, pero exhibía metodologías de conducción política diferentes. Obviamente, predominó, como en cualquier estructura militar autoritaria, la voz y el poder de quien detentaba la máxima conducción. Y al tiempo que se consolidaba ese modelo, con Perón en el centro indiscutido y sin apelación de las decisiones, el Líder se fue desprendiendo de sus principales colaboradores, en especial los más capaces y quienes más contribuyeron a esa concentración del poder. Lo más grave es que ese proceso se llevó adelante sin que mediara, de parte de hombres como Miranda, Figuerola, Guardo, Bramuglia, Mercante, Sampay, Jauretche, Pistarini, Cereijo, Scalabrini Ortiz, solo por mencionar algunos nombres muy significativos, hecho alguno que atentase o amenazase ese poder, y fueron sustituidos por colaboradores más débiles, menos preparados y, en más de un caso, políticamente mediocres.
En medio del éxtasis del poder autoritario, leales y opositores no fueron capaces de vislumbrar las oscuras nubes que asechaban al régimen y a la república. Muchos creían que la dupla Perón-Eva era garantía de felicidad eterna; pocos se aventuraban a pronosticar crisis económicas y ajustes que harían temblar a ese maravilloso estado de bienestar construido en tiempo record. También fue necesario acudir a reposicionamientos internacionales que obligaron a aplicar recetas económicas que se acercaban más a lo sacrílego, según la visión de los más férreos seguidores, que a los necesarios equilibrios que marcan toda buena gestión para que esta se pueda sustentar en el tiempo.
De manera llamativa, hasta 1951 el discurso presidencial de apertura de las sesiones del Congreso se publicaba con el título Mensaje del Presidente Perón, y la tapa o cubierta exterior se ilustraba con una foto del acto ante la Asamblea Legislativa. La correspondiente al año 1952, un mes antes de asumir su segunda presidencia, rotundamente titula Mensaje de la Nueva Argentina, con una volanta aclaratoria: “Seis años de gobierno de Perón” y el retrato del sonriente y descamisado Líder debido al trazo inconfundible del dibujante Roberto Mezzadra. Ese mismo año, el justicialismo fue declarado Doctrina Nacional, haciendo converger así la Nación con el Partido y con Perón como su Conductor. Los alcances de esa declaración incluían la educación pública y a las Fuerzas Armadas, como daba cuenta el Manual de Doctrina y Organización Nacional publicado por el Ministerio de Ejercito, que partiendo del estudio de la Constitución Nacional de 1949, exponían la Doctrina justicialista en sus objetivos de política exterior, económicos y sociales, la organización del Estado, de la ayuda social y sindical, para concluir con la Tercera Posición, previo a tratar sobre la misión del Ejército y la disciplina. Era la máxima expansión de la hegemonía peronista.
Sin embargo, le cabría la observación de Hannah Arendt en “La condición humana”: “Con la acción entra la novedad en el mundo; aunque tiene un comienzo definido, el final es impredecible en sus consecuencias”. Y la paradójica consecuencia fue que, con el máximo grado de concentración del poder, comenzó su declinación, esterilizando en parte los grandes logros efectivos de su primer gobierno. Impuesta con esos rasgos hegemónicos y autoritarios, la Nueva Argentina se tradujo en antagonismos exacerbados. Si el adoctrinamiento justicialista y la “peronización” de la Argentina, desde un comienzo fueron denunciados por la oposición política como muestras de “totalitarismo” y “despotismo”, su extensión al seno de las Fuerzas Armadas generó un creciente malestar y resistencias muy fuertes, sobre todo en la Armada y, de modo sorprendente para Perón, en la que consideraba su “niña mimada”, la Fuerza Aérea. En el Ejército, cuyos oficiales habían jurado en 1943 lealtad al ahora general-presidente, el rechazo era menor, en buena medida por la efectiva labor de generales como Humberto Sosa Molina y Franklin Lucero. Pero cuando el uso de denominaciones como “Eva Perón” y “Juan Perón”, que de hospitales e institutos similares había saltado a plazas, avenidas y hasta ciudades y provincias, se introdujo en unidades militares, como el Centro de Instrucción de Caballería en la ciudad correntina de Mercedes en 1954, el “culto a la personalidad” del Conductor comenzó a ser más que irritativo. Para entonces, también la jerarquía eclesiástica, la mayoría de los sacerdotes católicos y el grueso de su feligresía de clase media habían pasado a integrar las filas de los enemigos acérrimos del “regimen”, dispuestos a “comprender” la violencia iniciada por activistas del radicalismo en 1953.
El radicalismo, que había pagado las consecuencias de sus desaciertos con la perdida de su condición de partido mayoritario y de fuerza política de masas al no haber sido capaz de interpretar las necesidades de transformación del país a partir de 1930, fue cayendo en acciones que representaban la negación de sus banderas históricas de limpieza del sufragio, respeto a los derechos cívicos y ampliación de la participación democrática, al sumarse al golpe de 1955 y la proscripción del movimiento que lo sustituyó como expresión de las mayorías populares.
Por su parte, Perón, como decía Hipólito Paz, había escuchado esa “música política inédita” que silbaba el país, o, si se permite el anacronismo, supo a mediados de la década de 1940 aplicar la advertencia que haría años después Bob Dylan: “The answer, my friend! is blowin' in the wind/ The answer is blowin' in the wind” (“La respuesta, mi amigo, está soplando en el viento. / La respuesta esta soplando en el viento”). Sin embargo, una vez consolidado su poder y en plena realización de su proyecto, dejó de hacerlo. Convencido como lo estuvo toda su vida de que estaba destinado a grandes obras, cuya proyección en el tiempo llegaría a generaciones futuras, hizo enterrar, al pie del Monumento a Belgrano en la Plaza de Mayo, dentro de un cofre, un “Mensaje a los jóvenes argentinos del año 2000”, una época por venir que en la mirada de entonces, por esos milenarismos culturales, se imaginaba como el fin de los tiempos para los más apocalípticos, o el inicio de una nueva era para los más esperanzados. Aunque esa “cápsula del tiempo” fue destruida en 1955, el texto se recuperó y en él Perón señalaba que, ante la rendición de cuentas que sin duda las futuras generaciones pedirían a la historia, “ese balance no nos ha sido nada favorable”. Y anticipándose a esa evaluación, “para que conste al menos nuestra buena fe”, señalaba que “ni los rectores de los pueblos ni las masas regidas han sabido lograr el camino de la felicidad individual y colectiva”, porque a pesar del gigantesco progreso material y científico, el “egoísmo ha regido muchas veces los actos de gobierno”, acusación aplicable “tanto a los pueblos como a los individuos”, haciendo referencia a los conflictos bélicos y sociales. “Frente a esta lamentable realidad, ¿de qué han servido las doctrinas políticas, las teorías económicas y las lucubraciones sociales? Ni las democracias ni las tiranías, ni los empirismos antiguos ni los conceptos modernos han sido suficientes para aquietar las pasiones o para coordinar los anhelos. La libertad misma queda limitada a una hermosa palabra de muy escaso contenido, pues cada cual la entiende y la aplica en su propio beneficio. El capitalismo se vale de ella no para elevar la condición de los trabajadores procurando su bienestar, sino para deprimirles y explotarles. [...] E inversamente los falsos apóstoles del proletariado quieren la libertad más para usarla como un arma en la lucha que para obtener lo que sus reivindicaciones tengan de justas”. Y tras afirmar, al borde del apocalipsis, que “El mundo ha fracasado”, el resto del mensaje iba en busca de una esperanza de que, por lo menos, “el avance de la humanidad hacia su bienestar es tan lento que no lo percibimos, pero de cada evolución queda una partícula aprovechable para el mejor desarrollo de la humanidad”, y que esta comprenda que “hay que formar una juventud inspirada en otros sentimientos” y capaz de “realizar lo que nosotros no hemos sido capaces”. Por su parte, reafirmaba todo lo realizado en “nuestra querida Argentina”: “La independencia política que heredamos de nuestros mayores hasta nuestros días, no había sido efectivizada por la independencia económica que permitiera decir con verdad que constituíamos una nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana. Por eso nosotros hemos luchado sin descanso para imponer la justicia social que suprimiera la miseria en medio de la abundancia; por eso hemos declarado y realizado la independencia económica que nos permitiera reconquistar lo perdido y crear una Argentina para los argentinos; y por eso nosotros vivimos velando porque la soberanía de la Patria sea inviolable e inviolada mientras haya un argentino que pueda oponer su pecho al avance de toda prepotencia extranjera, destinada a menguar el derecho que cada argentino tiene de decidir por si dentro de las fronteras de su tierra”. Y remataba: “Contra un mundo que ha fracasado, dejamos una doctrina justa y un programa de acción para ser cumplido por nuestra juventud: esa será su responsabilidad ante la Historia. Quiera Dios que ese juicio les sea favorable y que al leer este mensaje de un humilde argentino, que amó mucho a su Patria y trató de servirla honradamente, podáis, hermanos del 2000, lanzar vuestra mirada sobre la Gran Argentina que soñamos, por la cual vivimos, luchamos y sufrimos".
La “incorregibilidad” que Borges les atribuía a los peronistas, sin duda tenía un mentor prestigioso en el propio Líder. En 1971, casi sobre el final de su vida, en esa larga entrevista que es el film “Perón: Actualización política y doctrinaria para la toma del poder”, dirigido por Fernando "Pino" Solanas y Octavio Getino, Perón en ningún momento formula comentario retrospectivo alguno que pueda interpretarse como reconocer un error o equivocación significativa en todo lo realizado en sus dos primeros gobiernos. Amante de la música y, en especial, de los artistas populares franceses, en Puerta de Hierro el General contaba con una nutrida colección de discos, en la que los registros del “Gorrión de Paris”, la Môme (“piba”, en argot) Edith Piaf, tenían un lugar de preferencia. En más de una ocasión, Perón escucharía ese éxito de los años finales de “la” Piaf: “Non, rien de rien / non, je ne regrette rien”. "No, nada de nada, no me arrepiento de nada" y seguramente se sentiría totalmente identificado con esas palabras.
Tras haber “blindado” al partido gobernante, hasta el punto de fundirlo con la Nación misma, la figura de su Líder completaba la del Prócer nacional por excelencia, el Libertador José de San Martin, como integrantes exclusivos de la galería de los fundadores de la Patria. Pero al mismo tiempo que alcanzaba el cenit de su poder, comenzó una declinación acelerada. El peronismo cada vez ganaba las elecciones con mayor facilidad, por porcentajes que no volverían a alcanzarse, respetando puntillosamente los procedimientos electorales. Paradojalmente, esto provocaba en las fuerzas opositoras que se proclamaban democráticas un grado de crispación que fue creciendo, desde la denuncia de los comicios como un sistema perverso o maquiavélico de dominación demagógica hasta el desconocimiento de la legalidad de lo que tildaba como “despotismo”, “dictadura totalitaria” o “tiranía”. El peronismo, que para sus más fieles partidarios alcanzaba las características de un movimiento cuasi teológico laico, para sus más acérrimos opositores vulneraba los parámetros elementales de la moral e incluso del buen gusto, constituyéndose en un drama tanto ético cuanto estético. Y dado que se identificaba con la Nueva Argentina, con la identidad nacional y su realidad cotidiana, se volvía un problema casi existencial. Si, como afirmaba Santo Tomás de Aquino, “cuanto más perfecto es un poder, tanto más difícil es suprimirlo”, ante ese poder perfecto que había construido Perón para la Nueva Argentina, la impotencia y la anomia opositoras fueron creciendo hasta llevarlos a la violencia. Ante la imposibilidad de desplazar al odiado “régimen peronista” por medios legales, electorales, esa oposición fue dejando de lado todo respeto por el sistema democrático y republicano, recurriendo a la violencia. Primero lo hizo de manera puntual, focalizada en atentados contra manifestaciones masivas. Luego avanzó hasta el terror y la barbarie generalizada de los bombardeos aéreos sobre el centro de Buenos Aires en junio de 1955, para llegar al enfrentamiento total, dispuesto incluso a la posibilidad de una guerra civil, meses después. Ese derrotero, decidido a prescindir, como en 1930, de todo respeto a las instituciones, romper el sistema político e imponer violentamente el silencio y la proscripción a las grandes mayorías, se había iniciado desde la instauración de la Nueva Argentina.
Ya desde 1950 estaban sobre el tablero político y social los elementos que signaron la historia argentina de las décadas siguientes, cargadas de conflictos y desencuentros, fracturas y oposiciones, que alcanzarían las dimensiones de una gran tragedia y proyectaron sus consecuencias hasta la actualidad.
Era un modelo forjado por un hombre cuya mentalidad se había moldeado bajo el influjo de los totalitarismos de preguerra, como fueron también los casos de Roosevelt, Churchill, De Gaulle y otros, pero que tuvo la extremada lucidez de vislumbrar y emprender la construcción, en un país considerado “periférico”, de una sociedad del bienestar, que sería una realidad en el mundo recién en los años 50 y 60. La falta de un modelo alternativo, la permanencia de una sociedad egoísta y cicatera en lo social y lo económico, la carencia de una brújula política que permitiera “usar” lo rescatable del peronismo para crear un nuevo paradigma, junto con nuestra persistente renuencia a realizar una lectura objetiva y sensata del escenario internacional, hicieron que este fenómeno histórico siga siendo aún hoy nuestro principal insumo político para crear una Argentina que supere la brutal desigualdad y permita sostener un sistema político democrático, plural e inclusivo. Con su capacidad de síntesis, diría el General, una Patria justa, libre y soberana.
*Carlos Piñeiro Iñíguez Licenciado en Economía, Relaciones Internacionales y Doctor en Historia, disciplinas de las que fue docente e investigador en las principales universidades del país. Diplómatico de carrera y embajador, fue director del Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Autor de libros académicos clásicos es también escritor de ficción. Su último trabajo es “El peronismo y la consagración de la Nueva Argentina” (Peña Lillo/Ediciones Continente).
Publicado en REVISTA NOTICIAS.
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